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Sobre las alianzas PAN-PRD

José Ramón López Rubí C. y Orlando Espinosa Santiago | 01.11.2017
Sobre las alianzas PAN-PRD

 

 Frente a las elecciones de gobernadores de 2010, en los medios de comunicación se destacó la unión del Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) como un escándalo nacional. Hacía años que cada uno de estos partidos se presentaba a elecciones en alianza pero “nunca”, se creía o implicaba, con su adversario ideológico. ¿Son objetivamente escandalosas dichas alianzas? ¿Son democráticamente ininteligibles? ¿Y criticables desde cualquier punto de vista? Estas preguntas merecen mayor consideración. Todas las respuestas posibles no son (pre)juicios que ideologicen el asunto. En efecto, el debate público fue y sigue siendo muy ideologizado. Se ha caracterizado más por el partidismo, directo o indirecto, que por el análisis politológico y democrático. Sin tomar partido por ningún partido –no somos militantes de ninguno-, lo que ofrecemos aquí es un análisis con datos.

Veamos, primeramente, algunos de los datos principales. Las alianzas PAN-PRD no nacieron en 2010, se iniciaron en San Luis Potosí en 1991, dentro de un proceso político-electoral antiPRI hegemónico y proTransición democrática. Ese año, en las elecciones potosinas para gobernador, PAN y PRD se unieron, para unirse al Partido Demócrata Mexicano. Entre 1991 y 2016 se registraron 20 alianzas PAN-PRD para elecciones de gobernador, 5 en 2010 (Durango, Hidalgo, Oaxaca, Puebla y Sinaloa) y 5 en 2016 (Durango, Oaxaca, Quintana Roo, Veracruz y Zacatecas). Es decir, 50% de esas alianzas ocurrieron antes de 2010. En algunos casos (de todos los comprendidos en el periodo) la alianza no sólo fue entre PAN y PRD (PAN + PRD + otro u otros partidos) y en la mayoría de los casos fueron aliados en el contexto de un predominio priista; especialmente Puebla por el mayor priismo de sus números y correlaciones legislativos desde la mitad de los noventas hasta el 2008. Por eso, a esa mayoría, desde la perspectiva politológica se les clasifica como “alianzas antihegemónicas” –varios de estos procesos son el objeto de una amplia investigación coordinada por Diego Reynoso y Espinosa Santiago, Desafiando al PRI: alianzas PAN-PRD en elecciones de gobernador, a publicarse próximamente como libro. Asimismo, no habría que olvidar más información complementaria del entorno: las alianzas electorales, entre panistas y perredistas o entre priistas y terceros ideológicos o pragmáticos, antihegemónicas o no, ideológicas o no, son ya, en palabras de Reynoso, una “estrategia dominante” en la política subnacional mexicana. No vale ignorarlo, tampoco descalificarlas sin primero situarlas ni distinguirlas bien[1].

Extendiendo el análisis, debemos decir que es antiempírico y antipolitológico clasificar y calificar las alianzas PAN-PRD desde una perspectiva ideológica, o puramente ideológica. Ideologizar no reconoce todo lo que es real: esas alianzas no se construyeron ideológicamente, pues no se plantearon ideológicamente, no surgieron como búsquedas de satisfacción de políticas sociales y económicas coincidentes, ni para provocar y operar al respecto una coincidencia generalizada. Puede gustar o no el hecho, pero no se le puede negar como tal, menos si lo que se pretende hacer es un análisis de lo empírico, análisis al que el juicio debería esperar. Dado que clasificar desde lo ideológico las alianzas no ideológicas, para luego calificarlas ideológicamente por su grado de ideología concentrada, no tiene punto de partida en los hechos sino que los ignora esencial(ista)mente, esa crítica reducida no tiene valor empírico-analítico y no es más que otra declaración ideológica, no necesariamente democrática. La posición ideologizada e ideologizante sobre el problema es ociosa y públicamente estéril porque sólo es quejarse por ideologización de que las alianzas no ideológicas no son ideológicas…

Hay más problemas con esa crítica. Supone dos cosas: a) ocurren alianzas “naturales” y, por tanto, otras “contranatura”; b) sólo son democráticamente naturales –supuesto de ser inevitablemente democráticas y ocurrir inevitablemente en democracia- las que se dan entre iguales ideológicos. Ninguna de las dos es cierta. En primer lugar, visto desde la ciencia social y la democracia real, ni existen alianzas políticas que sean auténticamente naturales ni son exclusivamente “naturales” (i.e. ideológicas). En todo caso, no son “contranaturales” a la democracia todas las alianzas que se construyan siguiendo sus reglas fundamentales, formalizadas o en principios no legalizados, y apunten a no destruir esas reglas o, en su caso, a construirlas institucionalmente. Sobre política, hablar de “aliados naturales” es una licencia lingüística que debe ser rodeada de precisión. Quien sostiene lo contrario no lo sostiene en los hechos respectivos ni en la realidad institucional de los regímenes democráticos. En segundo lugar, ciertos iguales o similares ideológicos pueden ser enemigos o adversarios políticos no aliables, “a pesar” de las coincidencias ideológicas, ya que el mismo hecho puede hacerles competir –tener que hacerlo- por un mismo trozo del electorado. Bajo esta circunstancia competitiva, lo que sería políticamente “antinatural” es aliarse. Más si esas fuerzas ya existen como partidos legales, miembros del sistema de partidos de la polity, no están en riesgo de muerte y no desean diluirse en uno solo. En democracia, las alianzas pueden ser legítimas sin ser ideológicas y sí políticas en relación con la distribución del poder. Como muchas de las alianzas PAN-PRD. No puede negarse que en estos casos, como en todos los del 2010, había un dominio priista que no era producto natural ni democrático.

Por supuesto, es posible criticar lo que siguió a las uniones PAN-PRD que ganaron: el desempeño de gobierno. Pero éste no depende necesariamente de aquéllas. Es falso que las alianzas ideológicas lleven al buen gobierno y las pragmáticas al malo. ¿Los gobiernos aliancistas que hemos visto crearon las mejores democracias y administraciones? No. Pero ése no es el resultado directo ni necesario de su origen electoral aliancista. Puede haber malos o buenos gobiernos con y sin ese origen, tal y como sucede con alianzas entre amigos ideológicos. La corrupción, por ejemplo, no sabe de ideologías, no respeta ninguna. En fin, la existencia de cualquier alianza no es por sí misma una buena predicción del éxito o fracaso gubernativo.

Desdoblando todos los puntos tenemos dos insistencias. Una: es políticamente posible y democráticamente válido aliarse electoralmente entre quienes tienen diferencias ideológicas, así como es políticamente válido y democráticamente posible que no se alíen partidos con coincidencias ideológicas. El caso de López Obrador resulta útil como invitación a ahondar reflexivamente: como López Rubí ha mostrado en otros lados, el líder de Morena coincide con el PAN en el rechazo a reformas sociales como la legalización de drogas, del matrimonio civil igualitario y del aborto. Y de ahí no sólo no sigue que sean actores idénticos sino que sus coincidencias no son suficientes para deber o tener que aliarse. La otra insistencia es que la democracia electoral puede ser una especie de ideología, esto es, una forma de electoralismo, o ser parte de alguna. Ni la ideología declarada del PRD ni la del PAN excluyen a la democracia como base de procedimientos públicos. ¿Esto no debe tomarse en cuenta nunca?

Terminamos: no hemos dicho que no existan alianzas ideológicas ni que no deba haberlas, decimos que es un hecho que existen alianzas electorales no ideológicas, que no por eso son contrademocráticas, y que no es cierto que toda alianza política deba ser mediada por la ideología. No dijimos ni diremos que el PRD y el PAN deben aliarse para la elección presidencial de 2018. Los casos -2018 vs. Anteriores- son diferentes porque el ámbito y las condiciones lo son. Lo que argumentamos es, en resumen, que sobre alianzas electorales pasadas y futuras el debate público debe ser mejor.

 

[1] Para mayor claridad analítica y taxonómica sobre la experiencia mexicana, López Rubí propone la distinción entre alianzas antihegemónicas transicionales, empíricamente dependientes de que la transición nacional-federal siguiera en curso, y alianzas antihegemónicas postransicionales, asociadas a la situación y concepto de “enclave autoritario”, cuyo tipo mexicano “clásico” representa la hegemonía priista presidencialista como miniatura local: la supervivencia, el reflejo y la reconstitución más o menos fieles del sistema priista pero a favor del gobernador y su partido.