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#TelegráfoDeTigre: La noche que tuvimos que huir de Acapulco

Raciel Quirino | 12.11.2018
#TelegráfoDeTigre: La noche que tuvimos que huir de Acapulco
#TelegráfoDeTigre es el blog de Raciel Quirino y forma parte de los #BlogsEP

Me suena a lugar común manosear “Casa tomada”, cuento de Cortázar, para hablar de lo que nos ocurrió a mí y mi familia. Pero ¿por qué pretendo tocar el tema? Algo de afán egocéntrico: mis mortificaciones son las más grandes del mundo. Por el efecto que el chisme, la desgracia ajena, provoca, ese cosquilleo de placer perverso, ese rating, quizá. La catarsis neurótica. ¿La denuncia del país de mierda, de la descomposición social? Para eso hay discursos, consignas, marchas.

No puedo evitarlo, no tengo otro referente más adecuado para explicarme lo que nos sucedió. Los personajes de “Casa tomada”, hermanos, deciden tácitamente, ignorar, acostumbrarse a una presencia que iba apoderándose de su casa (“Estábamos bien y poco a poco empezamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar”). Nosotros también decidimos tácitamente no pensar, evadirnos. Ellos en una casa de familia acomodada argentina, con varias estancias y biblioteca, nosotros, en Acapulco, en la colonia 20 de noviembre, rodeados de halcones disfrazados de repartidores de tortilla en motocicleta, terrenos baldíos donde crece la maleza, el escombro, pululan tlacuaches, murciélagos, adictos a la piedra, y se multiplican calles aparentemente en calma pero que en cualquier instante se vuelven tiradero de muertos y guerra.

¿Y cómo es ignorar, casi no pensar, acostumbrarse a la vida en Acapulco? Yo tomaba ansiolíticos, bebía mucha cerveza y hacía otras cosas que me avergüenzan. Hay muchas maneras de sobrevivir en Acapulco. Los hermanos de “Casa tomada” tenían sus caminos: Irene tejía y el narrador leía literatura francesa; cuando la presencia tomó la biblioteca, a él le dio por poner en orden la colección de estampillas postales que dejó su padre. El objetivo es no pensar: si “el corazón pensara, se detendría”, escribió Gerard de Nerval. Pero la presencia insiste, va haciendo ruidos, se expande y apodera del espacio, de la casa, de Acapulco, secuestrando, extorsionando, sembrando cuerpos en las calles.

Era palpable el hecho de que estaba cerca era como la Nada de La historia interminable de Michael Ende, una entidad maligna producida por el olvido, que iba devorando la vida poco a poco. En Acapulco, de entrada, cualquiera conoce, directa o indirectamente, a alguien que haya sufrido algún acto violento. Todos los días suceden historias, hay desaparecidos y muertos. Se advierte cómo la expansión crece, cómo el turno se acerca: el señor que vendía pepinos con chile Tajín en una esquina, por ejemplo, un día ya no puso su puesto: en su lugar estaba una veladora y unas flores.

Me tocó conocer más o menos bien el estado de Guerrero. Y sí, supe y vi cosas extrañas en la Sierra, en la Montaña, en Yextla, en Filo de Caballos, en Tlacotepec, gente armada, gente con miedo, amapoleros, pueblos prostibularios llenos de droga, pero en Acapulco pude ver a mi primer muerto por muerte no natural, un hombre maniatado que arrojaron desde un taxi en movimiento, cuya sangre se dilataba casi negra en el pavimento, y en el pecho llevaba una cartulina que decía: “aquí les dejamos su basura, perros”. Llega el momento en que es imposible ignorarlo. Pero es aún más difícil cuando la realidad pega directo dejándonos una carta con cuatro balas.

A la tortillería de enfrente un día le pidieron dinero y cerró al poco tiempo. Varias misceláneas de la colonia fueron amenazadas. Nuestra tienda de abarrotes permaneció indemne hasta el domingo por la noche en que encontré un sobre con un mensaje con letras gruesas y lleno de faltas de ortografía, en el que nos pedían depositar dinero y hablaban de mi familia a la cual tenían ubicada. Entrábamos de golpe en un camino sin retorno y había que tomar decisiones urgentes. Cerré la tienda, desperté a mi mujer y se armó la revolución. La decisión principal ya estaba tomada de antemano: cuando vimos que estaban cerca los chingadazos, nos pusimos de acuerdo en que si se diera el caso de una extorsión nosotros no haríamos tratos con criminales.

La paranoia subió al máximo. Mientras reuníamos las cosas que podíamos llevarnos en un viaje tan de improviso, yo hablaba en voz baja temeroso de que alguien estuviera vigilándonos y asomaba un ojo de vez en cuando a la calle, que a esa hora, más de la una de la mañana, estaba vacía. La adrenalina en ese momento nos permitió de nueva cuenta no pensar. En ese momento no advertíamos las implicaciones emocionales de todo ese movimiento: dejar todo, llevarnos a nuestra hija, nuestra chivas y largarnos a vivir a otra ciudad, en otro estado, mientras dejábamos atrás un lugar en llamas, tomado por el crimen, justo como los personajes del cuento de Cortázar: “Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora”.

Ya después, con las semanas vas cayendo en cuenta de lo que dejaste, las cosas que no pusiste en la maleta, y comienza la añoranza y el enojo. Pero, al fin de cuentas, creo que hemos sido afortunados: pudimos salir de ese matadero; aunque mi esposa, acapulqueña, tiene un proceso más complicado. La que más sale ganando en todo esto es mi hija: dos años, apenas, crecerá en un lugar mucho mejor. Reconozco nuestra suerte, porque incluso antes de esta situación deseé salir de Acapulco y se veía difícil: ¿cómo dejar todo, tu trabajo, tu casa, tus amistades? En la novela La peste, de Camus, hay una ciudad sitiada por la enfermedad, en cuarentena, ciudadanos atrapados, esperando solamente morir. Nadie puede escapar, pero todos quieren escapar ¿Cómo dejar tu vida entera? Quizá sólo cuando lo que buscas es sobrevivir.

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