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FLM: Cuidado,contiene spoilers

Roberto Bolaños Godoy | 01.04.2018
FLM: Cuidado,contiene spoilers

Cuando era niño, un día a mi maestra de primaria se le ocurrió que una buena forma de educar a los pequeños que tenía delante era contarles la película que había ido a ver al cine el fin de semana. El filme del que nos habló trataba de un psicólogo infantil que una noche encuentra en su casa a un joven que había sido su paciente, quien le reprocha algo sin mucho sentido y le dispara en el estómago. Tiempo después este mismo psicólogo se encuentra con un niño que le recuerda mucho a aquel muchacho, pues parece padecer el mismo desorden mental: afirma ver fantasmas. Al final se descubre que el hombre en realidad estuvo muerto todo ese tiempo y es sólo otro espectro al que el niño en cuestión puede ver. La profesora nos contó el desenlace de forma dramática: disminuyó el tono de voz, habló lentamente e hizo ademanes enfáticos intentando transmitirnos la misma sensación abrumadora que ella había tenido en el cine: ese vértigo por el giro sorpresivo y genial. Contarnos la película y su vuelta de tuerca no sólo sustituyó la falta de preparación de la clase de ese día, sino que democratizó, de algún modo, la experiencia de la ficción. No sólo eso: no se limitó a que, una vez conocido el giro de la historia, ésta ya no resultara interesante. ¿Tenía sentido, no obstante, ver el filme a pesar de todo eso?

Se les conoce como spoilers a las revelaciones anticipadas de la trama de una película (o de una serie de televisión o de un libro) con la intención de arruinar las sorpresas reservadas para la audiencia. El relato de mi maestra contenía un spoiler, y uno particularmente imperdonable según los estándares de hoy en día: el del giro final y decisivo. Por supuesto ella no pretendía arruinarnos algo, sino compartir su experiencia con un grupo de niños impresionables. Pero eso no quiere decir que no sea grave revelar detalles de una trama, sobre todo si han sido muy esperados por el público. En Los Simpson hay una escena emblemática en la que Homero y Marge salen del cine justo cuando hay una fila inmensa en la taquilla. Entonces Homero exclama: “¡Oye, qué final!, ¿quién hubiera pensado que Darth Vader es el padre de Luke?”. Los de la fila lo miran con reproche o lo increpan indignados.

Es diciembre de 2015 y a lo largo y ancho del internet se multiplican los Homero Simpson, ahora malintencionados. Es el estreno de la nueva película de Star Wars, Episodio VII: el despertar de la fuerza, y la expectativa por esta entrega es inmensa. Los días posteriores al estreno proliferan los spoilers en páginas de memes por todo Facebook. Algunos nos alejamos de las redes sociales en esos días para evitarnos la desolación de caer en esas trampas infinitamente crueles como mañanas con cruda de vodka (creadas además por la gente con menos corazón sobre la Tierra: los internautas promedio). Para los desafortunados que vieron el meme de Han Solo siendo atravesado por la espada láser de Kylo Ren, villano de esta secuela, antes de ver el filme, la experiencia no fue la misma, sin duda alguna. ¿Pero por qué  le concedemos tanto valor a que no nos cuenten el final? Homero Simpson sabotea la oportunidad de otros espectadores de disfrutar por primera vez el giro de El imperio contraataca, ¿pero les arruina la experiencia de la ficción?

Se le llama anagnórisis al súbito reconocimiento de un personaje, de un objeto o de un hecho por parte de otro personaje o del público. Habitual en la epopeya y en las representaciones dramáticas, sobre todo en la tragedia y en la comedia, continúa siendo un proceso retórico en la narrativa moderna como el cuento, la novela y, por supuesto, el cine. Es utilizado, por ejemplo, en el ya mencionado filme El sexto sentido, de M. Night Shyamalan (1999), donde el personaje interpretado por Bruce Willis, Malcolm Crowe, se da cuenta al final de que él es sólo un fantasma, lo que explica, en retrospectiva, por qué no puede interactuar con nadie más, en especial con su esposa, para quien está muerto. El impacto de un descubrimiento como ése debe ser enorme la primera vez que se experimenta, no sólo como para lograr que sea el tema de una clase de primaria, sino también para que se integre de forma orgánica al repertorio de la cultura popular.

El sexto sentido ha pasado por parodias de mal gusto tipo Scary Movie y ha sido material de memes que hoy circulan, veloces, por toda la red, por lo que no hay manera de que pueda ser considerado una referencia erudita o inaccesible. Tengo la impresión de que, incluso sin el spoiler, contar la trama no tiene mucho sentido porque es lo que lo ha vuelto reconocible. Revelar el momento cumbre de la anagnórisis suele ser un rasgo distintivo de ciertas historias perdurables. Algo similar ocurre con otra película del mismo Shyamalan, La aldea (2004), la cual no reconoceríamos en la plática con los amigos si no nos explicaran que es aquélla que parece estar ambientada en el siglo xix, cuando en realidad todo ocurre en el XX, pero el pueblo en el que se desarrolla la historia ha sido aislado por sus fundadores para alejarse de la barbarie urbana y de la decadencia contemporánea. Y quizá lo mismo sucede  con El club de la pelea, de David Fincher (1999), donde los dos protagonistas, unos antisociales enemigos del capitalismo, no son dos, sino más bien uno solo (personificado por Edward Norton) con desórdenes psicológicos que lo llevan a desarrollar otra personalidad terrorista. O también está Los otros, de Alejandro Amenábar (2001), filme en el que al final sabemos que los fantasmas que la protagonista y sus hijos perciben en la casa no existen, porque los fantasmas son ellos mismos.

Sin embargo, muchas películas y series de televisión se siguen apoyando en el recurso tan manido del golpe de timón, casi como para cumplir con la condición de todo relato concebible. Por supuesto que esto no es una tendencia universal; hay géneros que se inclinan a formular este tipo de mecanismo. No podemos no esperar ver vueltas de tuerca en adaptaciones recientes de Sherlock Holmes. Pero insistimos en apoyar la experiencia de la ficción en el giro argumental y evadimos los spoilers como si de la influenza se tratara.

La función del vuelco argumental, más que de narrativa es de mercado, creo yo. Y nos hemos acostumbrado a consumir todo esto con la misma inercia con que nos abandonamos a la comida chatarra: como un placer enfermizo que no va a durar, pero que no podemos contener del todo. Si le tememos y nos resistimos al spoiler es porque en el fondo sabemos que ha vuelto efímera y desechable a la ficción. Ignoramos u olvidamos que su función ha sido crucial para la consolidación de ciertos imaginarios arquetípicos en la cultura. No hay manera de que los momentos cúspide de Edipo rey —tanto el célebre acertijo de la Esfinge como la revelación trágica de su pasado que lo orilla a cegarse a sí mismo— no se hubieran vuelto moneda corriente de no ser porque ya conocemos de antemano la resolución. Tiene mucho más sentido saber que, en el último momento, antes del sacrificio de su hijo Isaac, Dios le hace saber a Abraham que todo fue en realidad una prueba de su obediencia y de su fe. Todas las historias han sido ya contadas con apenas algunas variaciones. La originalidad narrativa es un fetiche reciente, una superstición de la modernidad y del concepto de autor. Probablemente y, sobre todo, es lo que los mercadólogos denominan valor percibido: esa sensación artificial que tiene el consumidor cuando cree que obtiene más por su dinero. Pero se trata de un valor simbólico. Viene con el aura de sofisticación que proporciona comprar el café de cierta franquicia o la libreta emblemática de ochocientos pesos de la marca que usaba Hemingway, o cuando comemos ese pollo en espejo de chocolate con siete chiles secos (que en la comida corrida se llama mole) en el mercado de barrio gentrificado; y viene también con la catarsis de haber obtenido una revelación inesperada sobre una película o serie, aquélla que tanto estábamos esperando y que nos tiene que sorprender a como dé lugar para sentir, de forma genuina, que vimos y vivimos la ficción.

Debemos a los maestros de la sospecha (Nietzsche, Marx, Freud) la percepción del mundo como la superficie de una realidad mucho más profunda y oculta. Si nuestras vidas no parecen tener mucho sentido, si los días se repiten uno tras otro idénticos, si nuestras rutinas especulares nos llenan de profundas insatisfacciones, si las mismas noticias se repiten, apocalípticas, semana con semana y año con año, quizás eso explique que queramos ver en nuestra serie favorita lo que no vamos a ver nunca en nuestra sofocante realidad: que las cosas no son como las imaginábamos al principio. No obstante, el mismo tipo de expectativas reiteradas una y otra vez en la ficción por desgracia han favorecido una suerte de versión convencional del giro inesperado. Si el asesino siempre resulta ser el mayordomo codicioso llega un momento en que la fórmula deja de funcionar, pero las reacciones del público ya han sido debidamente adocenadas. ¿Será ésa la explicación antropológica de la aversión al spoiler?

Quizá la hipersensibilidad al spoiler vino junto con la fecha de caducidad en los empaques de comida. Porque su propósito es casi el mismo: una vez que se ha cumplido el plazo, el producto se puede desechar. Ver consumado apenas un aspecto del relato lo vuelve a éste inservible. El giro argumental es una las herramientas favoritas del mercado para fabricar historias con obsolescencia programada. Para volvernos complacientes como público.

Lo natural sería oponerse a la industria maquiladora de este tipo de historias para audiencias anestesiadas como las de ahora. Acaso los hacedores de memes de spoilers sean los héroes verdaderos de la lucha antineoliberal. Mientras tanto, los demás podemos ejercer cierta resistencia, modesta en amplitud y alcance, pero congruente y fácil de llevar a la práctica. Hay que poner a prueba a la ficción contemporánea con la piedra de toque del spoiler. Incluso a costa de no obtener esa catarsis proverbial que, se supone, debemos experimentar delante de nuestras pantallas (podemos pensar que la anagnórisis actual va incluida en el cine junto con el refresco grande o el queso extra de los nachos). Podemos ser vehículos de esta selección natural, una depuración narrativa que permite que las historias perdurables florezcan por sí mismas.

En su momento yo no vi Arrival en el cine. Se lo cuento a mi cuñado y él me pregunta si estoy interesado en verla para no adelantarme nada. Para tratar de obligarme a cierto nivel de congruencia le digo que hable. Todavía no he visto esa película, pero a pesar de que ya conozco los detalles del desenlace, aun así quiero ver su ejecución. Comprobar si es cierto que todos mueren al final. EP