ESPEJO DE LAS IDEAS: Del amor como escalera
El tablero de Serpientes y escaleras rompe la linealidad propia de otros juegos de mesa, como el de la Oca. La trastoca tanto con serpientes que acechan a los jugadores dispuestos a cantar victoria, como con escaleras capaces de cambiar la suerte de los menos afortunados. Nadie, mientras perdure el juego, tiene derecho a proclamarse victorioso ni a sentirse derrotado. Es una metáfora de nuestra existencia, amenazada siempre por las tragedias que pueden denigrarla, pero es también objeto de beatitudes inesperadas.
Así, el rencor, como la avaricia, la soberbia o el consumismo son serpientes que tiran a quien pudiera estar a punto de declararse ganador en la vida, mientras el humor, el desinterés o el servicio nos conducen a formas de vida más trascendentes.
El amor constituye sin duda una de las mejores escaleras que nos son posibles: nos regala una vía de escape que rompe la lógica de un determinado paradigma para invitarnos a acceder a uno nuevo, a un nuevo lenguaje y a un nuevo sistema de cosas en el que lo que abajo parecía irresoluble se termina resolviendo. Nuestra historia personal, nos recuerda Ortega y Gasset, comienza con el enamoramiento. Lo de antes es prehistoria. A condición de no buscarlas, el amor nos da acceso a formas de felicidad y libertad que se nos escaparían si las buscáramos directamente.
El amor se muestra, en primer lugar, como una vía certera e inesperada de autoconocimiento que, aunque complementa, supera el camino de la introspección. Los contemporáneos imaginamos a quien busca conocerse a sí mismo, concentrado, meditando en soledad, respirando, haciendo yoga. Pero ¿podemos conocer introspectivamente qué tan justos, iracundos, tiernos, generosos o apasionados somos? Más aún, si como se ama, así se es (tal es la tesis de Ortega) existen rasgos radicales de personalidad que sólo afloran en la conciencia de quien se embarca en la aventura amorosa. El amor nos transporta a niveles superiores de expresión y de conciencia desde los que no sólo contemplamos, sino que descubrimos nuevas posibilidades.
Antes, cuando intentamos medir o descifrar la experiencia amorosa desde la lógica del viejo paradigma, ésta se revela adquiriendo la forma irresoluble de una paradoja. En la lógica económica, por ejemplo, toda donación supone una resta y que haya quien dando gane no sólo es imposible, sino contrario a lo esperado, paradójico. El amante, sin embargo, se sabe bienaventurado cuando y en la medida en que se dona. Perdiendo, gana. Restando, suma. Accede inesperadamente a una dimensión metaeconómica de la condición humana.
De manera análoga, quien ama trasciende la noción de libertad de (la de quien se alivia al sentirse a salvo del compromiso) por la de libertad para, que en la donación de sí, lejos de enajenarse y decrecer, se realiza y fortalece.
En la experiencia de quien ejerce o no el derecho a perdonar nos encontramos tanto con la serpiente (paradoja negativa) del rencor que nos condena a una narrativa circular, dolorosa y corrosiva, como con la escalera del perdón, paradoja positiva, que da acceso a la víctima a nuevas posibilidades existenciales. El rencoroso bebe un veneno esperando que dañe al otro. Quien perdona, dispuesto a beneficiarlo, se libera.
El amor se manifiesta, pues, como una forma más plena —trascendente— de tener, de vivir, de utilizar el lenguaje.
En el ámbito del tener, amar supone ir más allá de la lógica fetichista de la posesión y la acumulación: hacia un espacio en el que las cosas, compartidas, retoman la condición de medios, en el que trascienden su precio por su valor y en el que dejan de ser objetos para convertirse en ámbitos de encuentro, en sacramentos.
Ocurre algo análogo en el ámbito del lenguaje. Para los amantes, cuya narrativa vista desde afuera puede parecer sosa y repetitiva, hablar es —Sabines dixit— la infinidad de formas y pretextos posibles para decir “te quiero”. Fuera de ello, todo es demagogia o recetario, nada realmente significa.
Hay una pregunta cuya radicalidad divide en dos a las cosmovisiones posibles y, con ellas, a las personas: la que se refiere a la prevalencia del amor o de la muerte: ¿cuál de estas dos posibilidades humanas puede más, cuál gana la partida? El enamorado define clara y vivencialmente su apuesta frente a la misma. La responde accediendo a experiencias que van más allá de la muerte y pueden más que ella. Trasciende en cada acto amatorio al ámbito del transcurrir para instalarse abiertamente en el del acontecer, más allá del tiempo y de la muerte.
Los diferentes valores son los niveles que, combinados, dibujan el tablero de nuestro juego existencial. El amor, la experiencia existencial que al renovar el lenguaje, el tener, la libertad y la muerte, trastoca sus fronteras y nos abre el camino ascendente de lo útil a lo definitivo. EP
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Eduardo Garza Cuéllar ha escrito los libros El reto de humanizar, Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Serratófilo devoto y resignado sabinista, contemporáneo de Mafalda y del Vaticano II, se desempeña como director de la firma consultora Síntesis.