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FLM: El generalísimo

Emanuel Bravo Gutiérrez | 01.08.2017
FLM: El generalísimo

Mi vida, bigotón, consuelo de mi viudez, mi solecito oaxaqueño, héroe y requetehéroe, mi general, mi generalísimo, ¡ay!, y que me perdone doña Carmen, pero cuánto gusto me dio cuando Romualda trajo el telegrama donde decía que sí, que por fin llegarías a Puebla y vendrías a comerte unos chiles en nogada en ésta, mi casa y tu casa por los siglos de los siglos.

¡Virgen del Rosario!, estuve a punto de desmayarme. Saber que abriría la puerta y te vería con tu porte de emperador. Don Porfirio, mi Porfirio, Porfiriote, Porfirísimo. “¡Aflójame el corsé!”, le grité a Romualda, “¡desátame el corsé, chamaca idiota, que me va a dar algo!”.

Bajé a la cocina y me puse a revisar la alacena. Llevaba las enaguas hechas un lío porque Romualda me había aflojado el corsé de más. Le pedí a Micaela que fuera al mercado y comprara una penca de plátano macho, manzanas panocheras de Zacatlán, queso y crema de Chipilo, y granadas de Tehuacán. “Me traes el cambio”, le dije, “San Gabriel te está viendo, él y su corte de ángeles, no sea que después te entre el pingo y te quieras clavar algo”. De tener tiempo iría yo misma; sin embargo, tu telegrama llegó muy de imprevisto, eso de que llegues a las seis de la tarde y me envíes el mensaje a las diez de la mañana no es de caballeros, mínimo una noche antes, Porfirio; pero te lo perdono, tú sabes que te perdonaría cualquier ofensa, es más, hasta daría la otra mejilla… para un beso.

Sonaron las campanas de la catedral, Romualda me arregló el vestido y me trajo el velo de viuda. Tenía que agradecerle a Dios por la vida, a la Virgen por la salud, a San Gabriel por la dicha, a Santa Rosa por mi casa, a Santa Mónica por mis sirvientas y a San Pascual Bailón por mis chiles en nogada. Romualda iba a mi lado y yo imaginé que eras tú. Soñé que paseábamos por los bulevares de París, que me llevabas de tu brazo como si yo fuera tu señora esposa, que íbamos a tomar un café en Montmartre y bailábamos un vals en Versalles. ¿Que no se puede?, sí, ya lo sé, no soy bruta. Pero si supieras cuántas veces lo he escrito.

En la misa me encontré a Beatriz Moncada y a Rosalina Echeverría. Hubieras visto qué cara pusieron cuando les dije que vendrías a comer. Sonrieron como las hipócritas que son, no podían con la envidia.

—Felicidades, Apolonia, me da mucho gusto —me dijo Beatriz, la muy frufrú.

—Y ya tienes todo listo para recibirlo, supongo —continuó la otra mula.

Yo sabía que estaban enchiladas por la noticia, no aguantaban el hecho de que yo brillara en sociedad más que ellas, se les notaba en la cara de mimo por tanto polvo de arroz.

—Así es, pero será algo pequeño, quizá venga la comitiva de Porfirio. Él y yo comeremos a solas mientras nos esperan en el patio. A nadie más le he dicho de esto, ¿para qué tener invitados?

Ma chérie, qué egoísta eres. Invita a todo mundo, seguramente tu Micaela prepara unos chiles bien ricos —dijo Beatriz, mostrando sus dientes de oro.

—¡Ay no!, ¿para qué quiero tanta gente en la casa? Además, no sé si el telegrama decía que podía invitar a más personas.

Entonces saqué el papelito y comencé a desdoblarlo lentamente entre mis guantes, lo olí como si llevara la más dulce de las fragancias. Beatriz y Rosalina intercambiaron miradas, extendieron sus abanicos y algo se susurraron entre ellas, como si me importara.

—Queriditas, mejor les cuento después, tengo tantas cosas pendientes y ya se me ha hecho tarde —contesté dándome la vuelta.

Siempre han sido así. Me envidian hasta lo que no tengo. Se dan unos aires cada vez que compran sombreros y guantes en la Casa de los Muñecos, que si el bric-à-brac, que si la nueva loción, que si los encajes, que si las medias caladas. Nomás no me envidian el marido porque está muerto, o igual y sí, como están casadas con unos sapos que ni ellas aguantan. Porfirio, si las ves, ni te fijes en ellas, par de viejas lambisconas.

De camino a casa fui a comprar dulces para el postre. ¿De qué tendrías antojo?, ¿camotes, alegrías, muéganos, polvorones sevillanos, tortitas de Santa Clara, natitas, borrachitos, cocadas o jamoncillos? Al final, compré de todo: me podrán juzgar de mil cosas, pero nunca de poquitera.

Volví a casa y le pedí a Jacinto que barriera el patio, que trajera flores y banderitas. Romualda me preparó el baño y me sacó un vestido con adornos de madreperla, bien bonito y decente, no sea que tu comitiva piense que soy mujer de malas maneras y ya no quieras volver.

Me sumergí en la tina y entre la espuma lavé mi piel blanca, blanquísima. Yo soy descendiente de duques franceses, ¿lo sabías?, por eso hablo muy bien el idioma, y si digo Je m’appelle Apolonia Betancourt no es porque sea una alzada, sino porque sé bien quién soy y cuál es mi lugar en el mundo.

Jacinto ya había dispuesto todo, el patio se veía limpísimo. Las banderitas que adornaban las paredes parecían flores de enredadera. Vi el reloj: ya era hora.

Me senté a esperarte en el balcón de mi recámara, por la calle vi a un par de oficiales que iban para el Zócalo. Entre las cúpulas y campanarios te buscaba. Un rumor lejano venía desde las calles. ¿Por qué no llegabas?, ¿te habría pasado algo en el camino?, ¿estarías enfermo? Sonaron cohetes, tambores y hasta repicaron las campanas. “¡Virgen del Carmen, cuida a mi presidente!”, recé con el escapulario entre los dedos. “Mis nervios no aguantan, algo le pasó a mi Porfirio, voy a buscarlo”, anuncié a Romualda y a Jacinto. Ni tiempo les dio de seguirme.

La gente se amontonaba por las calles, el calor era insoportable y yo meneaba mis enaguas para airar mis piernas. Qué mensa, ni el abanico me pude traer. Pero el calor se me olvidó cuando escuché las fanfarrias y vi los caballos avanzar en orden. Qué emoción, qué recato, qué porte. Ahí venías, en medio de ellos resplandeciente como un sol, hasta te vi rodeado de querubines, tan guapo, tan heroico, ni qué Nicolás II, ni qué Francisco Fernando, ni qué ocho cuartos reales: ¡Mi Porfirio Díaz! Llevabas tu uniforme negro tachonado de medallas. En el momento en que tu mirada se posó en la mía, sentí en la cintura la mano pesada de un teporocho, me volteé a verlo y su tufo a pulque y orines fermentados me invadió la nariz que llevaba el impoluto olor de mis sales de baño. Le di una cachetada y la gente comenzó a reírse en vez de que me defendieran, “seño, debería de agradecer el favor que le hacen”, me gritó uno de ellos abriendo su bocota de dientes podridos, los otros le siguieron.

—¡Rescátame Porfirio! —te grité—. ¡Sálvame de estos barbajanes!

En ese momento debiste haber desenvainado tu sable de general, debiste haberles dado muerte por exponerme a la injuria, ¡a la ignominia! Pero no, fuiste indiferente, te valió un tostón mi martirio. Seguiste derecho hacia la entrada del Palacio como si nada. Y la gente te aplaudía como si te conociera. Para que lo sepas, ellos te quieren por el poder, por el dinero; en cambio ¡yo!, yo siempre te he sido fiel aunque no contestes ninguna de mis cartas. Ellos no rezan por ti, ni te dedican una misa cada 15 de septiembre por tu cumpleaños. ¡No!, todos son unos pazguatos que hasta venderían a su puta madre para tener un puesto en el gobierno.

“Señito, deme una monedita por el amor de la Virgen”, me dijo un mendigo. Entonces sí no aguanté y me le fui encima duro y bonito.

—¡A mí no me pides nada, hijo de la chingada!

Ellos me miraron como si yo fuera la salvaje. ¿Cómo tenían la audacia de verme así?, ¿nunca se habían puesto frente a un espejo?, bola de bárbaros, barrabases, bocachanclas, ¡sátrapas!

Y como pude me salí con el vestido todo arrugado y sucio. Decidí volver a casa con todo y que me faltaba el aliento, ¿qué más podía hacer? A medio camino comencé a llorar como una niña por lo tonta que había sido al creer que vendrías a verme, por llevar ese corsé que ni me dejaba chillar a gusto, por ese calorón de mierda que me hacía sudar como puerca, por esta ciudad que jamás será París, ni Londres, ni Viena. ¡Ay, mi Porfirio!, ¿quién se va a comer nuestros chiles?

Al llegar a casa traía los ojos bien irritados. En la entrada había dos mujeres a las que no reconocí, les grité que se fueran, no quería ver a nadie, quería encerrarme en la casa como una monja. De pronto una de ellas habló.

Ma chérie, te vimos de lejos en el Zócalo. ¿Te sientes bien?

Toqué la puerta y esperé a que Jacinto abriera.

—¡Sí! Estoy bien, maldita sea. ¡Déjenme sola!

—Mi cielo, ¿estás segura? Dinos, estás entre amigas. ¿A poco sí te creíste que el general vendría a verte?  ~

 

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EMANUEL BRAVO GUTIÉRREZ es licenciado en Lingüística y Literatura Hispánicas por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (2010-2016). Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa.

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