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Una certeza (A un año del sismo) 

Annuska Angulo Rivero *Fotos de Adam Wiseman | 13.09.2018
Una certeza (A un año del sismo) 

Edificios Condesa, julio 2018

Me da un cierto pudor contar nuestra historia sabiendo que hay miles de personas en situaciones similares a la nuestra, que se quedaron sin su vivienda a raíz del terremoto, pero que no tuvieron la misma suerte. Desde abril nos estamos quedando en un departamento lleno de luz y de plantas que nos han prestado unos amigos muy generosos. Rentamos otro durante dos meses, y antes de eso habitamos dos departamentos más, también prestados. Es decir, cuatro mudanzas en un año, de un departamento a otro, con dos hijos, un marido y la perra, aunque siempre cerca de nuestro barrio, de nuestra esquina de la Escandón —no tuvimos que cambiar de rumbos—. Pero todavía, a casi un año del sismo, hay gente que vive en albergues, o que se tuvo que ir a vivir a otra ciudad, o que perdió a familiares o amigos, o que nunca pudo regresar a recoger sus cosas. Ahora, igual que ese mismo día, nosotros sólo podemos decir: “Sólo fueron daños materiales, gracias a Dios”, y tragarnos nuestra propia desgracia, que depende desde dónde se mire, es pequeña o grande.

A todos nos duele ver los huecos que dejaron los edificios destruidos ese día y los que se tuvieron que demoler en el transcurso de este año. Muchos siguen acordonados, esperando a ser demolidos o reconstruidos o reforzados. En principio, el trauma es colectivo, de toda la ciudad, pero si tu edificio se cayó o se dañó —si eres un damnificado—, lo cierto es que después de un tiempo se empieza a sentir una cierta soledad. Para la mayoría de los ciudadanos la vida siguió su curso y volvió a la normalidad. Nosotros —¿cinco mil personas, más o menos? ¿Diez mil (no encuentro el número oficial)— seguimos en el terremoto.

 

Jalapa y Chiapas, Roma Norte, marzo 2018

Cuando me llama mi marido y me dice “Voy camino a casa”, yo le tengo que preguntar: “¿Qué casa?”. A veces él me responde: “La casa rota”.

 

Edificios Condesa, julio 2018

Nuestro edificio “quedó afectado”, como otras cinco mil setecientas sesenta y cinco viviendas, según los datos oficiales. Se puede reparar, pero ahí sigue todo agrietado. El condominio tiene veintidós departamentos, y como es natural tardamos meses en ponernos todos los vecinos de acuerdo y firmar con una constructora en febrero. Cuando por fin lo logramos, un mes y medio después los de la constructora despidieron al equipo de arquitectos que ellos mismos habían contratado. Nunca regresaron a trabajar desde finales de marzo. Nos abandonaron. La obra se quedó parada y desde abril estamos como si fuera octubre, buscando otro despacho de arquitectos que realice una obra de refuerzo y reconstrucción con la que todos los vecinos estemos de acuerdo. Además, todo lo que invertimos —el anteproyecto, el adelanto de la obra— fue dinero tirado a la basura. Como en el Juego de la Oca, ya casi estábamos a punto de llegar al final y caímos en la casilla de la calavera, la que te regresa al principio. Quién sabe cuánto tiempo tardemos en habilitar el edificio. Yo ya dejé de hacer planes hace mucho tiempo.

Yo estaba en casa sola cuando tembló. Mi perra se escondió del susto, y durante los veinte segundos en que intenté encontrarla, vi y escuché cómo se partían las paredes a mi alrededor. Sentí que se me venía el edificio encima. El terror se me alojó en el cuerpo y a veces siento que sigue ahí, agazapado, listo para saltar y atacarme en cualquier momento.

Cuando sonó la alarma, estaba trabajando en la tarea para mi clase de octavo semestre de Letras Inglesas en la UNAM. Escribía un ensayo sobre una novela de Virginia Woolf que se titula Jacob’s Room: la habitación de Jacobo. Llevaba semanas batallando con el ensayo, dándole vueltas, haciéndome líos, y ese día por fin las ideas habían comenzado a fluir. En esa novela en particular, los personajes femeninos, salvo contadas excepciones, siempre están ubicados en espacios al aire libre: las calles y parques de Londres, la playa, el huerto, las colinas… En cambio, los hombres —de ahí el título— se relacionan con las habitaciones solitarias, privadas y acogedoras, con los edificios antiguos, con los museos y las universidades y los grandes monumentos de la civilización europea. Hasta el Partenón sale. Y en ésas estaba yo, pensando en la habitación de Jacobo, cuando de pronto mi habitación propia se quebró.

Llevábamos catorce años en ese departamento. Era un primer piso grande, con una hermosa cocina y un balcón que se llenó de plantas. Cuando llegamos allí yo estaba embarazada de mi segundo hijo.

 En el edificio vivíamos muchas familias con niños, y se desarrollaron buenas amistades entre ellos. Los chamacos se veían casi todos los días, subían y bajaban por todos los departamentos como si fueran sus propias casas. Tenían un comité, el CADE: Comité de Amigos Del Edificio. Se encargaban, entre otras cosas, de decorar el portal en Navidad, el 15 de septiembre y el Día de Muertos. Eso también se quebró ese mismo día.

Durante las semanas que siguieron al sismo vino mucha gente —de la delegación, de la UNAM, voluntarios— a revisar el edificio. Entre septiembre y octubre nos hicimos expertos en estructuras: un desfile de peritos, ingenieros y arquitectos pasaron por allí haciendo anotaciones, tomando fotos de las grietas, firmando dictámenes, tratando de responder a nuestras preguntas ingenuas, desesperadas: ¿Cuánto se tardarán en repararlo? ¿Por qué nosotros? ¿No que era un edificio sólido? ¿Por qué se dañaron los departamentos de abajo y no los de más arriba? ¿Y ahora qué hacemos? ¿Cuánto nos va a costar repararlo? Nos explicaron que los muros fueron como los fusibles en una instalación eléctrica. Soportaron el choque y se rompieron, pero la estructura aguantó. Sobre todo sufrieron daños los muros de los departamentos de abajo, y de los de arriba no, pero a ellos se les cayeron los muebles. Un arquitecto de la UNAM comparó nuestro edificio con un apio: cuando lo agitas, las hojas de arriba se mueven, pero lo que se troncha es la base.

Aunque los peritos declararon el edificio habitable, la mayoría de los vecinos con niños nos fuimos de inmediato. Poco a poco nos dimos cuenta de que no regresaríamos a vivir a nuestro hogar en un buen rato. Hemos estado yendo a por cosas, a regar las plantas, a empacar y desempacar. Mi marido incluso pasó una temporada trabajando allí. Pero es triste. Cada vez que me voy de la casa, me despido de ella en voz alta como si fuera una persona. “Adiós, casita”, le digo, “hasta pronto”, y le doy un beso a la puerta.

Los niños y adolescentes del edificio se han seguido viendo, a pesar de las distancias que ahora separan a las familias. Nosotros hemos conocido nuevos barrios, hemos creado lazos con otras esquinas, con otras tienditas y tianguis y otras ventanas. Nos hemos dado cuenta de cuánto nos quieren los amigos, y de que tenemos muchos. La familia en Europa nos ha apoyado con dinero, con abrazos a la distancia. Marcela, la marchanta que nos vendía flores a domicilio, nos ha encontrado en cada uno de los diferentes departamentos en los que hemos vivido, como por arte de magia.

Los primeros meses todavía teníamos la esperanza de regresar en mayo o abril. Para principios del 2018 nos fuimos haciendo a la idea de que no iba a suceder. Nos tuvimos que despedir de este departamento un año antes de lo planeado.

 

Londres, agosto 2018

Lo primero que dijo mi hijo pequeño al aterrizar en Londres: “Aquí ya no hay terremotos, papá”. Él también quedó traumado, claro.

Pero nosotros decidimos irnos de México mucho antes, en el 2015, el verano aquel cuando asesinaron a Rubén Espinosa, Yesenia Quiroz, Mile Virginia Martín, Nadia Vera y Alejandra Negrete en la colonia Narvarte. El momento en el que tomamos la decisión de vivir en otro lado se entrelaza con el recuerdo de ese crimen.

Y así como se mezclan esos dos sucesos en el recuerdo, en la decisión de regresar a Europa se mezclaban dos motivos: por un lado nuestros padres cada vez se hacen más viejos, y crecía la angustia de no estar cerca, de no verlos más a menudo, de no estar ahí cuando nos necesiten. Por otro lado, la idea de empezar de nuevo en otro lugar no se nos hacía tan loca. Yo soy española y llevo desde 1994 fuera de mi país.

 Tenía ganas de regresar a Europa, de conocer la tierra donde nací. Un cambio no viene mal a nadie. Hicimos cálculos: el verano del 2018 era el momento adecuado para la mudanza transatlántica.

Cuando regresamos de visitar a la familia en agosto de 2017, estaba yo decidida a exprimir al máximo mi último año en México. Empecé a escribir una lista titulada “Cosas que hacer antes de irme”:

–Tesis UNAM.

–Nacionalidad mexicana.

–Visitar Real de Catorce y Xilitla.

–Operarme los ojos.

–Arreglarme los dientes.

–Comer en el Nicos.

–Ir a los Baños Medicinales del Peñón, en Peñón de los Baños.

Terminé mi tesis, y eso es todo, y hasta me siento un poco heroica por haberlo logrado bajo esas circunstancias.

Entonces, al trauma de perder nuestra casa y la cosmogonía de nuestras vidas, de vivir buena parte del año de un lado para otro, de trabajar en muchos escritorios provisionales distintos y acostumbrarme a diferentes cocinas; al trauma de perder de forma repentina un barrio, una rutina, los queridos vecinos, el paisaje de una ventana, se aúna el trauma de irnos de México después de diecisiete años. Unos días después del sismo, cuando ya era oficial que el edificio era seguro y no se iba a caer, mi marido empezó a empacar. Yo lloraba. Decía “aún no nos vamos; yo no quiero empacar mi vida aún”.

En enero, y por la insistencia de varias amigas, fui a ver a un psicólogo. Pensé que tenía un cuadro clásico de trastorno por estrés postraumático. No podía dormir, lloraba mucho y constantemente sentía que algo horrible iba a pasar. Pero desde la primera sesión el terapeuta me dijo que no, que lo mío no se podía considerar estrés postraumático.

 Que más bien era que me encontraba entre dos traumas, que yo era un sándwich de traumas: el de perder mi casa y el del inminente cambio de país. Y que lo que me estaba deprimiendo más bien era la despedida, el miedo a irme después de tanto tiempo. El sismo hizo que me entrara una nostalgia prematura por todo lo que he vivido y amado en este país.

“La conmoción del terremoto les habrá hecho más fácil irse”, me dicen algunas personas. Como si la ciudad nos hubiera empujado para partir. Pero no ha sido así. La sacudida más bien me hizo sentir la profundidad de las raíces que echamos en México.

 

Edificios Condesa, julio 2018

Además de redactar mi lista de “Cosas que hacer antes de irme”, cuando regresamos a México en agosto de 2017, luego de visitar a la familia en Europa, me eché el I Ching, 1 y esto es lo que me salió:

51. Chen / Lo Suscitativo

(La Conmoción, el Trueno)

El signo Chen es el hijo mayor, quien se adueña del mando con energía y poder. Un trazo yang se genera por debajo de dos trazos yin y asciende con poderío. Es un movimiento tan vehemente que provoca terror. Aquí sirve de imagen el trueno que irrumpe desde las entrañas de la tierra causando temor y temblor con su conmoción.

EL DICTAMEN

La Conmoción trae éxito.

Llega la conmoción: ¡Ju, ju!

Palabras rientes: ¡Ja, ja!

La conmoción aterra a cien millas,

y él no deja caer el cucharón sacrificial, ni el cáliz.

La conmoción que se levanta desde el interior de la tierra a causa de la manifestación de Dios, hace que el hombre sienta temor, pero este temor ante Dios es algo bueno, pues su efecto es que luego puedan surgir el regocijo y la alegría. Si uno ha aprendido interiormente qué es el temor y el temblor, se siente seguro frente al espanto causado por influjos externos. Aun cuando el trueno se enfurece al punto de aterrar a través de cien millas a la redonda, permanece uno interiormente tan sereno y devoto que no incurre en una interrupción del acto del sacrificio. Tan honda seriedad interior, que hace que todos los terrores externos reboten impotentes sobre ella, es la disposición espiritual que deben tener los conductores de los hombres y los gobernantes.

LA IMAGEN

Trueno continuado: la imagen de la conmoción.

Así el noble, bajo temor y temblor,

rectifica su vida

y se explora a sí mismo.

Con sus sacudidas el trueno continuo ocasiona temor y temblor. Así el noble permanece siempre en actitud de veneración ante la aparición de Dios, pone orden en su vida y escruta su corazón indagando si acaso, secretamente, hay algo en él que esté en contradicción con la voluntad de Dios. De tal modo, el temor devoto es el fundamento de la verdadera cultura de la vida.2

Lo olvidé al instante, como casi siempre que leo el I Ching.

Lo volví a recordar el 26 de septiembre, cuando ya estábamos empezando a instalarnos en uno de los diferentes departamentos en los que hemos llevado una vida provisional. Me topé con el libro y me entró curiosidad por revisar qué hexagrama me había salido ese 20 de agosto. Cuando lo volví a leer se me erizaron los pelos de los brazos. El hexagrama 51 habla de los eventos enormes, aterradores e inesperados que de vez en cuando sacuden a este planeta. Habla de la seriedad interior, de aprender a vivir en la incertidumbre con cierta calma e incluso con alegría, porque los eventos tormentosos que nos sacuden no nos hacen del todo mal. Agudizan la percepción. Habla de la presencia de Dios, y de no dejar caer la cuchara ni el cáliz.

Las ondas sísmicas recorren el suelo de la ciudad y los edificios que tienen la suerte de estar justo en las líneas donde se concentran las fuerzas, de estar mal construidos o de no haber sido nunca reparados desde su construcción antes de 1950, se caen o se rompen. Este sismo, al contrario que otros traumas colectivos que nos ha tocado vivir (el 11 de septiembre en Nueva York, o crecer en los ochenta en el País Vasco de la ETA), no fue causado por la atrocidad humana. Ni siquiera es algo que, como un huracán, se ve venir. “Irrumpe desde las entrañas de la tierra, causando temor y temblor con su conmoción”. Desordena todo en un instante, y luego hay que poner orden, por dentro y por fuera.

A mí me criaron unos padres ateos y comunistas que a su vez fueron criados en la ex Unión Soviética (fueron niños exiliados de la Guerra civil española y se quedaron atrapados en un limbo apátrida durante veinte años). No sé si por rebelarme contra ellos o por un genuino sentir religioso, cuando tenía como ocho o nueve años me entró un ramalazo católico y hasta rezaba yo el rosario sola (o lo trataba de rezar sin mucho éxito, supongo). Resentía que no me hubieran hecho hacer la primera comunión, cuando todos mis hermanos sí la habían hecho —porque les obligaron en el colegio en la época de Franco—. Llegué al extremo de mostrar a mis amigas las fotos de la comunión de mi hermana mayor (quince años mayor) como si fueran las mías. Al poco tiempo se me pasó el fervor y regresé al ateísmo más descarnado, versión punk —Dios ha muerto, y no hay futuro.

El día del sismo sentí una fuerza oceánica que hizo saltar al edificio entero y que se hundía y volvía a saltar como cuando en el mar te atrapa una ola por delante y otra por detrás y te revuelcan y sientes que te asfixias, pero con una potencia mucho mayor. Lo que no logro comprender es cómo, después de ese terremoto, quedó un solo edificio en pie. Vivir en México me ha regresado la devoción que sentía de niña. Desde que vivo aquí, ya no estoy tan convencida de que Dios haya muerto. Se nos jodió la casa, sí, pero nos sucedieron varios milagros: Nosotros teníamos otro departamento además del que se rompió. Era un quinto piso en la Roma Sur, cerca del Viaducto, que compramos en el 2012 como inversión. Lo rentábamos y con eso pagábamos la hipoteca del banco. En el verano del 2017 lo pusimos en venta para financiar la mudanza a Londres. Firmamos el contrato de compraventa un día antes del sismo. Se lo vendimos a un amigo, y la notaria, antes de que firmáramos, para que quedara muy claro (nuestro amigo es extranjero), le repitió tres veces (¡tres veces!): “Si tiembla y el edificio se cae, el departamento es tuyo, es tu responsabilidad”. Supongo que todos estábamos un poco nerviosos a cuenta del terremoto del 7 de septiembre, casi a medianoche, aquel sismo fuerte pero ondulado, oscilatorio, de larga duración. Esa noche, al regresar a casa después de pasar un rato con los vecinos en piyama, recuerdo haber hablado con mi marido de que los sismos no me daban tanto miedo, y hasta disfrutaba sentir el poder de la corteza del planeta. Aquel temblor fue hermoso.

Londres, agosto 2018

El del 19 de septiembre no fue un temblor hermoso. El pánico que sentí no se lo deseo a nadie. Supongo que se trata del temor reverencial del que habla el I Ching, el que produce ser testigo de una fuerza tan brutal que después nada es igual. Sales cambiado. El edificio de la Roma, el del departamento que vendimos, quedó ileso y el nuestro no. Pero llegamos a un acuerdo con nuestro amigo y nos quedamos allí hasta el 6 de enero, cuando le entregamos las llaves de su departamento.

Después vinieron más meses de vida de nómadas, y finalmente la empacada final (un caos), y las despedidas tremendas. Aquí estamos ahora, en el cottage de mis suegros, esperando hasta finales de agosto para mudarnos a lo que será nuestra casa durante al menos todo un año. Atrás quedó nuestro hogar de la Escandón, todo polvoriento, agrietado y ahora medio vacío.

A veces pienso que hubiera sido mucho mejor que no se rompiera nuestra casa —y con ella todo nuestro plan financiero—. Me hubiera gustado ir a Xilitla; sacarme el pasaporte mexicano; haber tenido tiempo y espacio para organizar mejor la mudanza transatlántica, y hacer la fiesta de despedida en mi propia casa. 

Pero no se pudo. En lugar de todos esos “hubiera”, me he quedado con una sola certeza, más concreta que el concreto: que la vida es fundamentalmente una incertidumbre, y que la generosidad, la solidaridad y la amistad son lo único sólido que nos sostiene. Creo que he salido ganando. EP

 

1 El I Ching es El libro de las mutaciones, un sistema adivinatorio de origen chino. Se tiran tres monedas seis veces, y cada tirada es una línea del hexagrama. Las líneas pueden ser mutantes o estáticas.

2 Richard Wilhelm, I Ching. El libro de las mutaciones, Edhasa, Barcelona, 1993, pp. 276-277.

 

 

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Annuska Angulo Rivero es escritora, periodista, traductora y editora. Es autora de libros para niños como Lo que mi tío piensa de Cristóbal Colón (2005) y Blancanieves en el metro (2016), y de la novela El misterio del lago olvidado (2007). También es coautora, con Miriam Mabel Martínez, del libro de ensayos El mensaje está en el tejido (2016). Instagram: @annusk