ATRACTORES EXTRAÑOS: Sólo los libros sobreviven
He seguido la pista de demasiados libros, los he rastreado con esa manía devoradora del coleccionista que, para colmo, cuenta con fondos más bien limitados, pero logra compensar esa eventualidad con mucho tiempo de su lado, con horas y horas de hurgar en montañas que otros tacharían de basura, recorriendo con la punta del dedo, como quien no quiere quitarlo del renglón, lomos que después de un par de horas parece que ya no dicen nada, cuyos títulos se confunden o conforman uno solo, deshilachado e incongruente, una especie de vasta novela de la búsqueda; lomos en piel de cerdo y lomos desvencijados de cartulina rota; inscripciones doradas y títulos escritos a mano sobre forros improvisados y sucios, que quién sabe desde cuándo terminaron por volverse definitivos. Y aunque mi lista de libros inencontrables pueda permanecer casi sin alteraciones durante meses, y haya primeras ediciones que lleven en la mira más de una década y quizá deba resignarme a no conseguirlas nunca, el volumen que más he perseguido, el que me hizo descender a los peores sótanos de polvo y desorden, el genuino Moby Dick de mis cacerías subterráneas, acerca del cual llegué a convencerme de que en realidad no existía, pues nadie jamás lo había visto, ningún librero de viejo lo había tenido entre sus manos, por más que hubieran oído hablar de él, por más que Alfonso Reyes lo mencione en un párrafo mil veces subrayado y mil veces puesto en duda, es éste: Epigramas, de Carlos Díaz Dufoo hijo, un libro raro de un escritor raro y suicida, tan elusivo como genial, publicado presuntamente en París en 1927, aunque no está claro en qué circunstancias ni por iniciativa de quién —al parecer al cuidado del propio Reyes—, y que más de algún estudioso impaciente se apresuró a incluir en el catálogo de los libros que no existieron nunca, de los libros que sólo existieron a manera de leyenda, como un rumor persistente y pegadizo, que en su momento acaso echaron a rodar los propios autores —más como un anhelo enmohecido que como un engaño triste.
En su texto clásico y pormenorizado sobre la bibliomanía en Francia, Andrew Lang escribe que “puesto que la pasión por los libros es pasión sentimental, la gente en general no le concede explicación”. ¿Por qué, me preguntaba muchas veces a mí mismo, si ya había leído varias veces el libro de Díaz Dufoo aún así lo perseguía y codiciaba? ¿El hecho de que algunos de sus muchos destellos se hubieran grabado en mi cabeza era razón suficiente para afanarme en pos de aquella primera edición afantasmada y quimérica? Si ya contaba con dos publicaciones póstumas, confiables y alguna de ellas (la de José Luis Martínez en 1987) incluso reputada de rara, ¿por qué me demoraba en acechar una sombra, un ejemplar huidizo y quizá sólo soñado con intensidad por su autor, en cuyas páginas por lo demás no encontraría sino lo que ya conocía de sobra?
En este caso, parte de la respuesta estaba —creo— en el halo de imposibilidad que ha acompañado a su autor, en aquella afición suya por escurrirse y devenir un secreto a voces, en el atractivo multiplicado de perseguir la edición perdidiza de un escritor implausible. Si, mediante un rodeo que va de Nietzsche a los presocráticos y de regreso por el camino más llano de los empiristas ingleses, Díaz Dufoo profesó la elegancia de lo elusivo, la estética de la desaparición a través del pesimismo, nada más natural que sus Epigramas no se encontraran por ningún lado y que participaran de ese espíritu a la vez melancólico y risueño de la difuminación y la fuga. Escritor portátil en el sentido de Enrique Vila-Matas, “escritor-que-no-escribe” como lo llamó el propio Reyes, proclive a la inacción definitiva y a preparar, frase tras frase, astilla tras astilla, el exiguo entarimado de su despedida, era de esperarse que su primer y único libro estuviera condenado a borrarse del mapa y a que, como corresponde a lo que se encuentra desde el comienzo en las orillas del no-ser, a todo lo que se ha gestado en los acantilados de la imposibilidad, aquella tirada inverosímil, aquella dudosa edición parisina de 1927 se hubiera contagiado de la repulsa y evasión que atraviesan todo su proyecto, hasta volverse, como los textos mismos que alberga, en algo memorable precisamente a causa de su evanescencia.
Confieso que, como una forma de homenaje al fantasma, pero también como una compensación de aquella búsqueda infructuosa y larga, yo mismo publiqué una nueva edición de los Epigramas, convencido de que se trata de uno de esos libros ocultos que, como escribe Walter Benjamin, “constituyen otras tantas llaves maestras que dan acceso al cuarto trastero de la literatura contemporánea”. Pero quizá también la decisión de sacarlo nuevamente a la luz era un conjuro desesperado para atraer, para llamar a aquel libro vaporoso y obsesionante que se me negaba, como si a través del rito de materializarlo por cuarta vez, gracias a una redistribución en las fuerzas insondables de la balanza libresca, la edición prínceps pudiera salir por fin a la superficie y acabar felizmente en mis estantes.
No me detendré a detallar cómo fue que, tras más de veinte años de cacería y espera, llegaron a mis manos no uno, sino dos ejemplares de la primera edición de Epigramas, ambos firmados con pulso firme y elegante por su autor poco tiempo antes de darse muerte. Tampoco elucubraré acerca de si esa nueva edición que preparamos en Tumbona Ediciones en 2008, con prólogo de Heriberto Yépez y epílogo de Christopher Domínguez Michael (en un emparedado crítico desconcertante, quizás ahora de colección por improbable y explosivo), obró en efecto alguna suerte de hechizo que permitió que no uno, sino dos ejemplares salieran a la venta con diferencia de unos cuantos meses, como piezas huérfanas de sendos rompecabezas desechos por la ruina o la muerte, y que además cayeran en las redes que con perseverancia de araña había ido tejiendo con los años entre mis amistades y contactos del submundo de los libros usados. Me limitaré a decir que, tras revisar centímetro a centímetro cada uno de los libros, tras medir con regla la prodigalidad de sus márgenes y la proporción envidiable de su caja tipográfica, después de cotejar el orden, la puntuación a la francesa y los pasajes dudosos de esos aforismos que ya me sabía de sobra, una vez que comparé las dedicatorias y me cuestioné una y otra vez si tendría más valor el ejemplar que estaba fechado el año de su aparición, en 1927, o bien aquél en que Díaz Dufoo había estampado su firma en septiembre de 1931, a muy poco de hacerse a un lado definitivamente del mundo (ejemplares 433 y 637 de un tiraje desacostumbrado de 656), y, en fin, después de conservar el que me pareció en mejor estado, aquel libro tantas veces soñado, que ya me había resignado a aceptar que no existía de tan escurridizo, me llevó a reflexionar sobre la vigencia de las reliquias en un mundo cada vez más homogéneo, cada vez más desencantado e indiferente.
La incomprensión generalizada a la que alude Lang en torno al cazador de libros tiene que ver con la difícil posición en que se encuentran las reliquias en la actualidad, con esa reserva o franco desdén hacia la idea de lo único en medio del triunfo de la uniformidad y la producción en serie; con la resistencia a creer que, por alguna particularidad de su historia, ciertos objetos, en buena medida indistinguibles de los demás, que tal vez hayan ido a parar al vertedero o se vendan como peso muerto en los depósitos, puedan estar cargados de atractivo, del aura de lo primigenio o de lo irrepetible.
Para los propios cazadores, para la familia variopinta y quizás irreconciliable de los coleccionistas, un mero fetichismo no es nunca un mero fetichismo; ésa es la sola máxima que comparte esa extraña raza de hombres por lo demás incompatible y sectaria, que quizá poco o nada tendrían que decirse más allá de la constatación mutua de la incomunicabilidad de sus obsesiones y de la fuerza de sus furores. Es la convicción arrolladora —al final de la cual se asoma a veces la ruina o la desesperación o la locura— de que en medio de la repetición de las cosas, a orillas del oleaje indiscernible de lo mismo, todavía brillan ciertas conchas con destellos secretos; todavía, aquí y allá, en desvanes o en estantes mohosos, en sótanos o en cajas que nadie abre, ruedan algunas joyas inaparentes con ese fulgor oscuro de los objetos de deseo.
Como si pudiera remontarse en el tiempo a través del propio libro, a través de su materialidad y su contacto, el rastreador de libros busca aquellos indicios y huellas que puedan conectar un ejemplar lo más posible con su autor; persigue en particular aquellos volúmenes que pudieron haber estado en manos de quienes admira, de aquéllos que no han dejado de hablarle en silencio a través de las viejas manchas ordenadas de tinta; la edición que en su momento quizá sostuvieron Beckett o Borges o Baudelaire al desembalar, con alegría y satisfacción y algo parecido a la taquicardia, el paquete del editor que quizá ya se demoraba demasiado; las mismas páginas en que pudieron detenerse sus ojos para recordar algún pasaje o para leerlo por primera vez en voz alta; la caja tipográfica y la textura del papel en cuyo margen acaso pudieron hacer anotaciones para ediciones futuras y que, de haber estado efectivamente en su poder, han de estar plagadas de sus huellas digitales, de su aliento de algún modo embalsamado entre las hojas, de esa fina capa indefinible de adiciones y desgastes que llamamos pátina.
No tiene caso ocultar que yo he seguido con la yema del dedo el curso de la firma de Díaz Dufoo hijo; que he buscado adivinar en la presión de la pluma, en los contornos de su caligrafía esmerada, en la extrañeza de su pulso de dandi, algo de su talante al mismo tiempo inaprensible y bromista, alguna clave de su voluntad de autodesintegración; como si en esos trazos deslavados pudiera leerse ya su destino de artista-casi-sin-obra. Pero también lo he hecho como una vía de aproximación a su espectro, a su rostro nunca visto en fotografía alguna, como una forma de invocación supersticiosa de su precisión sarcástica y de su inconstancia puntiaguda.
Entre la gran variedad y abundancia de libros, en la catarata inagotable de las demasiadas novedades y ahora los demasiados formatos, sólo las primeras ediciones, los libros raros y los ejemplares firmados —por no hablar de los manuscritos— dan pie a esta clase de asociaciones, a esta navegación río arriba en el tiempo, a este ejercicio de la ensoñación y del apego. Sólo ellos permiten, como escribió Benjamin, “la relación más profunda que se pueda mantener con las cosas”: ese vínculo sentimental e intransferible que va más allá de la posesión, más allá de la avara felicidad de resguardar un tesoro, en que las cosas, los libros, no sólo comienzan a estar vivos en uno, sino que uno comienza a estar vivo en ellos, es uno mismo el que termina por habitarlos, el que se acompasa a su tiempo y se repliega y acoraza y de algún modo desaparece en su interior. EP
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Luigi Amara es poeta, ensayista y editor. Desde 2005 forma parte de la cooperativa Tumbona Ediciones. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998, el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su obra más reciente es Nu)n(ca (Sexto Piso, 2015).