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Músico en Nueva York 

Ignacio Ortiz Monasterio | 01.06.2018
Músico en Nueva York 

A fines de los noventa, apenas dos o tres años antes de que Humberto se embarcara a Nueva York, se pusieron de moda unos retratos (de personas, de lugares) que resultaban de la organización de cientos de imágenes distintas. El ejemplo que más recuerdo es el cartel de The Truman Show. Una cantidad enorme de fotos con escenas diferentes de la vida de Truman se despliega de tal forma que produce el retrato cándido, sonriente, del personaje. En este caso, evidentemente, el efecto se logró gracias a un truco digital. En otros, la imagen final provenía de un cuidadoso trabajo: el de elegir y colocar en su sitio las fotos que convenían para lograr un tinte, un volumen, una sombra, los del ojo o de la boca por ejemplo.

Un diario, en principio, es un ejercicio desarticulado. Lo es porque pretende plasmar la vida individual, que responde a ciertas leyes pero carece de la lógica interna de una obra de arte o un trabajo científico. Incluso una novela inconclusa y desencadenada como El proceso respeta algunas condiciones de tono, ambiente, intriga, humor. No la vida. Arrítmica, entrecortada, inverosímil, anticlimática, es raro que nos ofrezca episodios eficaces y bien estructurados. En la vida está la materia prima, no su forma. Para que cobre sentido, para que rinda su efecto anímico, debemos relatarla, circunscribirla en un lienzo, convertirla en soneto.

Bitácora de ese tedio, de esos golpes súbitos, de esa gráfica anómala, el diario como género de escritura no es composición, es improvisación. Mientras que el compositor (de una sinfonía, una comedia, un cuadro) imagina, planea, se abastece, ejecuta, tacha, vuelve a ejecutar, corrige, duda, termina, quien improvisa no puede dar marcha atrás. En el mejor de los casos se propone una ruta y, con fortuna o sin ella, con aptitud o sin ella, echa para delante. El compositor busca domar el caos, el azar, las horas. El improvisador, que esas bestias no lo engullan. No es que sea impotente, es que no las tiene todas consigo. La obra del compositor es un sistema, un conjunto de partes organizadas. La del improvisador, una aventura.

Las partes de un diario están más o menos sueltas, no se acoplan fácilmente, mucho menos se articulan como las de un organismo hasta tramarse. ¿Dónde termina la dermis y empieza el músculo? ¿Dónde acaba en ese óleo el color de las lilas y comienza el púrpura de la noche? Pero dispuestas una tras la otra, colocadas no por la mano de un diseñador diestro, sino por las del tiempo y la psique, aun más sabias, las entradas del diario, como cuadros o instantáneas, terminan por dar vida a un retrato, de ellas va emergiendo, ante nuestra mirada, el personaje. Justo así, me parece, funciona este Diario neoyorquino. Las entradas rara vez se encadenan, el hilo de la acción sólo excepcionalmente cruza de una pieza a otra. Son atisbos, cuadros y breves escenas que emergen de la niebla del olvido y se suceden, como es propio del género. Pero paulatinamente vemos cómo esos atisbos —trazos sueltos de un dibujante hábil que de pronto, ante nuestra mirada, se relacionan y cobran sentido— producen un retrato, el de un músico en Nueva York.

No trataré de decir cómo es ese músico. Para eso justamente existen estas páginas. Pero sí mencionaré una de sus cualidades. Una narración larga puede adolecer de distintas cosas (de una prosa accidentada, por ejemplo, o de inconsistencias en la lógica de la acción) pero difícilmente funcionará si carece de buenos personajes. Leer por gusto equivale a perseguir estímulos. En el caso del ensayo, estimulan sobre todo las ideas. En el de la lírica, la voz del yo poético. En el de la épica, los personajes y sus peripecias. Épica de la intimidad, la gracia de un diario está en su protagonista. A él se debe que el texto nos divierta o nos aburra. Quienes conocen a Humberto dirán que no es noticia que él, sus cuitas y hazañas resulten entretenidas. Cuando se lo propone, Humberto es el alma de la fiesta. Pero en estas páginas, el mérito va más allá del hombre de carne y hueso. Además de vivir con intensidad, de aventurarse, errar, acertar y encantar, Humberto ha compuesto un espléndido diario. Dicho de otro modo, se ha escrito bien a sí mismo. Como esos musicólogos que se dan a la tarea de trasladar al papel las canciones que escuchan —piezas que antes ocupaban solamente la dimensión viva de los sonidos—, para que otros puedan interpretarlas y conocerlas, él ha sabido ponerse por escrito.

No quisiera adelantar nada de lo que cuenta Humberto en este diario, pero algunos temas son tan tentadores, y están tan bien planteados, que no puedo dejar de mencionarlos. El tema del sacrificio. Las biografías y los documentales nos recuerdan una y otra vez que la música, como cualquier otra forma del arte, se asienta sobre el dolor. Detrás de la obra final, del momento escénico, hay derrotas, años esclavizantes de práctica, incertidumbre, humillación, rivalidad, impotencia, frustración. Pero a veces la belleza y el trance al que nos conduce son tales que olvidamos eso. La intuición nos indica que detrás de esas formas sólo puede haber placer. Entre otras funciones, la belleza cumple la de velar el sufrimiento. Queda oculto, de tal modo que atribuimos al proceso de creación las virtudes de la obra. Lo idealizamos. A tal esplendor, decimos, debe corresponder una elaboración no menos brillante.

En esta autobiografía, Humberto nos mete a las tripas de esa compleja criatura que es la música. Habla con pasión de su apariencia grata, de la presentación de Leontyne Price, James Levine y Yo- Yo Ma en el Carnegie Hall; de Falstaff en la Metropolitan Opera House; de la Sinfonía Resurrección de Mahler según la Filarmónica de Nueva York, en vivo; de su propio recital de graduación, donde tocó su violín maravillosamente: “disfruté como nunca en esta isla mi propia interpretación… los pasajes salieron ‘limpios’… pude explayarme, ser yo, estar en comunión con mi violín, mi arco, mi mente y ese toque de divinidad que no espero poder describir”. Menciona el rostro bello de la música, pero sobre todo baja a las entrañas. El carácter rígido, cuasicastrense, frío de la academia donde se está formando. La severidad y las ínfulas de algunos maestros. La vanidad sin fondo de ciertos consagrados, que se dignan apenas mirar a un lado. Los fracasos. Por un lado, la música. Por el otro, su crueldad.

El tema de la soledad, que es una continuación del anterior. Como cualquier otro estado de ánimo, la soledad tiene grados. Es casi absoluta para quien se muda a un país de lengua, cultura y clima ajenos. Lo es porque, a diferencia de la que se siente en casa, no tiene fácil remedio. La soledad da miedo. Pero causa pavor cuando no podemos salir al encuentro de alguien o algo que la mitigue. En Nueva York hay millones de personas, es cierto, pero es poco lo que un mero conocido o un extraño pueden hacer. Y menos aún desde un idioma y una idiosincrasia distintos. Se comunican las mentes, no se comunican los corazones. No se tiene siquiera el abrazo de la lengua, que es como una madre aérea. Mucho menos el del Sol, que pálido en lo alto no puede ser el de antes. Tampoco el de la familiar geografía. Tal vez en el retiro del eremita la soledad es menor. Ahí al menos no hay personas, ni edificios, ni palabras que nos recuerden cuán extranjeros somos.

Ésta es la soledad que plasma Humberto en su libro. En una de las entradas, se pregunta con razón si el día que se relea encontrará en sus palabras soledad o compañía. Hay pasajes de comunión, de convivencia real, de diversión, de encuentro, sobre todo conforme avanza la lectura, pero también hay soledad. En una pieza brillante, que aparece no al principio sino ya casi al final del primer año escolar, describe cómo lo asedia, con palabras a la vez serenas e inquietantes: Camino “y oigo en mi mente una fuga de dos voces: una de ellas en palabras, la otra en notas y tonadas… Nunca calla ninguna… Siento que poco a poco me alejarán de la gente…, pidiéndome sin amabilidad audiencia y exigiendo que se haga algo con las conclusiones y los ritmos a los que ellas mismas llegan. Mi autodiagnóstico: principios de soledad”. Pero el lugar donde mejor entendemos la dimensión verdadera de ese pesar está más adelante. La entendemos por contraste, mediante una oración simple y conmovedora: “Al día siguiente le dije que sentía como si estuviera teniendo vacaciones de la soledad, como si me bronceara el alma”.

El tema de la vida interior, tan cara a los artistas. El destierro nos seda, toda una dimensión de nuestra realidad, la externa, se atenúa. No es tanto que se detenga, pero como si fuera una película muda, nos metemos en ella sin en realidad ser parte. Al menos por un tiempo, esa realidad no es nuestra, nos es por completo ajena. De ahí que todo se anestesie. Dice Humberto, con razón: “Nadie llama, casi nadie escribe… una época de silencio”. Pero las facultades, habituadas a palpar, a explorar, a observar, no se calman. Ante esa disociación, ¿qué les queda? El alma. Entonces buscan adentro y ahí, en la oscuridad, escudriñan, recorren, husmean. “Nunca había mi vida transcurrido como ahora, de mes en mes… teniendo que meditar en donde estoy antes de levantarme de la cama... Me percaté de lo ajeno que me siento a otros adultos (mis compañeros, mis amigos, todos), pero tampoco nunca me he sentido tan cerca de la música y de mí.”

Hay más temas y rasgos que me gustaría comentar. El humor por ejemplo. Este libro me hizo reír, no por dentro tan sólo, sino sonoramente. También me gustaría citar algunas de las fascinantes ideas y símiles que Humberto ha sembrado a todo lo largo de su Diario neoyorquino: “Tengo a veces la sensación de arruinar un poco esa danza de prisas, abrigos y andares preprogramados. Debo verme como alguno de esos niños distraídos que no se aprendieron bien la tabla gimnástica en el festival escolar”. Pero el tiempo apremia. Me limitaré a pensar que cada uno de esos temas y rasgos distintivos tiene su manifestación en el retrato de cuerpo completo que emerge de estas páginas. El tema del sacrificio puede verse en el cuello, debajo del ángulo izquierdo de la quijada, donde las horas perpetuas de práctica han impuesto una mancha, una cicatriz de guerra. En el retrato que veo, Humberto no mira al frente, no nos mira a nosotros, hipotéticos testigos. Más abiertos de lo normal, esos ojos denotan pensamiento: el tema de la introspección. Detrás de él, una calle, ancha pero flanqueada de enormes edificios. La noche está bien entrada y un extraño se aleja. La soledad. Pero en la cara de Humberto, en el hoyuelo de una mejilla, en el ojo izquierdo que pese al recogimiento quiere achicarse, agudo, conocemos el humor, su sello de vivacidad. Sí, el violinista está a punto de echarse a andar. Planes, ocurrencias, frutos del ingenio, impulsos conflagran en su cabeza. En las calles de Nueva York, Madison Avenue abajo, Humberto se arroja entero a los brazos de la vida. EP

 

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Ignacio Ortiz Monasterio, escritor y editor, es autor de Compás de cuatro tiempos (Cosa de Muñecas/La Rana, 2015).

 

* Este texto es el prólogo del libro Diario neoyorquino, de Humberto López S. (Endira, México, 2017).

 

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