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OCIOS Y LETRAS: A sesenta años de las “Minucias del lenguaje”, de Salado Álvarez

Miguel Ángel Castro | 01.01.2018
OCIOS Y LETRAS: A sesenta años de las “Minucias del lenguaje”, de Salado Álvarez

El 7 de septiembre de 1923, Victoriano Salado Álvarez leyó su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, “Méjico peregrino. Mejicanismos supervivientes en el inglés de Norteamérica” —que fue respondido por Federico Gamboa, compañero suyo de generación y cuitas posrevolucionarias—. Ahí consideraba que:

 

       Así como nuestra lengua posee palabras que son restos de antiguas civilizaciones, de ideas y de prácticas olvidadas, e inconscientemente y sin de ello darnos cuenta, las traemos a colación, así vemos verificarse a nuestra vista la transformación dialéctica de palabras del castellano, puro o mejicanizado, que pasan dentro de una lengua extraña como fragmentos de soles apagados que hace siglos dejaron de calentar con su fuego y de deslumbrar con sus resplandores.

 

La experiencia de vida en Estados Unidos llevó a don Victoriano a pensar que el español estaba en riesgo de extinción en ese país y a preguntarse: “¿por qué no había de procurar la Academia Española aprovecharse de ese caudal lingüístico y del que está esparcido en muchísimos lugares en que España dominó, a fin de perfeccionar y aumentar su acervo, de legitimar y aprovechar las formas americanas que sean de ley y enriquecer el idioma mediante la reivindicación o la aprobación de las razonables y dignas de la consagración del Diccionario?”. Presentó entonces algunos casos que había estudiado durante los años de exilio, páginas de “filología vernácula”, “concebidas en la soledad, compuestas en la tristeza, y presente siempre el recuerdo de la tierra ausente”. Salado Álvarez dedicó esa disertación a José María Roa Bárcena, académico del siglo anterior cuya silla, la X, él ocuparía formalmente.

El interés por el lenguaje lo llevó a catalogar voces y sus usos en el sur y el occidente de Estados Unidos; le parecían importantes y numerosas las “castellanas puras” y otras del “castellano hablado en México”. El catalogar palabras y expresiones fue para don Victoriano escribir historia, pues, entre otras cosas, aseguraba que éstas prueban la vitalidad de las civilizaciones y su influencia en los espíritus.

En 1924, Salado Álvarez dio rienda suelta a su gusto por la lexicología, pues el Excélsior le otorgó un espacio en sus páginas para que, bajo el seudónimo de Hablistán, un “modesto glosador”, publicara unas “Minucias del lenguaje”, artículos eruditos de difusión sobre el uso del español y la historia del léxico. Estudió en esos textos palabras que cubren la evolución del español, del siglo xvi —cuando en su opinión tiene lugar el “mestizaje lingüístico”— al siglo xx. La colaboración en el diario de la “vida nacional” duró aproximadamente tres años, y treinta años después, en 1957, su nieta Ana Elena Rabasa reunió ciento cinco de esas “Minucias” en un volumen editado por la Secretaría de Educación Pública.

Las “Minucias del lenguaje” de don Victoriano muestran la agudeza filológica de su autor, así como el ánimo de resaltar las aportaciones de los hablantes mexicanos al caudal del español. Sus trabajos lingüísticos y filológicos se condujeron bajo las premisas expresadas en el discurso citado: “Las palabras tienen su vida, su autonomía, su razón de ser; obedecen a razones étnicas, eufónicas, e históricas que yacen en la constitución misma del pueblo, en sus antecedentes y en su modo de manifestarse”. Y, desde luego, combativo como era el escritor jalisciense, se lanzó contra aquéllos que pensaban que el lenguaje es reflejo íntegro de una realidad inmóvil: “Gentes hay para quien el lenguaje es cosa inmutable, asentada y segura. Tienen su símbolo de la fe que está explicado en las muchísimas páginas del diccionario… que cambia a cada edición como para demostrarles que no hay nada definitivo en estas cosas”.

Salado Álvarez dio título a su columna con ironía, ya que introduce a los lectores, de manera precisa, a un entramado de términos que podrían percibirse como de una trascendencia menor cuando en realidad sucede lo contrario, pues lo que trata está lejos de ser “menudencia, cosa de poco valor y entidad”. Sin embargo, el objeto de estudio, las palabras populares —cuyo origen comúnmente se desconoce—, constituye pequeños detalles significativos en nuestra lengua, derivaciones lingüísticas a las que da sentido el propio hablante.

La edición de Ana Elena Rabasa presenta los artículos de Salado Álvarez por temas o asuntos y no de acuerdo con la fecha de su publicación en el diario. De esta forma, la primera parte, que está constituida por cinco minucias, se dedica, sobre todo, a las cuestiones más globales del español, ya sea mexicano, o bien, a aspectos más generales. Destacan “La geografía lingüística mexicana” y “La pureza de las lenguas”. Esta última es una apología al quehacer del filólogo. Sigue un conjunto de siete minucias dedicadas a los “mexicanismos”, entre las que se encuentran “Dos posibles mexicanismos”, “El origen de zumbar. Un mexicanismo desconocido en México” y “Mexicanismos olvidados en El Periquillo”. Le precede un grupo mayor de treinta y siete artículos sobre palabras de origen náhuatl. Por lo regular son muy breves y su carácter es etimológico: “El chapopote y el chapapote”, “Mameyes y zapotes”, “El chabacano”, “Coco y cocolistle”, “El guajolote”, “El chicle y el afeminamiento”, “La cholla y la jolla”, entre otros. La siguiente división reúne voces de origen latino o isleño, por ejemplo: “El cadejo”, “El lépero”, “Zurumbatos y cotijas”, “Carátula. Voz americana que sigue fuera del diccionario”, “¿El plátano es americano?”. Sigue un conjunto de minucias, digamos, “internacionales” formado por vocablos de un origen en principio desconocido y que, tras el estudio filológico, se revela su procedencia distinta del español de Latinoamérica, como “Hindús, indios e indígenas”, “Gachupines, chapetones y baqueanos”, “El gringo” y “El jonuco”. Precisa el significado, la ortografía o indicar el uso correcto de ciertas palabras problemáticas: “El quepis y el casco”, “Ciénega o ciénaga”, “Los ejidarios y no los ejidatarios”, “¿Genaro o Jenaro?”, “Parar, pararse”, “chocan y chocante”, “Padre santo o santo padre”, “Grande-familiar”, “Parquear” y “¿Aeroplano o aereoplano?”.

Algunas minucias son interesantes y su discusión sigue vigente; tal es el caso de gringo. Salado Álvarez señala que ya desde el siglo xviii se utilizaba esta palabra en Málaga y en Madrid para referirse a los extranjeros que pronunciaban el castellano con dificultad, sobre todo los irlandeses. Alude a una explicación basada en una anécdota que leyó en 1893 en el diario El Tiempo, y que sugiere que el vocablo mencionado proviene de la frase “Green grow the rushes”, estribillo con el que comenzaba una canción que entonaban los marineros de unas embarcaciones inglesas que arribaron cierto día a Mazatlán y que, de tanto verlos pasar cantando, los mexicanos de aquel puerto decían “allí vienen los gringos”, generalizándose después el término en todo el país. No obstante, se adhiere a la opinión de Joaquín García Icazbalceta, y así lo advierte: “Y tan no andaba deslumbrado nuestro gran filólogo, que antes y después de la guerra con los Estados Unidos la palabra era ya popular en México y en los Estados Unidos. Lo prueba el hecho de que el precioso libro de Henry A. Wise, Los gringos, fue impreso en Nueva York en 1850, y las noticias del señor Ramírez proceden de 1851; ya se sabía, pues, que aquí llamaban gringos a los americanos y la cosa debe de haber sido antigua y popular”. Don Victoriano concluye que “la palabra gringo no es, pues, cosa nuestra, ni la hemos visto inventar [...]”, y escribe: “Yo no soy enemigo de que se usen locuciones o frases extranjeras y cuando se emplean bien y oportunamente, llegan bien traídas y proceden de fuente segura, le dan al discurso elegancia y primor”.

Salado Álvarez estaba convencido de la importancia que tenía la formación escolar: “Enseñemos a las gentes a hablar bien y no les echemos a perder lo que tienen de sentido común y de justicia en sus dichos”. Asimismo, hacía hincapié en los préstamos lingüísticos, neologismos y castellanizaciones de algunas palabras de origen distinto al español. En “La geografía lingüística mexicana” encontramos la siguiente clasificación: “El substrátum dialectal en México es tan complejo como variado. Lo componen: el material indígena precortesiano; el material criollo y mestizo de la época colonial; el material indígena de los siglos de la dominación española; los de las diferentes razas y castas de la época posteriores a la independencia”.

Parte importante del conjunto de las minucias son las palabras correspondientes a la cocina y a la gastronomía mexicanas. Actualmente encontramos numerosos nahuatlismos, como cocol, zapote, chabacano, plátano, maíz y chicle. Al conocer una lengua accedemos a la cosmovisión de una colectividad. La introducción de nuevos vocablos al español mexicano implicó la inserción de una nueva realidad, antes inexistente para los hablantes de nuestro país: “Rica es nuestra tierra en modos de hablar pintorescos y graciosos”, aseguraba Salado Álvarez. Igualar la importancia entre lenguas prehispánicas y lenguas europeas, como el inglés y el francés, implicó el rechazo a la creencia de una jerarquización lingüística, por lo que él consideró a las lenguas originarias de América como parte del árbol genealógico de la humanidad, y no sólo como manifestaciones propias de una latitud en particular.

El reconocido escritor oriundo de Teocaltiche, Victoriano Salado Álvarez, merece ser recordado a ciento cincuenta años de su nacimiento (30 de septiembre de 1867) por muchos motivos, uno de ellos la labor que realizó como académico de la lengua y filólogo diletante. Por la intención, erudición y amenidad del nombre de su columna en el Excélsior, “Minucias del lenguaje”, el doctor José G. Moreno de Alba, paisano suyo (originario de Encarnación de Díaz, “La Chona”, como solía decir), usó ese mismo título para publicar sus propias reflexiones lingüísticas durante gozosos y productivos años en diversos medios; de hecho, las últimas “minucias” de Moreno de Alba vieron la luz en páginas de la revista Este País. Sean estas líneas un sencillo homenaje a los minuciosos don Victoriano, doña Ana Elena y don José.  EP

 

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Miguel Ángel Castro ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español como lengua extranjera. Especialista en cultura escrita, forma parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM. Investiga la prensa decimonónica y rescata la obra de Ángel de Campo, Micrós, y Luis G. Urbina. El viajero y la ciudad (2017), libro coordinado y editado por Castro, reúne 23 ensayos sobre la literatura de viajes.

 

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