#Norteando: Fantasías optimistas para 2018
Los últimos dos años han sido —políticamente, por lo menos— desastrosos para los que favorecemos el liberalismo competente. Durante este lapso, ha ido creciendo un autoritarismo blando en muchas partes de Occidente, el corazón de la democracia liberal. Ha surgido una nueva clase de líderes mundiales —Duterte, Farage, Le Pen y Trump, entre otros— que utilizan el populismo barato y la corrupción abierta.
Por más deprimente que sea este fenómeno, el año nuevo es un buen momento para darle vuelta a la hoja, tanto para los individuos como para los Estados. Y en ese espíritu, espero que el 2018 nos traiga de vuelta tres virtudes que, en el mundo político, se han destacado por su ausencia.
Primero, la responsabilidad. La función más básica del gobierno es administrar y proteger el bienestar público. Este objetivo requiere que un buen gobernante subordine sus preferencias e intereses particulares a un concepto más amplio del bienestar.
Por ejemplo, puede ser ventajoso a corto plazo que un presidente destruya el presupuesto para asegurar su reelección o para beneficiar a quienes lo apoyan, pero genera un costo que la ciudadanía inevitablemente tendrá que pagar. Tampoco beneficia a los intereses de la sociedad atacar inmigrantes como si fueran la fuente de todos los males, aunque sea electoralmente eficaz. Las oportunidades para aprovecharse de un puesto público para lucrar son muchas, pero el interés público es otro.
En fin, que nuestros líderes se porten como adultos, no como adolescentes delincuentes.
Segundo, la modestia. El crecimiento de los medios modernos, que se enfocan en un mercado de millones de personas, favorece a los políticos con un poco de carisma farandulesco. No hay nada nuevo en eso.
Sin embargo, hay una línea delgada entre el carisma farandulesco y el narcisismo egocéntrico, tal como la hay entre saber explotar la imagen pública para fines productivos, y dedicarse principalmente a la imagen pública en sí. Y los años recientes han producido un exceso de estos narcisistas que son sirvientes de su ego y su imagen popular, de Putin a Peña Nieto.
De cierta forma, este acontecimiento no es sorpresa: si ser un payaso vulgar representa una gran ventaja para ganar elecciones, nuestros líderes serán una bola de vulgares. Pero es una lástima, y hace falta que los políticos le den prioridad a la administración pública, y no a la autopromoción.
Tercero, la capacidad de sentir vergüenza. Una gran parte de lo que guía el comportamiento humano no son las reglas o leyes, sino las normas sociales. Por eso no nos ponemos a gritar en un café ni insultamos a los meseros que se equivocan; no porque sea ilegal o porque nos pueda perjudicar, sino porque está mal visto.
La misma lógica aplica para los líderes políticos: mucho del comportamiento que preferiría no ver en ellos —desde cobrar una entrada a sus fiestas de Año Nuevo hasta dar discursos en Wall Street a cambio de pagos exorbitantes— no es ilícito, pero es reprobable de todas formas.
Sin embargo, para que rijan estas normas, los políticos tienen que contar con la capacidad de avergonzarse ante el repudio público. A demasiados líderes actuales les importa poco. Para los que no tienen vergüenza, lo único que los frena son las leyes y la posibilidad de castigo, y éstos representan una herramienta muy imprecisa que deja espacio para muchas acciones muy reprochables.
En lugar de estos tres atributos que son la marca de los decentes, los líderes de hoy ofrecen mezquindad y egoísmo. Priorizan su ego por encima de las necesidades de su país. A veces hasta parece que actúan con el fin explícito de dañar a la ciudadanía e insultar la inteligencia de sus votantes, como un rey rencoroso de antaño. Este modo de gobernar no es digno de una democracia en el siglo XXI.
Quizá les parezca ingenuo pedir más responsabilidad y modestia de los políticos —si fueran modestos y responsables, a lo mejor buscarían otro oficio— pero también lo es decir que voy a perder 10 kilos y ver menos tele en este 2018. De todas maneras, cada año hago lo mismo. En fin, es la época de fantasías optimistas.