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ATRACTORES EXTRAÑOS: Libricidad

Luigi Amara | 01.04.2018
ATRACTORES EXTRAÑOS: Libricidad

Buena parte del placer que asocio a los libros procede del proceso de su búsqueda, de ese periplo más bien azaroso que tiene menos de investigación que de cacería y que nueve de cada diez veces termina con un ejemplar distinto del que originalmente había proyectado en mi cabeza.

Algunos bibliófilos podrán conformarse con el regocijo de poseer un libro largamente añorado, de cortar sus hojas todavía intonsas con un abrecartas como si se tratara de un ritual iniciático, sin prestar mucha atención a si el ejemplar llegó a sus manos como un regalo, como un encargo hecho a las hordas subterráneas de buscadores de libros viejos, o bien a través del sencillo recurso de oprimir un botón y comprarlo por internet, en alguna de las cientos de páginas especializadas en la compraventa de libros. En mi caso, y desde una época tan temprana que me es difícil remontarme a las circunstancias en que se originó, pero que indudablemente debe mucho a la escasez de buenas bibliotecas públicas en mi juventud como a la estrechez de mis bolsillos, la pesquisa, la pesquisa callejera, con toda su cadena de casualidades y sorpresas y hasta sinsabores, ha quedado unida de manera indisoluble al libro, no tanto en el sentido  de una mayor propiciación de la lectura, de una suerte de aperitivo de la curiosidad y la promesa, sino como una capa de deseo y dificultad que permanece adherida a sus páginas para siempre, como parte de esa textura mnemotécnica que incrementa el valor que le conferimos; esos recuerdos e imágenes, esa avalancha de sensaciones que creíamos enterradas y que, sin embargo, despiertan de golpe en cuanto sopesamos un volumen y lo consideramos desde el punto de vista de su materialidad, como una encarnación palpable y física, y no exclusivamente como texto.

Muchas veces, escarbando en un botadero, en una de esas montañas de libros y revistas de “todo a diez pesos” en que las manos tantean con tanta avidez como aprensión por la posibilidad de encontrarse con una alimaña antes que con un tesoro bibliográfico, hojeando ejemplares en un desván desvencijado que todavía ostenta, por quién sabe qué ínfulas añejas, el letrero de “librería” encima de la puerta, o más a menudo al aire libre, en mercados de pulgas como La Lagunilla o pasajes como el Callejón de la Condesa, a espaldas del Palacio Postal, me he preguntado qué diablos hago allí, pasando tardes enteras en medio del desorden y del polvo, a pesar de la alergia que me producen. ¿Qué es exactamente lo que me cautiva de esa variedad libresca de la pepena, de esa búsqueda desaforada y muchas veces infructuosa entre papeles con olor a encierro que bien podrían irse“al kilo” sin que nadie en el mundo lo lamentara demasiado?

Si ya sólo el paseo que comporta, con ese halo de disponibilidad y apertura en  que me dejo llevar por el pretexto de rastrear un libro de la misma manera en que Virginia Woolf recorría las calles de Londres en busca de un lápiz; si el mero recorrido, elástico y bien dispuesto, de un librería a otra, de un puesto callejero al siguiente, como una variedad todavía no declarada de la vagancia, bastaría para explicarme mi recurrencia y mi predisposición rayana en lo vicioso (por no mencionar el auténtico lujo de que esos recorridos sucedan de vez en cuando a la orilla del Sena, en esos márgenes abarrotados de pequeños estanquillos de color verde —los buquinistas de París—, genuinos tesoros en sí mismos, que se extienden a lo largo de más de tres kilómetros), está claro que la coartada de salir a “buscar un libro” no se sostiene únicamente por sus más bien esporádicas recompensas ni, para ser más modestos, por la perspectiva del hallazgo, sino que la impulsa algo más inconcreto y fugitivo, algo que guarda relación con la cercanía e incluso con el contacto íntimo con los libros, con los demasiados libros de todas las cualidades y épocas; algo escurridizo y quizá cambiante, que tiene una pizca de enfermedad aunque se disfrace de pasión —y, para colmo, de ¡pasión razonable!, oxímoron que ya delata el principio de la enfermedad…—; ese pasatiempo al parecer inocuo pero irresistible, que ha precipitado a más de uno a la ruina, a la locura, a la insaciabilidad, asociado no tanto a la idea de adquirir, sino a la de ver qué hay y qué se encuentra, a la pregunta inconfesablemente morbosa y si se quiere carroñera de qué habrán expulsado en el último mes, lejos de los cómodos estantes en que dormían desde hace décadas, los engranes insobornables de la muerte, las mudanzas y los divorcios.

Es verdad que en cualquier librería de nuevo uno no tiene que saber necesariamente lo que busca y que, por lo mismo, cabe también recorrer sus pasillos recién trapeados y sus mesas de novedades relucientes con la expectativa de una cita a ciegas nunca concertada. Pero más allá  de que cada vez con mayor frecuencia haya que hacerlo a contracorriente de las marejadas de autoayuda y en zigzag de las columnas interminables de bestsellers, es precisamente el orden, la disposición planeada y al cabo mercadológica de tales establecimientos lo que supone un problema y un obstáculo para quien ha salido en pos de lo que se ha quedado sin lugar, de los libros que ya no encajan en ninguna parte y que, como criaturas expulsadas de su hábitat, están más bien en tránsito. Desde el momento en que uno decide no limitarse a lo que busca, sino que, atraído por el encanto de lo remoto y lo imprevisto —y quizá por efecto del mismo acto de chacharear— consiente en deslizarse hacia una fase mental de aventura y bienvenida, descubre que más importante que encontrar este o aquel libro, más regocijante que tropezarse con determinada joya empastada, es salir al encuentro de lo que uno ni siquiera se imaginaba.

En “El infierno del bibliófilo”, pesadilla narrativa que es además un magnífico retrato del cazador de libros —de ese cazador aficionado que sólo se vale por sí mismo y cuenta con recursos limitados para armar su colección—, Charles Asselineau, amigo, biógrafo y editor de Baudelaire, acuña una palabra que puede dar una idea de aquello a lo que me refiero: libricidad. Cierta desviación de tipo lujuriosa hacia los frutos del árbol de Gutenberg; una fiebre a todas luces concupiscente que, como suele suceder una vez que se ha desatado, no tiene como meta esta o aquella satisfacción, este o aquel trofeo o conquista, sino que se acrecienta y perpetúa por sí sola, aguijoneada incluso por la resolución misma de parar.

Si la bibliomanía se enfocara desde el ángulo del goce carnal que produce, si, más allá del disfrute puramente intelectual de la lectura, se hiciera énfasis en la capacidad del libro para seducirnos e inflamar nuestros sentidos, transportándonos también con su aroma y corporalidad, no cabe duda de que la bibliomanía debería contarse entre los pecados, así fuera entre los llamados veniales, tal como sospecha Asselineau al soñar un círculo del infierno reservado únicamente a los que se han desbarrancado en una devoción inmoderada por la cosa impresa: “Díganme si hay una sola manía, aun la más inocente, que no los contenga todos: codicia, lujuria, orgullo, avaricia, olvido del deber y menosprecio del prójimo. ¡Véanlos a todos, a los que picotean el fruto prohibido, interroguen sus ojos en el momento del gozo, y díganme si no hay en su mirada algo de la pasión del jugador y la ferocidad del libertino!” 

La libricidad como concepto o, mejor, como disposición del ánimo, no excluye desde luego a las librerías mismas, al placer de visitarlas como espacios rituales, en particular cuando se convierten en el pretexto inmejorable para poner entre paréntesis la rutina y largarse olímpicamente de pinta a media semana. Las librerías en general, pero sobre todo las así llamadas “de viejo”, son enclaves ideales para el refugio, auténticas “topografías eróticas”, guiños habitables de las urbes que, a la manera de los antiguos cementerios o las ruinas arqueológicas, nos ofrecen recogimiento y silencio y, lo más importante, un contrapunto frente a la catarata inasimilable del presente, un discreto pero decidido paso al margen, que también nos permite tomar distancia de las miles de novedades editoriales del momento, cada cual anunciada como “una fiesta del lenguaje” y como “el-no-va-más-delo-imperdible”.

Nadie sabe cuál será el destino del libro como dispositivo de lectura. Pero aun si hoy puede parecernos un mundo que se extingue, un mundo en plena metamorfosis y que tal vez se precipita hacia la extinción, hay que reconocer que, defenestrado y todo, se trata de un mundo que nos sirve de punto de contraste. Esos libros polvorientos, infestados de moho y mordisqueados por los ratones, de lomo fatigado e ilegible, no sólo son los sobrevivientes de aquellos “tiempos  mejores” que en realidad nunca han sido, sino que, ajados y todo, son libros cargados de futuro. Esos libros amarillentos y frágiles, que han salido a flote después de más de una catástrofe, encarnan también una idea de libro, de su materialidad y su discurso tipográfico, que vale como una doble distancia frente a las convenciones y certezas en boga.

Alberto Manguel, en su muy benjaminiano libro Mientras embalo mi biblioteca, recuerda que Aby Warburg, el gran y desbordado teórico e historiador del arte, estableció una muy útil y perspicaz “ley de la buena vecindad” para las bibliotecas: el libro que nos es familiar casi nunca es el que necesitamos; el libro esencial suele ser el vecino desconocido que se encuentra a unos cuantos centímetros en el mismo estante. Warburg, que por supuesto algo sabía de contigüidades, se refiere a la serendipia propiciada por el orden implícito que guardan los libros al ser acomodados en un librero, a ese sistema solar inestable, pero rico en relaciones, que surge al interior de una biblioteca cuando es entendida como un cosmos.

Aunque en el caso de los tiraderos y mercados de pulgas que disfruto frecuentar (los mercados de pulgas especializados en libros bien podrían llamarse “mercados de polillas”) esa cercanía no suele responder más que a la lógica del amontonamiento y el capricho, y cuando mucho a una vecindad cromática o tal vez de tamaño o de grado de deterioro, advierto que secretamente me he dejado llevar por una ley semejante a la de Warburg durante mis pesquisas de libros: el ejemplar por el que vale la pena desembolsar unas monedas no es forzosamente el que necesito ni el que primero mi atención ni tampoco el que me parece familiar o me remite de inmediato a otras lecturas, sino el desconocido que está justo al lado, la aparente bagatela que nadie se ha molestado en abrir pero que tal vez sea digna de rescate. Tal vez, en lo que respecta a la dulce cacería de libros, ése sea el único magisterio del polvo y el azar. EP

 

 

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