Enrique tenía un año menos que yo. No sé cuántas veces lo suspendieron, lo sacaron de la escuela, lo reportaron. No sé cuántas veces nos agarraron pintando. Lo que sí me acuerdo es que los dos estábamos sentados en la orilla de la azotea de su casa, él tenía un libro, Trópico de Cáncer, y yo traía las agujetas desabrochadas como siempre. Eran cerca de las once de la mañana y alguien tenía que ir a hablar a la dirección porque algo había hecho otra vez, fuimos a buscar a un amigo que se veía grande para que se hiciera pasar por su familiar.

Él entró a CCH Vallejo y una vez llegó con un jersey que no era de la UNAM; era como un trofeo por lo que alcanzaba a entender. Nos platicaba cómo asaltaban camiones, cómo se madreaban a otros estudiantes... lo que siempre había hecho desde la primaria pero ahora con credencial de la universidad.

Un día. Enrique se cayó de una azotea en una fiesta, estaba muy borracho y se abrió la cabeza. No me recuerda. Necesita una placa de metal o algo así, si no podría morir de otro golpe en la cabeza. La última vez que lo vi estaba moneando y casi me golpea.

Muchas veces he soñado con él.

Cuando éramos niños jugábamos todas las tardes y salíamos a dar vueltas en la bici un ratito porque a mi no me dejaban salir mucho a la calle. Hoy me pregunto en qué momento todo empezó a valer verga para que él terminara internado en un hospital psiquiátrico porque intentó lastimar a su sobrina.

¿Su mamá o su papá sabían que le gustaba leer poesía y narrativa? Porque ese libro no se lo habían dejado de tarea...

¿Para qué sirve la escuela sin amor, cariño y atención?

#FueraPorrosDeLaUNAM