COLUMNAS: Taberna
Hay maneras
En Le Fantôme de la liberté (1974), el cineasta Luis Buñuel nos habla de la arbitrariedad de los valores que adopta típicamente la burguesía, con una escena en la que, luego de un discurso sobre los cambios que sufre la moral, un personaje declara haber cortado sus vacaciones porque “desde temprano, Madrid estaba sumergida en el olor repugnante, disculpe usted, a comida”. El ejemplo se vuelve hipérbole cuando los personajes defecan socialmente en una sala elegante y acuden a comer en cubículos privados. Dos actos completamente naturales, uno que se vela y otro que se celebra.
En la mesa, la mayor y más reciente afrenta a la convivencia es el celular. Para probar la dualidad propuesta por Buñuel, he optado por llevar conmigo un libro o revista y, cuando la gente con la que estoy acude a su smartphone, yo saco mi lectura, con lo que casi siempre obtengo reprobación general.
Los modales en la mesa muestran ejemplarmente el uso de un bien público, en este caso el espacio. Este espacio es algo al que los mexicanos tratamos con gran desconsideración, pues no sabemos caminar ni andar en bici sin estorbar; conducir sin comprometer el tiempo y la seguridad de los demás, ni usar un baño o parque sin dejar un desastre. El parque Tagle de la colonia Chimalistac, por ejemplo, es invadido por peseros, ambulantes y un “Escuadrón de Juventudes Cristianas”, todos con el objeto común de llenarlo de basura. En Occupied Territory, Rebecca Solnit nota que el espacio existe no sólo de manera física, sino en la economía, conversaciones y política, y que un mapa de estos territorios es un mapa de la distribución del poder.
Nuestro opuesto es el principio japonés de no-molestar, y que los tokiotas ejemplifican silenciando su teléfono en el transporte público, o con el hábito de doblar el periódico en tiras como consideración al transeúnte de al lado. La máxima japonesa viene de una de las concepciones de los modales: la de consideración hacia los demás, como ser puntual o no hablar a gritos. Ésta no es la única, como bien dicta el increíblemente relevante (considerando que fue escrito en 1853) manual del venezolano Manuel Antonio Carreño —padre de la pianista Teresa Carreño, cuyo nombre lleva el teatro más importante de Caracas, segundo en belleza sólo después del Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, con su móvil de Alexander Calder—. También hay normas de comportamiento relacionadas a la economía del hogar, como usar solamente el tenedor en la ensalada, pues el vinagre daña la plata de las hojas de los cuchillos. Antes de que Hugo Chávez entrase al poder —y aun durante sus primeros años—, las calles aledañas del centro de Caracas conocidas como la Candelaria tenían excelentes tascas, como el Bar Basque, donde se comían kokotxas mejores que en el País Vasco, y la mayormente asturiana La Tertulia, que servía un arroz caldoso muy bueno —aunque el mejor, para mí, es el de bogavante de El Angelina (restaurante que también tuvo su cuota de golpistas, notablemente los del 23-F) en Les Cases d’Alcanar, Tarragona, no lejos de donde desemboca el Ebro y se da el mejor arroz de España.
Se comía bien en Caracas, o comían bien los pocos que podían pagar esos cuentones todos rociados de cava y escocés. Hoy en día, caminar por esas calles es impensable, pues la revancha contra un sistema bipartidista oligarca les quitó los lujos a unos pocos para dárselos… a nadie. Los venezolanos se equivocaron al votar por el golpista Chávez, aun si iba contra una alianza entre caciquismo y empresariado equivalente a lo que aquí se denominaría “el PRIAN”, pero se equivocaron peor al tratar de derrocarlo con el golpe de Carmona Estanga en el 2002, que disolvió a la Asamblea. Espero que los dirigentes de las oposiciones actuales hayan aprendido esta lección, y que sirva esto como recordatorio de que, en el juego político, los atajos pueden ser más arriesgados de lo que se suele pensar, aun por la vía electoral. Hay tantas casas vacías en Venezuela, que la novela del gran Miguel Otero Silva, Casas muertas, vuelve a ser pertinente como relato de un éxodo generalizado.
Ciertos modales no buscan mejorar la convivencia sino marcar la estratificación social, como dejar un poco de comida en el plato o poner la servilleta sucia y desdoblada sobre la mesa, maneras que exhiben displicentemente nuestro “mundo” y dejan claro a los demás comensales nuestra pertenencia a cierta clase social. Como ejemplo está el orden en el saludo, pues según la norma debe saludar primero, o presentarse, la persona de “menor importancia”. Un relato pone a un lord que saluda de lejos a una campesina, y cuando su esquire le pregunta por qué saludó él primero, siendo de mayor rango, el lord le contesta: “quién sino yo debe gozar de mejor educación”. Así pues, los modales burgueses no sólo manifiestan sino que justifican la clase social. Que esta correspondencia se haya perdido en casos tan chocantes como los de la Lady Polanco o el Lord Rolls Royce evidencian no una rápida movilidad económica, sino un estándar más bien bajo.
Solnit nos recuerda también otro gran territorio que se pisotea habitualmente: el del derecho a la expresión. La administración actual de los Estados Unidos ha hecho costumbre interrumpir a las mujeres al hablar en la corte. Además de unas nalgadas, al líder de este país le caería bien un libro que recientemente encontré. Se trata del diccionario Larousse ilustrado de buenos modales para niños, cuyo único error es ser más prohibitivo que prescriptivo. Sin embargo, ojeándolo, se descubre cierta lógica en la buena conducta, donde resaltan recurrentemente referencias a “nosotros” y “los demás”: sensibilidad ante el otro.
Hace décadas, un recorrido en una revolvedora hormigonera por la comarca aragonesa me llevó a almorzar en Calanda. “Éste es el pueblo de Luis Buñuel”, le comenté a mi compañero, a lo que me contestó, “qué va, esto no pasa de ser un caserío”, porque a un maño no puede enseñársele nada. Pedimos conejo y cervezas, y aprendí que para distinguir la liebre del gato — algo que jamás había pensado necesario— hay que fijarse en las costillas; las del gato son robustas
y las del conejo planas. Como buen moralista, a Buñuel le gustaba criticar a la burguesía, pero comer y beber sus famosos martinis (Angostura, Noilly Prat, no-agitar) en esas mismas casas. Critiquemos pues, prediquemos si es necesario, pero no desde la demagogia sino con el ejemplo. Y el ejemplo es seguir las reglas, hacer la cola, permitir el libre tránsito de los demás. Respetar. EP
NOTAS
1. Harper’s Magazine, julio del 2017.
2. Otra recomendación anacrónica es la de no platicar en la cocina.
3. Imposible olvidar cuando le preguntan a la protagonista, Carmen Rosa —a quien imagino la definición misma de flor de pantano—, cómo es el mar, y ella contesta con esa sabiduría llanera digna de Simón Díaz, “es como la sabana, pero de agua”.
4. Bajo esta lógica, se debe decir: “Ingeniero, le presento a mi esposa”, y no “Ésta es mi esposa, ingeniero”. Otras excepciones interesantes a poner a la mujer por delante incluyen las escaleras y las puertas giratorias.
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Fernando Clavijo M. es consultor independiente y autor del libro cinegético Marismas de Sinaloa.