ABRIL: Fray Simón
Este cuento fue publicado en español en Joaquim Maria Machado de Assis, Primeros cuentos, trad. de Eduardo Langagne (UNAM, México, 2017). Agradecemos al traductor su autorización para incluirlo en nuestras páginas.
La división del relato en capítulos obedece a su publicación por partes en el Jornal das Famílias, un periódico de Río de Janeiro, en 1864. Fue recogido más tarde en su totalidad en el libro Contos fluminenses (1870).
Capítulo I
Fray Simón era un fraile de la orden de los benedictinos. Cuando murió aparentaba cincuenta años, pero en realidad tenía treinta y ocho. La causa de esta vejez prematura era consecuencia de lo que lo llevó al claustro a la edad de treinta años. Y por lo que se pudo saber —por unos fragmentos de memorias que dejó—, la causa era justa.
Era fray Simón de carácter taciturno y desconfiado. Pasaba días enteros en su celda, de donde apenas salía a la hora del refectorio y de los oficios divinos. No contaba con amistad alguna en el convento, porque no era posible mantener con él los preámbulos que fundan y consolidan los afectos.
En un convento, donde la comunión de las almas debe ser más rápida y más profunda, fray Simón parecía huir a la regla general. Uno de los novicios le puso el apodo de “Oso”, que se le quedó, pero sólo entre los novicios, como es adecuado. Los frailes profesos, a pesar del disgusto que el genio solitario de fray Simón les inspiraba, sentí́an por él cierto respeto y veneración.
Un día se anunció que fray Simón había enfermado gravemente. Se llamaron los socorros y se prestaron al enfermo todos los cuidados necesarios. La enfermedad era mortal; después de cinco días, fray Simón expiró.
Durante estos cinco días de molestia, la celda de fray Simón estuvo siempre frecuen- tada por los frailes. Fray Simón no dijo una palabra durante esos cinco días; sólo en el último momento, cuando se aproximaba el minuto fatal, se sentó en el lecho, pidió que el abad se acercara, y le dijo al oído con voz sofocada y en un tono extraño:
—¡Muero odiando a la humanidad!
El abad reculó hasta tocar la pared al escuchar estas palabras y el tono en el que fueron dichas. En cuanto a fray Simón, cayó sobre su almohada y entró en la eternidad.
Después de realizar las honras que se le debían al hermano finado, la comunidad preguntó a su jefe qué palabras tan sinies- tras había escuchado que lo asustaron tanto. El abad las refirió persignándose. Pero los frailes no vieron en ellas sino un secreto del pasado, sin duda importante, pero no tanto que pudiera lanzar el terror en el espíritu del abad. Éste les explicó la idea que tuvo cuando escuchó las pa- labras de fray Simón, por el tono en que fueron dichas y la mirada fulminante que las acompañó: creía que fray Simón estaba loco; más aún, que ya había entrado loco a la orden. Los hábitos de soledad y la vida taciturna por los que había hecho votos el fraile, parecían síntomas de una alineación mental de carácter blando y pacífico; pero a los frailes les parecía imposible que durante ocho años fray Simón no hubiese revelado un día, de modo evidente, su locura; objetaron eso al abad, pero éste persistió en su creencia.
Mientras tanto se procedió al inventario de los objetos que pertenecían al finado, y entre ellos se encontró un legajo de papeles convenientemente enrollados con este título: Memorias que ha de escribir fray Simón de Santa Águeda, fraile benedictino.
Este atado de papeles fue un gran descubrimiento para la curiosa comunidad. Iban a penetrar un poco, finalmente, en el misterio que envolvía al pasado de fray Simón, y tal vez a confirmar las sospechas del abad. El documento fue abierto y leído ante todos.
Eran en su mayor parte fragmentos incompletos, apuntes interrumpidos y notas insuficientes; pero de todo el conjunto se podía colegir que realmente fray Simón había estado loco durante cierto tiempo.
El autor de esta narrativa desprecia aquella parte de las Memorias que no ofrezcan importancia ninguna, pero procura aprovechar la que sea menos inútil o menos oscura.
Capítulo II
Las notas de fray Simón nada dicen del lugar de su nacimiento ni del nombre de sus padres. Lo que se pudo saber de sus orígenes es que, habiendo concluido los estudios preparatorios, no pudo seguir la carrera de las letras, como deseaba, y fue obligado a entrar como contador en la casa comercial de su padre.
Vivía entonces en casa de su padre una prima de Simón, huérfana de padre y madre. A la muerte de éstos, la educación y sustento de la muchacha fueron enco- mendados al padre de Simón. Parece que su caudal daba para eso. En cuanto al padre de la prima huérfana, habiendo sido rico, perdió todo en el juego y la mala administración de su comercio, hasta quedar reducido a la más honda miseria.
La huérfana se llamaba Helena; era bella, afable y extremadamente buena. Simón, que se había educado con ella y vivía bajo el mismo techo, no pudo resistir las elevadas cualidades y la belleza de su prima. Se enamoraron. En sus sueños de futuro, ambos contaban con el casamiento, cosa que parece lo más natural del mundo para corazones que se aman.
No tardó mucho para que los padres de Simón descubrieran el amor que se profesaban. Ahora —a pesar de no haber decla- ración formal de esto en los apuntes del fraile—, es preciso decir que los referidos padres eran de un egoísmo descomunal. Daban de buena voluntad el pan de la subsistencia a Helena; pero que la pobre huérfana se casara con su hijo era algo que no podían consentir. Habían puesto la mirada en una rica heredera, y disponían para sus adentros que el muchacho se casaría con ella.
Una tarde en que el muchacho adelantaba el registro de la contabilidad, su padre entró a la oficina con aire grave y risueño al mismo tiempo, pidiéndole al hijo que deja- ra el trabajo y lo escuchase. El muchacho obedeció. El padre habló así:
—Vas a partir para la provincia de *** Necesito mandar unas cartas a Amaral, el encargado de mis negocios allá, y como son de gran importancia no quiero confiar- las a nuestro negligente correo... ¿Quieres ir en el vapor o prefieres nuestro bergantín?
La pregunta había sido hecha con gran tino.
Obligado a responderle, el viejo comerciante no dio lugar a que su hijo presentara objeciones.
El muchacho miró a su padre, bajó los ojos y respondió:
—Voy donde usted me diga, padre.
El padre agradeció mentalmente la sumisión del hijo, que le ahorraba dinero del pasaje en el vapor, y fue muy contento a dar parte a su mujer de que el muchacho no había puesto objeción alguna.
Esa noche los dos amantes tuvieron ocasión de encontrarse a solas en el comedor.
Simón contó a Helena lo que había pasado. Lloraron ambos algunas lágrimas furtivas, y guardaron la esperanza de que el viaje fuera de un mes cuando mucho.
A la mesa del té, el padre de Simón conversó sobre el viaje del muchacho, que debía ser de pocos días. Esto reanimó las esperanzas de los amantes. El resto de la noche transcurrió en consejos de parte del viejo al hijo sobre la manera de portarse en la casa del encargado. A las diez, como de costumbre, todos se recogieron a sus aposentos.
Los días pasaron deprisa. Finalmente despuntó aquél en que debía partir la bar- ca. Helena salió de su cuarto con los ojos rojos de llorar. Interrogada bruscamente por la tía, dijo que era una inflamación ocasionada por lo mucho que había leído la noche anterior. La tía le prescribió la abstención de la lectura y baños de agua de malvas.
En cuanto al tío, habiendo llamado a Simón, le entregó una carta para el encar- gado y lo abrazó. La maleta y un criado estaban listos. La despedida fue triste. Los padres lloraron un poco, la joven mucho.
Simón, por su parte, tenía los ojos secos y ardorosos. Era refractario a las lágrimas. Por eso mismo padecía más.
El bergantín partió. Mientras podía ver tierra, Simón no se retiró de la cubierta; cuando finalmente se cerraron del todo las paredes de la cárcel que navega, para usar la frase pintoresca de Ribeyrolles, Simón bajó a su camarote, triste y con el corazón oprimido. Tenía como un presentimiento que interiormente le decía que volver a ver a su prima sería imposible. Parecía que iba hacia el exilio.
Llegando al lugar de su destino, Simón buscó al encargado de su padre y le entregó la carta. El señor Amaral leyó la carta, miró al muchacho, y después de cierto silencio le dijo, volviendo a la carta:
—Bien, ahora es necesario esperar que yo cumpla esta orden de su padre. Mientras tanto venga a vivir a mi casa.
—¿Cuándo podré regresar? —preguntó Simón.
—En pocos días, salvo que las cosas se complicaran.
Este salvo, puesto en la boca de Amaral incidentalmente, era la oración principal. La carta del padre de Simón versaba así:
Mi querido Amaral,
Motivos poderosos me obligan a alejar a mi hijo de esta ciudad. Reténgalo allá como pueda. El pretexto del viaje es la necesidad de ultimar algunos negocios con usted,
lo que le dirá al muchacho, haciéndole siempre creer que la demora es poca o ninguna. Usted, que tuvo en su adolescencia la triste idea de engendrar romances, vaya inventando circunstancias y ocurrencias imprevistas, de modo que el muchacho no me vuelva por acá hasta que yo lo indique. Soy, como siempre, etc.
Capítulo III
Pasaron días y días, pero el momento de volver a la casa paterna no llegaba. La mente del encargado, cual novelista, era de verdad fértil y no se cansaba de inventar pretextos que dejaban convencido al muchacho.
Mientras tanto, como el espíritu de los amantes no es menos ingenioso que el de los novelistas, Simón y Helena encontraron el medio de escribirse, y de este modo consolarse de la ausencia con la presencia de las letras y del papel. Bien decía Eloísa que el arte de escribir fue inventado por alguna amante separada de su amante. En estas cartas se juraban los dos su eterna fidelidad.
Al fin de dos meses de inútil espera y de activa correspondencia, la tía de Helena sorprendió una carta de Simón. Era la vigésima, según creo. Hubo gran temporal en casa. El tío, que estaba en la oficina, salió precipitadamente para enterarse del asunto. El resultado fue prohibir en casa la tinta, plumas y papel, e instituir vigilancia rigurosa sobre la infeliz muchacha.
Comenzaron, pues, a escasear las cartas al pobre deportado. Inquirió la causa de esto en cartas lloradas y extensas, pero como el rigor fiscal de la casa de su padre ha- bía adquirido proporciones descomunales, sucedía que todas las cartas de Simón iban a parar a las manos del viejo que, después de apreciar el estilo amoroso de su hijo, hacía quemar las ardientes epístolas.
Pasaron días y meses. Carta de Helena, ninguna. El encargado iba agotando su vena imaginativa y finalmente ya no sabía cómo retener al muchacho.
Llega una carta a Simón. Era letra del padre. Sólo se diferenciaba de las otras que recibía del viejo porque ésta era más larga, mucho más larga. El muchacho abrió la carta y leyó trémulo y pálido. Contaba
en esta carta el honrado comerciante que Helena, la buena muchacha que él destinaba a convertir en su hija casándola con Simón, la buena Helena, había muerto. El viejo había copiado algunas de las últimas notas necrológicas que había visto en los diarios, y adjuntó algunos consuelos y pésames de casa. El último consuelo fue decirle que embarcase para reunirse con él.
La parte final de la carta decía:
De cualquier manera no se realizan mis planes; no te pude casar con Helena, pues- to que Dios se la llevó. Pero regresa, hijo, ven. Podrás consolarte casándote con otra, la hija del consejero ***... Está hecha una mujer y es un buen partido. No te desalien- tes; acuérdate de mí.
El padre de Simón no conocía bien el amor del hijo, y aunque lo conociese, no tenía la habilidad de valorarlo. Tales dolores no se consuelan con una carta ni con un casamiento. Era mejor mandarlo llamar y después prepararle la noticia; pero dada así fríamente en una carta, era exponer al muchacho a una muerte segura.
Permaneció Simón vivo en cuerpo y muerto moralmente. Tan muerto que por su propia idea fue a buscar una sepultura. Era mejor presentar aquí algunos de los pape- les escritos por Simón para expresar mejor lo que sufrió después de la carta; pero hay muchos errores y yo no quiero corregir la exposición ingenua y sincera del fraile.
La sepultura que Simón escogió fue un convento. Respondió al padre que agradecía la propuesta de la hija del consejero, pero que de aquel día en adelante pertenecía al servicio de Dios.
El padre quedó sorprendido. Nunca sospechó que su hijo pudiese tomar semejante resolución. Escribió con prisa buscando apartarlo de esa idea, pero no lo pudo conseguir.
En cuanto al encargado, para quien todo se enredaba cada vez más, dejó al muchacho seguir hacia el claustro, dispuesto a no figurar en un asunto del cual realmente nada sabía.
Capítulo IV
Fray Simón de Santa Águeda fue obligado a ir a su provincia natal en misión religiosa, tiempo después de los hechos que acabo de narrar.
Se preparó y se embarcó.
La misión no era en la capital, sino en el interior. Entrando a la capital, le pareció un deber visitar a sus padres. Estaban cambiados física y moralmente. Era, con toda seguridad, el dolor y el remordimiento de haber precipitado a su hijo a la resolución que tomó. Habían vendido el negocio y vivían de sus rentas.
Recibieron a su hijo con alborozo y ver- dadero amor. Después de las lágrimas y los consuelos, llegaron al propósito del viaje de Simón.
—¿A qué vienes tú, hijo mío?
—Vengo a cumplir una misión del sacer- docio que abracé. Vengo a predicar, para que el rebaño de El Señor no se aparte nunca del buen camino.
—¿Aquí en la capital?
—No, en el interior. Comienzo por la villa de ***.
Los dos viejos se estremecieron; pero Simón no lo notó. Al día siguiente partió, no sin algunas exigencias de sus padres para que se quedara. Notaron que su hijo ni de pasada había hablado de Helena. Tampoco quisieron lastimarlo hablando del tal asunto.
En unos días, en la villa de la que había hablado fray Simón, había un alborozo por escuchar las prédicas del misionero.
La vieja iglesia del lugar estaba hasta el tope de gente.
A la hora anunciada, fray Simón subió al púlpito y comenzó el discurso religioso. La mitad de la gente salió aburrida a la mitad del sermón. La razón era simple. Acostumbrado a las vivas imágenes de los calderos ardientes de Pedro Botelho, el diablo, y otros pedacitos de oro de la mayoría de los predicadores, el pueblo no podía escuchar con placer el lenguaje simple, suave, persuasivo, al que servían de modelo las prédicas del fundador de nuestra religión.
El predicador estaba por terminar cuando entró apresuradamente a la iglesia una pareja, marido y mujer: él, honrado labrador, con una posición suficiente para cubrir las necesidades básicas y con la buena voluntad de trabajar; ella, señora estimada por sus virtudes, pero de una melancolía invencible.
Después de tomar el agua bendita, se colocaron ambos en un lugar donde pudieran ver fácilmente al orador.
Se escuchó entonces un grito y todos corrieron hacia la recién llegada, que se acababa de des- mayar. Fray Simón tuvo que detener su discurso, mientras terminaba el incidente. Pero por una abertura que la turba dejaba, pudo ver el rostro de la desmayada.
Era Helena.
En el manuscrito del fraile hay una serie de puntos suspensivos diseminados a lo largo de ocho líneas. Él mismo no sabe lo que sucedió. Pero lo que sucedió fue que, apenas reconociera a Helena, continuó el fraile el discurso. Era entonces otra cosa: era un discurso sin nexo, sin asunto, un verda- dero delirio. La consternación fue general.
Capítulo V
El delirio de fray Simón duró algunos días. Gracias a los cuidados pudo mejorar y pareció a todos que estaba bien, menos al médico, que quería continuar el tratamiento. Pero el fraile dijo positivamente que se retiraba al convento, y no hubo fuerza humana que lo detuviera.
El lector comprende naturalmente que el casamiento de Helena había sido obligado por los tíos.
La pobre señora no resistió la conmoción. Murió dos meses después, dejando inconsolable al marido que la amaba de veras.
Fray Simón, recogido en el convento, se volvió más solitario y taciturno. Conservaba aún algunos signos de locura. Ya conocemos el acontecimiento de su muerte y la impresión que causó al abad.
La celda de fray Simón de Santa Águeda estuvo mucho tiempo religiosamente cerrada. Sólo se abrió, algún tiempo después, para dar entrada a un viejo secular que por limosna alcanzó la autorización del abad de terminar sus días con la convivencia de los médicos del alma. Era el padre de Simón. La madre había muerto.
Fue creencia, en los últimos años de vida de este viejo, que él no estaba menos loco que fray Simón de Santa Águeda. EP
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Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908) fue un escritor brasileño considerado el primer gran cuentista de Latinoamérica y uno de los maestros del realismo literario. Colaboró en distintos periódicos y en la administración pública. Su obra está constituida por nueve novelas, varias piezas teatrales, doscientos cuentos, cinco poemarios y más de seiscientas crónicas.
Eduardo Langagne es director general de la FLM. En 1994 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, y en 2016 el Premio de Poesía José Lezama Lima. Es autor de Tiempo ganado y No todas las cosas: antología personal 1980-2015. Re- cientemente publicó su traducción de Resurrección, la primera novela de Machado de Assis.