#Crónicas: Pájaros en el tribunal
Este fragmento pertenece al libro Procesos de la noche publicado por Almadía que narra la odisea judicial de la familia del normalista Julio César Mondragón, estudiante de la normal de Ayotzinapa.
17 de agosto de 2015
Al Primer Juzgado del Tribunal Superior de Justicia de Iguala de la Independencia, Guerrero, se llega después de tomar una desviación a la entrada de la ciudad; el camino está flanqueado por hoteles, quintas residenciales y letreros de marisquerías o de cervezas, pues a no más de treinta minutos se halla la laguna de Tuxpan. Luego de un puente el camino se vuelve de terracería y más adelante hay un puesto de policías donde es preciso registrar los datos del auto y el nombre del chofer. Fracasamos al intentar acomodar el coche a la sombra de algún árbol. La primera puerta que nos encontramos es la de la aduana del Centro de Rehabilitación Social de Iguala, cuya torreta parece descompuesta; un policía vigila esa entrada y a lo lejos se ve un tendedero improvisado.
El juzgado se encuentra alojado en un edificio de un solo piso, largo y de un blanco desgastado, cuyo sistema de ventilación consiste en unas rendijas hechas con los mismos ladrillos que sostienen la construcción. La señal de los teléfonos celulares deja de funcionar y el internet es una quimera en esa zona. Una pequeña bandada de golondrinas nos recibe revoloteando en lo alto del techo. Allí han puesto sus nidos, justo encima de donde despachan burócratas y los presos intentan vender bolsas o pulseras tejidas.
Hasta antes de abril de 2015 había dos juzgados, primero y segundo, pero después de una huelga en la que los trabajadores demandaban mejores condiciones laborales, desaparecieron uno: justo el que llevaba los expedientes del caso Ayotzinapa. Ahora todos los casos se acumulan en el juzgado sobreviviente: una gran sala donde se han acomodado nueve escritorios, cada uno de los cuales representa una función distinta dentro de la misma. La mesa de la entrada es la notaría; justo enfrente hay otra mesa con una máquina de escribir: ahí es donde el abogado de oficio da asesorías; un escritorio pequeño casi al fondo es la Oficialía de Partes. Pilas y pilas de expedientes en hojas tamaño oficio se hallan dispuestas en las mesas o pasillos del tribunal; no es raro encontrar excremento de pájaros sobre las hojas. Detrás de uno de los escritorios se encuentra la licenciada Sagrario Aparicio: pelo teñido de rubio, maquillaje exagerado y un enorme cuerpo que mágicamente no dobla los tacones que lo sostienen. Ella es la secretaria de acuerdos, encargada de redactar todos los procedimientos realizados en un caso, así como de ordenar el expediente. Y es quien le confirma a la maestra Sayuri Herrera, abogada y psicóloga, que los expedientes (212, 214 y 217 de 2014) del caso de Julio César Mondragón Fontes se encuentran a su cargo.
Desde luego, ni la familia ni la abogada fueron notificadas del cambio de mesa del expediente. Los oficios al aire libre harían pensar en una escenificación extrema de la transparencia gubernamental, pero la razón es que no tienen archiveros para acomodarlos. Mientras la secretaria de acuerdos revisa si se puede consultar el expediente de Julio, ya que los magistrados de la tercera sala lo están leyendo, Sayuri comienza las gestiones para la exhumación del cuerpo del normalista.
El juez nos recibe sin mayor dilación. También accede sin muchos reparos a la petición de que se realice una nueva necropsia al cuerpo de Julio e incluso sugiere el procedimiento más rápido. Es un hombre modesto, camisa y pantalón de vestir sencillos; parece estar interesado en que el Estado y el gobierno recuperen la credibilidad perdida, pero enfatiza que no puede hacer mucho desde donde está. Es decir, sentado sobre una silla de respaldo raído dentro de una pequeña oficina: el único lujo del que goza dentro del juzgado. Tanto él como Sagrario miran a Sayuri con una extrañeza preocupante cuando ella menciona la necesidad de seguir el protocolo de exhumación preparado por la ONU. Probablemente es la primera vez que escuchan sobre tal cosa. Sin embargo, todo ha ido bien y nos vamos de allí con la certeza de que, como dijo el padre Miguel Concha en la misa que ofició en memoria de Julio en diciembre pasado, ¡Dios está con nosotros!
Siguiente parada: la Procuraduría Judicial de Guerrero, recién nombrada Fiscalía. Ahí queremos conseguir la bitácora fotográfica del perito que se encargó del levantamiento del cuerpo de Julio César. Sayuri me dice que las fotos del expediente no sirven porque están impresas en blanco y negro, y ciertamente, sólo se pueden ver unas manchas más negras que otras. A propósito, para que no se vea nada, pienso. El encargado de servicios periciales tiene la cara de un adolescente y reacciona como tal cuando le decimos que se ve muy joven. Su servidor lleva ocho años aquí, nos dice muy ofendido. Luego de revisar minuciosamente el oficio donde se solicitan todas las fotografías que el perito tomó el 27 de septiembre de 2014, dice que no nos las puede dar, pues ellos trabajan para el gobierno y no para particulares. Necesitamos que el oficio venga de parte de una autoridad, sentencia, y nos mira por encima de las micas negras de sus lentes.
Como muestra de buena voluntad, manda llamar al perito Vicente Díaz Román, quien fue el primero en levantar el cuerpo de Julio César, para que él nos diga si tiene más fotos. En la Fiscalía, aunque hay una oficina que ostenta el letrero, no hay departamento de fotografía, así que el hecho de conservar evidencias fotográficas depende del arbitrio, el morbo o la buena fe del perito. Vicente es un hombre mayor, casi llega a los sesenta años; tiene treinta y cuatro trabajando en el servicio pericial; su cabello entrecano pronto igualará la tonalidad de su camisa y zapatos blancos. Nos dice que sí, que él lo fue a recoger, que le avisaron de la coordinación y de allí se fue a donde estaba el cuerpo, en el Camino del Andariego, en la colonia Ciudad industrial. Que ya desde allí empezó el levantamiento del cuerpo, que lo subieron a una camioneta y luego lo llevaron al Semefo (Servicio Médico Forense) de Iguala. Luego él no supo más. En efecto, nos dice, tomó más fotos aparte de las cinco que constan en el expediente. Que habrán sido como unas veinte y luego escogió las que se veían mejor. Nosotras queremos todas pues, a casi un año del asesinato de Julio, tal vez esas fotografías sean las únicas que contengan los indicios para determinar los detalles de su tortura y muerte.
Sayuri le pregunta por qué las puso en blanco y negro, pues los protocolos periciales indican que deben ser a color. Porque no nos dan tóner de color, nos dice el viejo perito. Las fotos las tomo con mi cámara, y exhibe una cámara digital ordinaria. Aquí están las fotos, aquí están las fotos, nos dice mientras agita en su mano una usb negra, le sopla y la vuelve a meter en el cajón de su escritorio, que ocupa casi la totalidad del cuarto de dos por dos metros en el que nos ha recibido. Le preguntamos sobre su experiencia al enfrentarse a un rostro desollado. Uno ve muchas cosas, nos dice. No es el primero que ve. Nos vamos de allí con la esperanza de que alguna de esas fotografías contenga algo más de lo que está en el informe y que pueda darnos indicios de cuál fue el instrumento con el que se infringió tal corte en el rostro de Julio.
Un piso más abajo nos toca lidiar con una de esas personas cuyo complejo de inferioridad es tal que, a la menor sensación de poder, aprovechan la oportunidad para descargar en sus subalternos algo de lo que los atormenta por dentro. En México, gracias a esa antigua tradición del machismo, la primera señal de poder que experimenta un hombre de poca valía es el pene. Ejemplo de ello es el actual MP de la Fiscalía de Iguala, Hermenegildo Morales Contreras, quien durante los cinco minutos que estuvimos en su oficina humilló a dos de sus trabajadores: a uno lo llamó chango y a otro bruto. Incapaz de verbalizar su disgusto porque el oficio estuviera dirigido al antiguo agente del mp, hizo gala del magistral empleo de la repetición, figura retórica que, al parecer, constituye todo su armamento discursivo. Mientras estuvimos frente a él no dejó de enfatizar que ya no tenía el expediente y que entonces no podía darnos las fotos, porque el expediente ya no estaba con ellos y entonces no tenían nada que darnos porque el expediente se lo llevaron a otro lado y entonces allí ya no tenían nada, porque él ya no tenía el expediente y entonces ya lo que pedíamos estaba en otro lado.
Ante este paladín de la oratoria, Sayuri desistió de explicarle todo lo relativo al proceso pericial y nuestro objetivo en la Fiscalía, pues el hombre ya había mandado llamar a Vicente para hacernos saber que él podía regañar a quien quisiera; temíamos que le pidiera la USB y la destruyera o desapareciera. En fin, acabamos por retirar el oficio para que el hombre pequeño olvidara el asunto; luego buscaríamos otro canal para solicitar las fotografías. Antes de dejar la Fiscalía fuimos con Vicente a pedirle que hiciera una copia de la USB. Él nos dijo muy enfático que a nadie le daba esas imágenes, sólo con el documento oficial. Nos fuimos de allí pidiendo que realmente Dios esté con nosotros.
Próxima parada: Servicio Médico Forense de Iguala. Las otras fotografías que esperábamos conseguir eran las que debió haber tomado el médico forense Carlos Alatorre, autor de la necropsia donde se afirma que los agentes del desollamiento de Julio fueron elementos de la fauna del lugar. Nada más de entrar a un cuarto con paredes y piso de mármol nos sorprendimos, pues el aspecto no tenía nada que ver con el resto de las construcciones en las que habíamos estado ese día. Un vigilante nos informó que esas instalaciones son de la Funeraria El Ángel. Como el gobierno no tiene recursos suficientes, la empresa presta sus instalaciones para el Semefo y, a cambio, sus servicios funerarios son la primera opción que se ofrece a todos los muertos de Iguala. Un empleado del Semefo, a quien interceptamos cuando estaba a punto de llevar algunos exámenes forenses al MP, nos dice que el médico Alatorre trabaja sólo los sábados y domingos; el resto de la semana da consultas en una clínica del ISSSTE. No sabe si él querrá hablar con nosotras, pero va a intentar contactarlo. Aunque lo ha visto con la cámara, se ha fijado que Alatorre no acostumbra tomar fotografías. Es que los médicos ya están viejitos, nos dice, luego yo les tengo que ayudar a descargar sus archivos para que puedan imprimirlos.
Muy amable, el señor Juan queda de contactar al médico Alatorre para ver la posibilidad de entrevistarnos con él. Para que nos diga si tomó fotografías del cuerpo de Julio o para poder preguntarle por qué no lo hizo. ¿Acaso no le pareció importante? ¿Es que son tantos desollados que uno más qué más da? ¿O ese día no llevaba cámara? ¿O las tomó pero se le olvidó ponerlas en el informe? Total que si Julio hubiera sido asesinado entre semana, seguro sí habría fotos. Al salir de allí yo me pregunto dónde estaba Dios el 26 y 27 de septiembre.