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FLMDesocupado lector

 Emanuel Bravo Gutiérrez | 01.03.2018
FLM: Desocupado lector

Un día mi papá trajo a la casa una figura de cerámica de un hombre gordo montado en un burro. Yo tenía unos seis años, pregunté quién era aquél y mi padre respondió que Sancho Panza.

 

—¿Quién es Sancho Panza?

—Es el escudero de un caballero que se llama don Quijote, de un libro que lee la gente sin quehacer— dio por zanjada la cuestión.

 

Mi padre no había leído el Quijote —él no era un hombre sin quehacer—; es más, había llevado a casa la figura no por una cuestión decorativa: un artesano de la Sierra Mixteca se la había regalado, pues necesitaba un contacto en la ciudad para acomodar en alguna tienda sus creaciones. Sancho Panza era un medio para ganar dinero.

Al final, la empresa no rindió frutos. En una especie de rebelión, la figura abandonó su propósito mercantilista. Una figura sin quehacer en un mueble lleno de otras cosas que habían sufrido destinos similares, acabando rotas, descompuestas. Un modesto cementerio de objetos.

 

Concluido mi primer año de universidad, tomé un trabajo de verano, el cual exigía visitas regulares al banco para realizar depósitos de dinero. Largas filas de gente apretujada dentro del edificio con aire acondicionado. Leía para matar el tiempo. Recuerdo que en uno de esos días tomé mi edición de Porrúa del Quijote; entre mis asignaturas para el siguiente semestre llevaría Literatura del Siglo de Oro. Habría que leer a Cervantes sí o sí. Me salté el prólogo escrito por Américo Castro y la dedicatoria al duque de Béjar, pero no el “Prólogo al lector”, porque no leerlo habría sido demasiado cinismo a pesar de mi urgencia por entrar en la historia. “Desocupado lector”, escribe Cervantes. Sí, yo estaba relativamente desocupado haciendo fila en un banco. Me pregunté por qué el autor no llamaba simplemente “lector” a su lector, ¿qué necesidad tenía de emplear aquel adjetivo? Ese desocupado sonaba a obviedad malintencionada. No tengo nada que hacer y por eso estoy leyendo. ¿Qué otra cosa puede hacer un lector mientras lee? Es sugestiva la idea de un estudio sobre ese tipo de actividad. En mi universidad se edita una revista llamada Leer en bicicleta, cuyo título viene de un libro de ensayos de Gabriel Zaid: Cómo leer en bicicleta. La imagen es atrayente, provocativa, como un reto en voz alta lanzado entre amigos. ¿Se puede leer en bicicleta? Quizá. Lo que sí sé es que mucha gente lee sus mensajes de texto mientras conduce e incluso es capaz de escribir una respuesta. Las probabilidades de un choque aumentan de forma alarmante y cada vez se vuelve más común esa clase de accidente. Pero Cervantes no llegó a dimensionar semejantes escenarios para leer su obra. No es un reto. ¿Es entonces una orden? El lector buscaría desocuparse, apartarse del ruido, para concentrar su atención en las páginas a la manera que Francisco de Quevedo imagina en uno de sus sonetos:

 

Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos,

y escucho con mis ojos a los muertos.

 

Puede que sea una orden, aunque pienso que Cervantes la emplearía más por convención de época que por ser solemne. En sus tiempos, leer implicaba un acto de recogimiento y exigía ciertos protocolos, el primordial: desocuparse.

A principios del siglo xvii la imprenta había conseguido que la lectura en silencio ganara la batalla frente a la lectura en voz alta. Fue el ocaso del oficio de lector, trabajo que fue el orgullo de Giovanni Boccaccio —quizá más que escribir— al ocupar ese cargo en una iglesia, donde leía los domingos la Divina comedia. El lector tenía oyentes, gente que podía estar haciendo otras cosas a la par. Sin embargo, para 1600 ya no fue necesario leer en voz alta, pues ahora se podía hacer en silencio, escuchando con el puro pensamiento el resonar de las frases en una especie de meditación que exige el mismo recogimiento que un rezo. Pero ésta es una oración profana.

Si yo hubiera leído en voz alta el Quijote mientras hacía fila en el banco, la gente me habría mirado como a un loco, y si lo hubiese hecho por largo rato seguramente habrían llamado a los guardias de seguridad para que me sacaran por la fuerza. Basta alzar la voz para poner en jaque el orden que nos rodea.

¿Don Quijote leyó sus libros de caballerías en voz alta o en silencio? El magnífico grabado de Gustave Doré nos muestra a un lector en voz alta: por su voz son invocados Amadís de Gaula, Belianís de Grecia, Renaldos de Montalbán, monstruos y doncellas en peligro. Sin embargo, otros artistas imaginan a un lector con los labios cerrados. Cervantes no niega ni acepta: las dos respuestas son posibles. Siguiendo la teoría de los humores —popular en aquella época—, la lectura en voz alta correspondería a un ánimo colérico, mientras que leer en silencio tendría que ver con la melancolía. Lo que sabemos es que don Quijote leía en soledad. Ni su ama ni su sobrina leían con él; de otro modo habrían compartido su locura.

En cuanto a la cuestión de estar desocupado —o como diría mi padre, ser una persona sin quehacer— hay que tomar en cuenta que don Quijote era un hidalgo. Al pertenecer a la nobleza, aunque en un grado muy bajo, los estatutos reales le prohibían el ejercicio de un trabajo u oficio. Guardar y administrar sus tierras era su tarea como buen señor feudal. No obstante, eran tiempos de paz y habían pasado muchos años desde que sus bisabuelos portaron las armas que él llevaría en su búsqueda de aventuras. Presa de un aburrimiento hereditario encontró un refugio en los libros porque los pasatiempos de su clase le parecían pálidos en comparación con la lectura. Así, Cervantes dice que: “los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda”.

Para leer un libro como el Amadís de Gaula se necesita mucho tiempo libre, casi el mismo que como para leer el Quijote, pues no importa la edición, siempre termina superando las quinientas páginas. Cuando mi madre ve que leo un libro de ese tamaño me pregunta si voy a leerlo completo, si no hago trampa y me salto páginas, o si soy capaz de recordar todo. Sé que su preocupación radica en el tiempo que exige la lectura en sí. Desde que yo era un niño, ella buscó la manera de moderar mi afición. “Sal a jugar con otros niños, haz otra cosa”, repetía. Aunque mi madre no había leído a Cervantes, tenía en su mente la terrible idea de que tanto libro me dejaría loco. Y si no loco, al menos solo.

Milorad Pavić, al final de su Diccionario jázaro, siente remordimientos por su lector: “Leer un libro tan voluminoso significa pasar mucho tiempo solo y estar mucho tiempo sin una persona cuya presencia es indispensable, porque la lectura a cuatro manos no se usa todavía”.

Avanzaba lentamente en la fila del banco para realizar el depósito, quedaban sólo dos personas para que fuera mi turno. Alcé la vista y vi en una pantalla el anuncio de una nueva tarjeta de crédito. Sin la burguesía, la novela no habría tenido el gran auge que aún conserva, lo cual es contradictorio. Los valores del capitalismo se contraponen a lo que la novela exigió desde sus comienzos: desocuparse. Pero no sólo fue exigencia o necesidad. “Desocupado lector” es también promesa de abandonar las labores para hacer otras cosas, leer para liberarse de este mundo y entrar a otro, a “la otra aventura”, como la llama Bioy Casares. Por ello, en el par de minutos que me quedaban en la fila, saboreé cada frase porque eran momentos de libertad. Llegaría mi turno. Cerraría el libro y haría el depósito. Saldría del banco y regresaría a trabajar. Un banco no entiende de libertades y mundos alternos; su orden radica en las ganancias y en las pérdidas. Leer es una pérdida de tiempo. Por ello sostuve el libro con manos firmes, porque leer una novela en un banco es un desafío.

Los personajes de Cervantes se desocupan de sus obligaciones en una búsqueda de libertad acorde a sus espíritus. Y aunque sus amigos los ven como gente ociosa, ellos saben que esa decisión les dará un propósito en la vida mucho más rico que el que la realidad les ha impuesto. Abandonan sus hogares, propuestas de matrimonio, privilegios de clase: don Quijote es caballero las veinticuatro horas del día; no es hidalgo por las mañanas y desfacedor de entuertos por las noches. Pero no lo veamos de manera solemne, porque el desocuparse es una invitación lúdica. Entramos a un juego donde el mundo es todo al mismo tiempo, lleno de múltiples significados.

El libro de Cervantes es un convincente elogio a la ociosidad. Los personajes que se topan con el protagonista eligen muchas veces participar (y de buena gana) en el juego. El cura abandona la iglesia, el barbero a sus clientes y Sansón Carrasco sus labores de bachiller. A los duques no les importa gastar cantidades ingentes de recursos para divertirse en su castillo a costa del Caballero de la Triste Figura. La ociosidad se convierte en el terreno de la creación imaginativa y del arte. En cuanto los personajes aceptan las reglas, se transforman en artistas: escriben poemas, narran historias de complejísimos amores, actúan obras sin necesidad de libretos. La imaginación se desata y el mundo es nuevamente creado. Bullen las formas y nada es lo que creemos.

 

Un año después de mi lectura del Quijote asistí al Coloquio Cervantino Internacional en la ciudad de Guanajuato. Al regresar a casa extraje de mi maleta una figura de don Quijote hecha de madera negra. Un anciano extremadamente alto y flaco mira hacia el horizonte con lanza en ristre. Por la manera tan tosca en que fue tallada —motivo por el cual la adquirí— parece más un tótem de una tribu subsahariana. Mi padre la observó y supo de inmediato quién era. Le pregunté qué fue de la figura de Sancho Panza y él me dijo que terminó por romperse; no era de muy buena calidad, después de todo. No sé si él sigue creyendo que la novela de Cervantes es para gente sin quehacer (es posible que haya cambiado de opinión, pero también es válido lo contrario). Dentro de unos años mi padre tendrá la edad del ilustre hidalgo y en mí anida la esperanza de convertirlo en un caballero del ocio, en un desocupado lector.  EP

 

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Emanuel Bravo Gutiérrez es licenciado en Lingüística y Literatura Hispánicas por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Actualmente es becario de la FLM en el área de narrativa.