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El espejo de las ideas: En medio, más allá

(sobre la urgente analogía)

Eduardo Garza Cuéllar | 01.08.2015
El espejo de las ideas: En medio, más allá

Requerimos la membresía tanto como aspiramos a ser únicos. Nuestro imaginario de lo social se dibuja entre dos abismos que nos atraen tanto como nos aterran, que seducen a nuestro inconsciente y a los que nunca terminamos entregándonos por completo: la originalidad y la masa. Es tan fuerte en un momento de nuestra vida la necesidad de pertenecer como lo es en otro la de diferenciarnos de los demás. Entre estos dos extremos psicológicos, entre la tentación de ser único y la de ser idéntico, se ubica toda la gama de la filosofía política y la imaginación sociológica entera.

El lenguaje de los totalitarismos devela su necesidad de lo masivo. Está poblado de eslóganes y nociones abstractas que, como demuestra magistralmente Havel,1 aun vacíos de sentido, son la cimbra en que se fragua, como una barda de concreto armado, la sociedad misma haciéndose sólida, uniforme, monolítica, manipulable.

En el otro extremo del espectro político y lingüístico se ubica una realidad de suyo indescriptible: una torre de Babel en la que, como en una pesadilla, el lenguaje, normalmente por razones de corrupción ética, se desestructura hasta perder, junto con el sentido, la capacidad de convocarnos, entendernos y encontrarnos. Equivale al caos anárquico, a un querer-sin-poder estar con otro, a la soledad impuesta, a la incomunicación, al infierno del encierro, al aislamiento.

Entre el totalitarismo unívoco y el caos anárquico se despliega el vasto territorio de la analogía, con su amplia gama cromática, poética, rica en metáforas, con su afición por lo profundo y lo polivalente. La diversidad de su lenguaje, como un jardín, no aspira a la hegemonía de una acepción sobre otra: le da cabida a todas las especies y en ello encuentra su belleza. Estamos hablando, sin más, del campo semántico de la democracia y de la razón vital.

El totalitarismo en su afán de uniformar se apoya en la ideología y adopta su diccionario como único lenguaje; desconfía del humor y de las metáforas, le molesta la ambivalencia, intenta dominarla. El individualismo posesivo, por su parte, levita en la superficialidad hasta descubrir que ella es la escalera de su torre de Babel. El lenguaje propio de la analogía es la razón: una razón mucho más honda y amplia que la del positivismo, el cientificismo y el utilitarismo; una en la que cabe lo sentiente, lo histórico, lo lúdico.

A estos tres territorios les es propia, además de un lenguaje y una opción política, una antropología. Al totalitarismo de lo unívoco corresponde el hombre-masa, uniformado por la sociedad anónima. A lo equívoco, el individuo atomizado, perdido del otro. A la analogía, la noción de persona, esa que no sacrifica originalidad por pertenencia.

Lo unívoco es un unísono cuya monotonía aburre. Lo equívoco, el ruido de una guerra de solistas en la que nadie logra sobreponerse a nadie. La analogía es la armonía sinfónica. En ella cada instrumento sin traicionar su tesitura ni su timbre aporta a la ejecución de una misma partitura.

Este modelo triangular sugiere también una lectura de la historia. A través de su lente la modernidad puede comprenderse como un campo de batalla entre diversas ideologías y visiones excluyentes —unívocas— de la sociedad y del hombre. En otros tiempos, como el incomprendido medioevo, se rescatan momentos en los que, en virtud de la analogía, la especie humana pudo profundizar lúcidamente en la comprensión de sí misma y de su estar-en-el-mundo. Nuestro tiempo, aún disfrazado de uniformidad, se descubre en esta singular retícula, amenazado de dispersión.

Pero lo similar no es, como parece a simple vista, un simple término medio entre lo común y lo disperso. En realidad, la analogía es (para decirlo en clave dialéctica) la síntesis de lo equívoco y lo unívoco. No se sitúa geográficamente en medio de ambos extremos, sino más allá y por encima de los mismos. No media ni promedia entre sus posturas: las asume y las integra.

De ahí su dificultad y su grandeza. De ahí también la enorme esperanza que aporta a cualquier sociedad que aspira a la inclusión y la vida democrática.

Pocas cosas me parecen tan importantes para afrontar los retos de nuestro tiempo como el disponer de un lenguaje capaz de provocar el diálogo democrático, de convertirse en ámbito para la comunidad y el encuentro.

Persisten los que, a pesar del fin de las ideologías, de las pesadillas morales de Einstein, del fracaso histórico del positivismo, de Auschwitz y de Hiroshima, siguen apostando para ello en el método científico, necesario pero insuficiente, carente de humor y estrecho.

Otros, adolescentes, disparan equívocos o simplemente se acomodan en la superficialidad y en la frivolidad de la cultura posmoderna alimentando, sin siquiera saberlo, el individualismo posesivo.

Unos más sospechamos, con cierta base de experiencia, que en la belleza y la espiritualidad, que en el bagaje del humanismo —la filosofía, la historia, la literatura y las otras artes— podemos despertar del espejismo de la levedad y escapar de la cárcel del aislamiento para, sin masificarnos, encontrarnos con el otro.

 

1 Václav Havel, El poder de los sin poder, Ediciones Encuentro, Madrid, 2013.

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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como director general y consultor del despacho Síntesis.

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