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CORNUCOPIASAmor es comer(entre)nos

Antonio Calera-Grobet | 01.02.2018
CORNUCOPIAS: Amor es comer(entre)nos

Entre los grandes placeres de la vida hay uno particularmente querido, quizá porque se levanta sobre el erotismo: comer con la persona que uno ama. Ya no digamos cocinarle. Preparar y compartir los alimentos con el ser por el que hemos perdido el seso constituiría para los corazones una suerte de ofrenda, húmeda y vaporosa, fresca e invasiva, que simbolizaría no sólo lo que sentimos, sino una ofrenda a la vida misma, al destino que nos unió para compartir nuestro tiempo como seres de maíz.

En nuestros más íntimos universos paralelos, en donde nos imaginamos al fin libres y sedientos, fuera de oficinas y trayectos, comemos cotidianamente con el amado. Ahí es donde queremos estar. Más que con dinero y poder, acumular bienes como nivel más bajo del ser, lo que más deseamos es sentarnos a una mesa: estar frente al otro y al centro, un plato, y frente a nosotros, una plaza, una bahía, una selva. Eso. Justo lo necesario en el sueño: tomar un par de vinos, contar la pesadez de la rutina, al fin sentirnos unidos, aglutinados, no sólo por fundirnos con el otro sino con nosotros mismos. Ahí con la otredad elegida, en el saboreo de una paz lenta, suave, cansina, ya sea en la cama, un restaurante, en el sofá viendo una película.

¿Recuerdas tus primeras citas? ¿Cuando saliste a su encuentro para tomar un helado, un café, una cervecita, cuando se refinaron con sus taquitos de puesto blanco, dieron cuello a esa lasaña, finiquitaron la pizza derritiéndose, tibia y hasta fría? ¿Al huir del trabajo, la fritanga en el tianguis, los mariscos del mercado, la rica comida corrida frente al parque? Claro que sí. Y es que comer con el otro amado es mucha cosa. O lo es toda. Porque ahí, sin saberlo, es que recargamos las energías para regresar, de nuevo, una y otra vez, a darle duro a la vida, por lo menos a esa realidad concreta que, en su dureza, nos cala, nos raya, nos lastima.

Tal vez en ese momento de encuentro, replegados al fondo de la morada, a solaz pleno, seguros y en sosiego, sin darnos cuenta, al compartir el pan es que nos rellenamos además de alimento, de deseo. ¿No son esos momentos los que la gente recuerda ya de vieja? ¿Lo que nos dicen los más sabios y medio les hacemos caso? ¿Radica ahí acaso el meollo de las cosas, su médula, lo que hay que atesorar de la belleza, la cosa más plena de la existencia?

¿Y por qué no les cocinamos? Porque desde imaginarlo comenzaría un sueño compartido más, avivaríamos el deseo. Pensar en qué se le antojará a ese ser querido, a nuestro ser amado, qué le sorprendería si de pronto le destapáramos un plato. Inauguremos, pues, ese momento en que nos adentraremos de nuevo en la burbuja, construiremos un compartimento secreto para la caricia, el lenguaje propio del “entre nos” para el olvido del tedio y el agravio, al menos el fin ilusorio de nuestras penas, un subidón de energía. Porque no hay duda de que ahí el lenguaje será otro, nacido como una metáfora más del erotismo, que ya es metáfora de la sexualidad, tal como lo escribiera en La llama doble el poeta Octavio Paz. Es ahí que el guiso se torna en poema, la gastronomía en una forma de poesía que, leída con todos los sentidos del cuerpo, engullida y conjugada por los pares para la delectación más profunda, en una poética de untos y caldos, humores y sabores, fibras y texturas, sería en verdad una envidia de los dioses. Y en donde todo eso que observamos en museos, convertido en naturalezas muertas y bodegones, en sobremesas y sendas despensas, la cornucopia de cuerpos y alimentos, dejaría de ser meras carnes y guisos, frutas y legumbres, y se convertiría en alimento para ungidos. Para amantes que se nombraron como espíritus afines, los elegidos. Aquí, sobre la mesa, tocados por ellos, los alimentos son más. Se han metaforizado, resemantizado, imantado con la gracia de la cultura. Son surtidores de deseo. ¿Acaso no nos prenden de placer y voluptuosidad, detonan nuestra hambre fervorosa por el otro? ¿No sólo son estos alimentos más que sola comida, más que mero fiambre para engullir, no acaso fetiches, hasta amuletos de la misma sustancia de la que están hechos los más altos sueños?

Porque, a fin de cuentas, entre aturdidos y confundidos, a tientas y a ciegas por un placer que los revienta, los amantes, al comer, se comen a ellos mismos. No en una antropofagia real, por supuesto, límite roto de la luz negra, luciferina del amor, pero sí como una ficción emprendida a cabalidad, una obra del más alto romanticismo, el primero, el de la tormenta y la pasión, teatro para dos, un “comerse” ritualizado, una ars poética para interpretarse en la alcoba, en la campiña, en cualquier espacio que los amantes decidan, siempre y cuando les permita, tal y como sucede en los guisos y platillos al centro de los calderos, por calor de los fuegos, consumirse.

Así que manos a la obra. A inventarse la nueva torta, reavivar esas quesadillas, levantar al cielo aquel pescado frito que vimos por televisión.

Ahora bien, si los aperitivos y los tentempiés abren el apetito, la imaginación culinaria abre las personalidades: las hace más libres y creativas, absolutamente más interesantes: cuando rompan los primeros hervores, romperán también en nosotros nuevas maneras de pasar el tiempo, se salsearán los ánimos con nuevas fórmulas, nos olvidaremos de nuestro molde más aburrido, seremos más abiertos. Y nada tiene que ver aquí la experiencia o la pericia. Más que nada se requiere a la picaresca como principal ingrediente, como técnica, como magia, como libertad inventiva. Imaginemos el escenario: una cocina lista, sus hornillas dispuestas, el taller de fuego a punto para sacar lo mejor de nuestro adentro. Nada malo puede pasar. No nos detengamos. Todo lo que ensuciemos lo sacaremos con un trapazo. Atrevámonos a la alquimia. Que los que se aman se coman, se atraganten, se vuelvan a comer. Acaso armados de trapos y recetarios, con un delantal nos basta, nada de filipinas. Guarecidos ahí, en la cueva de los nuevos sabores, lejos de las bestias del exterior, eso que podemos llamar los grandes errores del sistema (todo eso que ataca a la placidez, a la paz interior, unos les llaman cosas de industria o empresa, otros, ideologías, programas, corporaciones, juntas directivas o meramente tareas a secas), es que podremos ser libres para crear.

 

National Museum of Denmark @ Flickr Commons

 

Veamos. Para que nuestro amante sonría, para que el ser amado se chupe los dedos y se regocije, habría apenas que atreverse a unir. La cocina que nos gusta, repasémosla, requirió de atrevimiento. Valor para juntar lo que se pensaba inconcebible. ¿Recuerdas las uniones, ahora tan sobadas, entre ácido, salado, amargo y dulce? Pues resulta que hace añales alguien se atrevió a aliñarlas, ligarlas, unificarlas, y ahora debemos darles un vuelco, un toque personal, apropiárnoslas. Nada que no puedas hacer tú, ahora, con la ayuda de un mercado bien dispuesto y de tu computadora. ¿Hace cuánto que no cocinas desde cero un mole o fríes algo u horneas de lo lindo lo que le plazca al ser que amas? ¿Hace cuánto que no parrilleas, preparas una cena sorpresa en la azotea o la terraza? O vamos, ¡donde se quiera! Y de paso comes sano. Y caliente. Y quizá también aquí una salida a andar comiendo caro: que muchos lugares están por debajo de las apetencias de los amantes. Pues bien, las opciones se abren. Vayamos por algo grande (una fuente de mariscos, un chuletón, una caña de lomo), o por algo sencillo a gusto de todos (un quesito fundido, unas baguettes gourmet, unas tapitas con todo el decoro), la idea será meter las manos, hacer amor, darle rienda al juego para gusto del amado.

Y quién sabe, salvo que no hagamos un tremendo revoltijo, quizá todo nos sepa bueno, tal vez el sazón y el deseo vayan de la mano y los ingredientes más preciados nos vengan desde adentro, quizá los amantes se sientan satisfechos desde la misma idea de mimarlos, complacerlos, quizá la mitad del sabor la pongan el cariño y el respeto, el amor de saber que estamos brindándonos a los nuestros. Y entonces comprobaríamos así que la gente se olvida de otra sólo cuando ésta ya no remarca su cariño, que no basta con soportar juntos el destino, sino decir, de vez en vez, cuánto son importantes para uno nuestros amantes, hacer el dos, la obra de dos para seguir en el camino.

Habría que hacerlo, entonces. De vez en cuando o hasta más de lo que pensamos: brindarnos ese gusto, abrir ese espacio que fue nuestro y perdimos, y que viéndolo bien significa recobrar la dignidad de estar vivos, un empeño por no dejarse revolcar por las fauces de la cotidianidad, el trabajo mal entendido que suma horas desecándonos, eras enteras en la quiebra de corazones y cabezas. Hay que retomar nuestro derecho a propinarnos placer, permitirnos ser hedonistas en nuestra propia vida. Basta de que el trabajo nos coma. Comámosle tiempo para comernos entre nosotros. Tiremos a la basura, real y simbólicamente, todo aquello que engullíamos y nos hacía daño, los “alimentos” echados a perder. Que todo aquello que dañaba nuestro presente sea arrumbado en los traspatios del mundo. Comamos de lo que más nos nutre, que es el amor mismo: de eso y del verdadero alimento, creado y compartido por la mano de los que hemos elegido compañeros. Que todos nos sentemos a una misma mesa, y que siempre haya ahí un nuevo sitio que disponer.  EP

 

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Antonio Calera-Grobet es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.