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Ocios y letras: I. Hasta    

II. Amonestación de Rosario Castellanos (a noventa años de su nacimiento)

Miguel Ángel Castro | 25.06.2015

 

I

La preposición hasta está presente en expresiones familiares e inofensivas como hasta mañana, hasta la vista, hasta pronto, hasta luego, hasta entonces, hasta la próxima, y otras amables despedidas, que pueden ser amargas y definitivas como hasta nunca. La encontramos en algunas incertidumbres como hasta que Dios quiera; en anuncios fatídicos como hasta que la muerte nos separe; en desafíos como hasta no verte, Jesús mío; en hartazgos, excesos o hechos contundentes, que pueden tener a un lugar o a una persona hasta la madre; igualmente si las copas y dosis son demasiadas, casos en los que también se emplean hasta atrás y hasta las manitas, equivalentes a la forma hasta no más.

Difícil no rememorar aquella oración con la que nos iniciábamos en las clases de latín: “¿Hasta cuándo Catilina, abusarás de nuestra paciencia?” (Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?), con la que Cicerón descubría la conspiración del político Catilina. Curiosamente la forma latina quousque o usque ad no permanecieron en el castellano sino la árabe hattá, influida por el latín ad ista, ‘hasta esto’.

Atiendo la petición de algunos colegas interesados en el uso correcto de esta compleja preposición con las puntuales consideraciones que ofrece el Diccionario panhispánico de dudas:

Hasta. 1. Preposición que se usa para expresar el término límite en relación con el tiempo, el espacio o la cantidad: “No lo tendré listo hasta el viernes”; “Corrió hasta la casa”; “Contaré hasta veinte”; “Vino hasta mí y me besó”. Hasta seguida de infinitivo, o de la conjunción que antepuesta a un verbo en forma personal, introduce oraciones subordinadas temporales: “Grité hasta ponerme afónica”; “No me iré hasta que me pagues”. Es muy frecuente que, cuando la oración principal tiene sentido negativo, en la subordinada aparezca un no expletivo, esto es, innecesario, como refuerzo de la negación de la oración principal: “No se fue hasta que no llegó su padre”; “Se negó a confesar hasta que no llegó el juez”. Debido a lo arraigado de este uso, ha de considerarse admisible, aunque no hay que olvidar que el enunciado no necesita esta segunda negación: “No se fue hasta que llegó su padre”; “Se negó a confesar hasta que llegó el juez”.

2. En algunas zonas de América, especialmente en México, en la zona costera del Ecuador, en América Central y en Colombia, se produce un fenómeno inverso, esto es, la supresión de la negación no delante del verbo en oraciones con hasta, con lo que el enunciado puede interpretarse en sentidos diametralmente opuestos. Así, en estas zonas, una oración como “Se abre hasta las tres” puede significar que se cierra a las tres (sentido que tendría en el español general) o justamente lo contrario, que se abre a partir de las tres. Para evitar los casos de ambigüedad a que puede dar lugar, se recomienda acomodar el uso de hasta en estas zonas al del español general y colocar la negación correspondiente delante del verbo: “No se abre hasta las tres”, o bien dejar el verbo en forma afirmativa y sustituir la preposición hasta por a: “Se abre a las tres”.

3. Puede funcionar como adverbio con el sentido de ‘incluso’ y, en ese caso, es compatible con otras preposiciones: “Hasta por tu padre haría eso”; “Son capaces de trabajar hasta con cuarenta grados”; “Fui a buscarlo hasta a Cuenca” (distinto de “Fui a buscarlo hasta Cuenca”).

4. Hasta adelante, hasta atrás. En la lengua general, los adverbios adelante y atrás, nunca se emplean precedidos de la preposición hasta. No obstante, en México es frecuente este uso con el sentido enfático especial de ‘lo más adelante o lo más atrás posible’: “Venían llegando del panteón, cuando los que iban hasta adelante corrieron dando voces”.

 

II

Rosario Castellanos nació hace noventa años (el 25 de mayo de 1925) y debemos recordarla, por eso considero que vale la pena comentar, así sea someramente, su labor como periodista en Excélsior durante las décadas de los sesenta y setenta. En aquellos años nuestra sociedad enfrentó crisis muy complejas y la escritora manifestó sus posturas con inteligencia, valor y determinación. Se interesaba en diversos temas, en asuntos internacionales como la guerra de Vietnam, la condición de las mujeres en México y el mundo, y hacía crítica cultural y literaria. Andrea Reyes, compiladora de los textos periodísticos de Castellanos (tres tomos, Conaculta, 2004-2007) advierte que “los acontecimientos de 1968 sacuden su concepción de la patria, lo cual implica un reto a su ética como escritora, y la llevan a continuar reflexionando sobre la búsqueda de la verdad, la importancia de la libertad de expresión, la necesidad de desafiar la censura y los peligros del patrioterismo y la demagogia.”

Rosario creía sinceramente en el diálogo como vía de solución al conflicto estudiantil de la ciudad de México de aquel año. Amante de la literatura, confiaba en el poder de la palabra. Sus argumentos valen para todo momento en que deben tomarse decisiones políticas, por tanto, a unas semanas de las elecciones, reproducimos algunos párrafos del artículo que la escritora publicó en Excélsior el 31 de agosto de 1968, “Función del diálogo: catarsis y esclarecimiento”. Se trata de cuestionamientos que deben tomar en cuenta todos aquellos que deseen hacer uso digno de la palabra en alguna de las tantas plataformas o soportes que hoy disponemos:

¿Por qué si el don de la palabra es una de las conquistas primeras y definitivas de la humanidad y se ha ido enriqueciendo y perfeccionando a lo largo de los siglos, lo aniquilamos al servirnos de él para mentir o lo corrompemos y lo desnaturalizamos al repetir una consigna con una insistencia tan machacona que comienza por convertirse en lugar común, en automatizarse y termina por provocar desconfianza, hastío y asco? ¿Es que despreciamos tanto a nuestros posibles interlocutores que los consideramos incapaces de entender un término exacto, de recibir un mensaje inédito, de asumir la realidad correctamente captada y transmitida? ¿Es que los suponemos tan torpes como para no discernir el oro del cobre; para no establecer diferencias entre un discurso ornamentado, eufónico pero hueco y otro cuyo mérito radica en la verdad? ¿O es que nos despreciamos tanto a nosotros mismos que nos consideramos incapaces de escoger un término exacto, de pronunciar un mensaje inédito, de captar y transmitir correctamente una realidad que de antemano habíamos asumido? ¿O es que somos tan torpes que no discernimos ya entre el oro y el cobre: que no establecemos diferencias entre un discurso ornamentado, eufónico pero hueco y otro cuyo mérito radica en la verdad? Quizás ambas hipótesis sean complementarias. El círculo vicioso que cierra y encierra a los protagonistas del drama. Proyectamos a los otros lo que padecemos, les atribuimos nuestra ineptitud y los responsabilizamos de nuestra retórica. 

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MIGUEL ÁNGEL CASTRO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo; recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.

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