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ATRACTORES EXTRAÑOS: Talento para la caída

Luigi Amara | 01.01.2018
ATRACTORES EXTRAÑOS: Talento para la caída

Para Ana Emilia, Canek, Carmen y Saúl


1

 Un peso muerto se desploma desde lo alto mientras los hombres se ocupan en sus tareas cotidianas. Un peso muerto, rápido como un aerolito, se apaga como un tizón al tocar la superficie del agua. Los hombres interrumpen sus actividades y miran al cielo preguntándose si ese bólido habrá sido una señal, el anuncio de algo importante o tal vez terrible, y se rascan la cabeza como quien sospecha que todo no ha sido más que un sueño. En lo alto no se distingue ni siquiera una estela de humo, sólo el aleteo desordenado de unas plumas huérfanas que poco a poco se posan sobre el agua. Aunque no parecía que esas plumas terminarían nunca de caer, con su suave vuelo inconexo e inútil, su flotación deshilachada perdura aún por mucho tiempo en el recuerdo de quienes vieron caer al cuerpo extraño.

 

2
 
Algo que cayó del cielo y que podría ser el comienzo de una plaga bíblica. Algo inerte y lejano, que acaso dibujó en el aire una ambigua advertencia, con ese alboroto de plumas que hacía que el desplome se antojara más veloz y prodigioso y a su manera amargo. Tal vez a causa de la distancia, de la confusión de alas y espuma —esa breve explosión blanca que algunos juraron atisbar desde la orilla—, todo sucedió en absoluto silencio, como si sólo hubiera tenido lugar en el cielo de la imaginación. Pasaron las horas y los días y nada más volvió a precipitarse desde lo alto, nada que anunciara una plaga o calamidad futura. Simplemente ese cuerpo inusitado que caía en picada, ese desplome irrepetible que nadie en los alrededores vio ascender y que, por lo mismo, no podía trazar en sus mentes el arco de una derrota.


3

 La caída es presenciada por hombres que no aspiraron jamás a tanto, que simplemente andaban por allí y tal vez en ese momento miraban el suelo distraídos o fatigados. W. H. Auden, en su poema “Musée des Beaux Arts”, señala, a propósito del óleo atribuido a Brueghel el Viejo, Paisaje con la caída de Ícaro, cómo un acontecimiento asombroso —un muchacho cayendo del cielo— se da precisamente mientras los asuntos humanos siguen su curso acostumbrado y los hombres no se toman siquiera el tiempo de sobresaltarse o de señalarlo con el dedo. Absorbidos por sus quehaceres mundanos, esa caída no tenía por qué significar para ellos un fracaso importante, así que siguieron arando la tierra, pastoreando a sus ovejas o pescando en el mar.


4

También William Carlos Williams, en otro poema célebre a propósito de ese mismo cuadro, se detiene en la aparente indiferencia ante lo que debería contar como un hecho extraordinario (y, al menos para Dédalo, también como una tragedia, pues había enseñado a volar a su hijo y le había advertido sobre los peligros de dejarse tentar por los extremos: ascender demasiado, como acercarse al ras del mar, podría resultar fatídico para las alas postizas). La zambullida, que hace que muchas de las plumas se pierdan en la espuma repentina, no parece llamar la atención de ninguno de los personajes representados en el cuadro, pese a que Brueghel imagina el día claro y primaveral, seguramente algo caluroso, pues no por nada la cera de las alas efectivamente se derritió.

5

Al mirar el cuadro se diría que la caída y el impacto contra la superficie del agua hubieran sucedido en silencio, a la manera de un acontecimiento puramente pictórico, con esa mudez metafísica que transmiten a menudo los óleos, pese a que en el interior del cuadro todo se antoja más bien próximo y hasta demasiado cercano, con el cuerpo de Ícaro hundiéndose en el agua justo enfrente de un pescador que no parece reparar en nada, más que en su sedal, y una embarcación igualmente absorta en sus obligaciones, ocupada en sus velas y aparejos. Una zambullida que debió causar un estrépito considerable —al menos mayor del que podría despertar cualquier ave marina—, pero de la que nadie se percata, precisamente como si el viaje de Ícaro, el trazo que dibuja en el aire hasta hundirse en el mar, no significara gran cosa para nadie más.

 

6
El poema de Auden, menos ceñido al cuadro de Brueghel que el de William Carlos Williams, se plantea de manera general el lugar del dolor en medio de nuestras vidas, la posición humana del sufrimiento y la tragedia. Cómo, mientras alguien agoniza en el cuarto de al lado, los niños juegan y corren de aquí para allá despreocupadamente; o cómo, desde la calle, la gente puede deslizar el dedo distraídamente por una pared, sin sospechar que justo detrás algo atroz ocurre en ese momento. Y aunque desde luego ésa debió de ser una de las intenciones del cuadro: mostrar de qué manera el mundo puede ser completamente ajeno a las aspiraciones, fracasos y desgracias de los otros (Mario Praz, al comentar la tela, recuerda el viejo proverbio alemán que Brueghel seguramente conocía: “Ningún arado se detiene por respeto a un hombre que se está muriendo”), hay algo incómodo y un poco inverosímil en la escena, no sólo por el sol menguante y a punto de ocultarse en el horizonte —en lugar de, como cabría esperar, un sol poderoso e irresistible en el cenit—, sino por algo incongruente que contraviene lo que creemos saber sobre las reacciones emocionales de los seres humanos; algo que hace pensar, en todo caso, en la caída del meteorito frente a los dinosaurios, en la inmensa bola de fuego que rasga el horizonte mientras ellos estiran sus cuellos colosales para alcanzar un poco de follaje fresco, y rumian tranquilamente las hojas, por supuesto sin pestañear.

 

 7
Si los mismos testigos hubieran sido los que vieron caer a Ícaro al agua no está muy claro si habrían permanecido indiferentes. Al igual que los asistentes al despegue del transbordador espacial Challenger una fría mañana de enero, si hubieran visto el arco completo de su vuelo, si hubieran presenciado durante unos minutos el prodigio de surcar la atmósfera y remontarse cada vez más alto, y de golpe su explosión y la espesa columna de humo todavía ascendente, y a continuación las distintas estelas blancas de su insoportable caída por el cielo, difícilmente habrían permanecido de piedra ante su zambullida final.
En el pasaje de Las metamorfosis donde Ovidio cuenta la caída de Ícaro, ya figuran el labrador, el pastor y el pescador que más tarde aparecerán en el cuadro de Brueghel; sin embargo, lo que atestiguan, antes que la caída de un muchacho con alas, es el fantástico vuelo de un padre y su hijo, escapándose de su confinamiento en la isla de Creta. Al contrario de la indiferencia frente a su infortunio, Ovidio destaca la maravilla que les produce contemplar esa escena inusitada, a ese par de hombres-pájaro desplazándose en el aire a los que toman por seres divinos.

 

8

Ya que las ondas se han calmado en el agua después de la caída, no faltará quien mencione la palabra “soberbia” y sentencie alguna barbaridad sobre la desmesura de los sueños y la impertinencia de pretender lo imposible, de dejarse llevar por la búsqueda de más y más. Previsiblemente recordará el verso de Petrarca, “A cader và chi troppo in alto sale” (“Ha de caer quien sube demasiado alto”). Pero en ese querer más, en esa fiebre por la osadía, en ese deslumbramiento por la luz del sol, hay mayor dignidad que en todos los comentarios moralizantes que lo censuran, pues incluso esa caída estrepitosa supone, con todo su poético patetismo, la salvación a través de la derrota.

 
9

La posibilidad del fracaso está siempre presente en aquél que se deja arrastrar por sus ilusiones, y quizá sea esa misma posibilidad la que mantenga viva la chispa de la audacia. Nada lo disuadirá de dar finalmente el salto, nada lo detendrá en su carrera desaconsejada, ya que no intentarlo, no acudir al llamado de lo imposible o lo prohibido, de lo demasiado ambicioso o lo desviado o lo fuera de lugar, constituiría un fracaso mayor, el fracaso insoportable de cruzarse de brazos en medio de la comodidad.

 

10

Acaso Ícaro no sólo se sentía atraído por la proximidad del sol, por el vértigo de las alturas, sino que también lo llamaba la caída. Tras el prodigio de volar, tras la delicia de flotar en el aire, caer, desplomarse como un peso muerto, podía ser otra forma de alcanzar la cima.

 

11
 El deseo de ascender, de llegar más lejos que ninguno, comporta cierta rebeldía y hartazgo, cuando no el destello inocultable de la insatisfacción. Un día, padre e hijo se hartan de ser prisioneros de la misma isla y dejan de entender sus brazos como lo que siempre han sido, meras extremidades humanas, para reinventarlos en lo que pronto se convertirán: en el esqueleto de dos pares de alas. ¿Qué importa entonces el fracaso de su vuelo si ya en ese mismo acto de transformación del cuerpo, en el delicado arte de convertirse en pájaros, llegaron más lejos que todos?

 

12

Nada hay más terrible que los pequeños fracasos, esos tropiezos menores que no logran derribarnos y a la larga sólo nos envanecen, haciéndonos creer que hay algún mérito en no haber tropezado, en no haber caído de bruces y enterrar la nariz en el fango, privándonos con ello de la posibilidad de contemplar nuevamente las cosas desde abajo, a ras del suelo, con la cabeza en el lugar que corresponde a los pies.

 
13

 El punto de altura máxima al que llegó en su vuelo, ese punto en que sus alas comenzaron a languidecer y se vio cegado por tanto resplandor y fuego, ese punto después del cual todo sería caída libre, quizás equivalía, para Ícaro, al sol.


14

Este recuento paralelo que da Pausanias lleva a pensar en Palinuro, aquel piloto de la nave de Eneas que, a punto de completar la hazaña, cae o se deja caer o es arrojado por la borda por los dioses para encontrar una de las muertes más cómicas y al mismo tiempo melancólicas de la Antigüedad. Y es precisamente el hilo que lleva de Ícaro a Palinuro el que permite defender, en la estela de La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly, la dignidad del fracaso, esa oscura e insistente repugnancia al éxito, a la idea de victoria, que los lleva a ambos a desertar, a caer, ya muy cerca de la orilla prometida, e inclinarse por “la ribera incógnita”.La versión que da Pausanias de la caída de Ícaro es menos fantástica y aérea que la que terminó por imponerse en el imaginario: lo que habría inventado Dédalo para escapar de Creta serían las velas de los barcos, ese artificio ahora consabido y se diría que natural para valerse de la fuerza del viento, pero que hasta entonces nadie había desarrollado. Según se lee en la Descripción de Grecia, padre e hijo habrían huido mediante este ardid, dejando atrás a los remeros de la escuadra de Minos que los perseguían. Ya muy cerca de una isla y de la salvación, Ícaro, piloto todavía inexperto, no habría podido controlar la nave y naufragó.

 

15

¿Y no es después de todo un poco odiosa la belleza de quien consigue algo, del hombre triunfante y satisfecho, comparada con el fracaso de quien procuró lo imposible? EP

 

 

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Luigi Amara es poeta, ensayista y editor. Desde 2005 forma parte de la cooperativa Tumbona Ediciones. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998, el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su obra más reciente es Nu)n(ca (Sexto Piso, 2015).

 

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