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CORNUCOPIAS

La escuela del calor y el frío decembrino 

Antonio Calera-Grobet | 01.12.2018
CORNUCOPIAS

Las cocinas dan calor. No hay cocinas frías: morgues, se llamarían. / Los hornos, como los anafres de las esquinas, los tambos de basura en combustión y las manos frías coronándolos, las fogatas, las parrillas, claro, son generadores de calor. De uno que es el segundo. El calor primero es el amor. / Las otras fuentes de calor: un chal, una ruana, una chamarra o una bufanda y, por supuesto, un chocolate, un atole o un café. / Nadie que haga amor a través del calor ha pasado por cierto aquello de que “la venganza es un plato que se sirve frío”: de lo contrario, burbujea de lo ardiente. / Una cassoulet, el pozole, un cocido madrileño o una borsch generan a sus pueblos tanta energía que los lleva a un viaje por el tiempo. Ahí donde habitan las vivencias originales, todos sus muertos. / Se dice de esos platillos que son los que alimentan, sí, pero no a los individuos, sino a la cultura. / Un champurrado, por ejemplo, calienta en nuestro adentro el estómago, el pecho, pero también, con su calor, aviva nuestros recuerdos. Fotografías comestibles, potajes del reencuentro. Beber de una sopa en el frío es un acto de magia. La clam chowderes, imaginariamente, vencer a Moby Dick. / Imaginemos que un Quijote imaginario y su Sancho viajan por territorio mexicano. ¿No sería hermoso proveerlos de un atole de alpiste y unos buenos tamales canarios? / Un pocillito con ponche, recordémoslo por todo lo alto, ahí entre nuestras manos, piñata líquida, ¿no es un proyector cinematográfico, la claqueta que detona todos nuestros fotogramas, los momentos más dulces o amargos, los más felices pero también los más crudos, ácidos, de nuestras vidas? / El fuego de las cocinas, llegue por la combustión de leñas o carbones, gas de cualquier tipo, alaciado entre los cables de la energía eléctrica, es apenas el pretexto para un incendio mayor. La quemazón en la pira de nuestro más viejo álbum de recuerdos. Sus crepitaciones, las luciérnagas, toda esa pirotecnia es tan evanescente o concreta como cada uno quiera. Y revivirá cada vez que lo queramos. En ese tenor, recordemos un verso de Vicente Huidobro: “Los verdaderos poemas son incendios”. / En resumidas cuentas, el big bang fue apenas un espeso caldo cósmico que, sobrecalentado por el dios de su preferencia, no tuvo más que reventar. La cocina del universo tuvo que ver con un cocinero que quería desparramarse, dar vida y reventar, siempre dar y dar hasta reventar. / Los grandes lugares se saben restaurantes, sí, pero no para alimentar a los cuerpos sino para agrupar y restaurar las almas. Esos grandes lugares, desde los más ínfimos chiringuitos hasta los más grandes y exquisitos centros para darnos placer, abiertos siempre en nuestra memoria aunque ya no existan en la realidad, sabían de esta escuela del calor y sus posibilidades para transformar la vida de los hombres. / Los consomés hechos de padres a hijos, esas sopas calientes luego del trabajo y el colegio, son abluciones psicomágicas, pócimas que, además de poder parar un cólico, disolver un enojo, disminuir el llanto, inundan hasta taponar los estragos de la vida cotidiana. Las rebabas, las astillas del ser. Un trance de cucharadas para regresar a la realidad. / ¡Qué poder mítico-religioso, qué vestigios divinos guardarán las sopas, los caldos, los potajes, qué interior tan impregnado aún del misterio de la vida y las culturas que, incluso en un ramen de paquete, en una lata de Campbell’s, alcanzamos a ver brincotear a nuestros nudos más extremos, nuestras más tiernas maneras! / Cocinero de cuerpo entero: no subestimes nunca los reinos de belleza que habitan dignamente en una “cara Hellmann’s”. / Ahora bien, habría que comenzar a imaginar al calor como una magia, un halo, un fulgor inmanente de toda gran comida, sobre todo una energía escondida en algunas formas que consideramos un arte menor. Las peladillas de almendras, los turrones, los orejones de chabacano, son pepitas de oro de esta forma de entender el calor: como una forma del amor. / Los parrilleros podrán ser algo precarios en su forma de cocinar, bien, pero vaya que saben del calor y se nos brindan a través suyo. / Las velas, los manteles, las cestas del pan, todos los arreglos de las mesas, son parte de ese calor, claro está. Un tortillero: recordemos. ¿O a poco no los carros de salchichas, de elotes, de camotes, de hot cakes en las ferias rascuaches, los cientos de peroles nunca fueron un epicentro de nuestras vidas? / Los elotes, por ejemplo, en esta teoría del calor, serían en verdad antorchas, ¿qué no? / Una taza de té, ¿cuándo ha sido en verdad una simple taza de té? / Así las cosas, observemos, en vez de un atado de flores en el centro de una mesa, un sarmiento encendido, una yedra en llamas, una estructura de la que mana, categóricamente puro, un calor. Un surtidor. / Dar gracias no a algún dios, quizá, pero con toda seguridad a quien hizo de comer y a aquellos que nos acompañan al hacerlo, recibir es dar calor. / Ritualizar el momento de comer los alimentos, sentir tal acto como mágico, significa dar y recibir calor. / El humo que sale de hornos y calderos, por debajo de ollas y planchas, es otro tipo de incienso: entonces ritualicemos. / Reír es dar calor. Sonreír es calentarnos por dentro. La sonrisa es un bello poncho de lana para zona arqueológica que habita dentro de nosotros. / ¿Una mesa? Una mesa es, a todas luces, un altar. Un altar secular. / Hay una imagen mucho más bella que la que nos regala una cacerola hirviendo sobre la estufa: es la bella imagen de un hoyo de barbacoa. / Entre el mundo y el inframundo, como ofrenda o no, apenas una naturaleza entre viva y muerta, nos arroja con fuerza al sentido de la vida. Lo que es estar vivos y alimentarnos de tan majestuoso y tierno animal. Entendemos que sea esa estampa una gran metáfora. Pero aún no sabemos de qué. De tantos y tantos qués. / Queda claro aquí que la leche materna fue el primer calor. Tibieza y calostro protectores del sentido original y último. La primera taza de calor de nuestras vidas. ¿O lo fue la sangre? / La voz humana en su canto, los panderos, las castañuelas, los aparatos de sonido de la más novísima tecnología, son proveedores de calor en el invierno de los hombres sólo si son encendidos y reproducidos en nuestro ser humano, las bocinas que llevamos en el pecho y en el cerebro. El ruido no es una forma del calor pero las discusiones sobre la mesa no son ruido: son otra manera de comernos. / Un cazo de cobre enorme, repleto de carne de cerdo, es tal surtidor de calor que da para los cien trabajadores que van levantando ese edificio. El calor transformado en trabajo hace que uno se sienta bien remunerado sobre la Tierra. Sin cerdo no habría edificios, ni siquiera los hechos con cubitos de Lego. / La más vieja forma de calor se halla aún en una papa clavada en los terregales. / El tamal es uno de los más grandes poemas del calor. Verlos ahí, en su colmena variopinta, amontonados en sus clases sociales, tamales envueltos en una capa grosera de miopías, los unos sobre los otros, hasta llorar de calor. / El pan dulce, la grasa animal, las verduras al vapor: puro calor. Como sucede con los dulces de leche, los pasteles. Golosinas de calor para soportar el ajetreo de los días. Un beso y un abrazo son más bien un calor por las batallas pasadas. Frazadas. / Tortilla: piedra de sol. / Un vaso con agua de limón con chía, uno de tamarindo, jamaica o guayaba, están a mil grados centígrados en cuanto a su calor. Hasta duele un tanto separarnos de ellos. Nos calman tanto como un doctor, un loquero. Como verdaderos poemas, llevan su incendio adentro. / Por las épocas finales del año nos descubrimos necesitados de calor, tanto que podríamos comernos todo el calor del mundo: demos entonces calor al pecho frío, al rehogado en sus miserias, al ególatra que ha preferido girar alrededor de sí. Eso podría significar sentarlos o no a la mesa, pero imaginemos al menos su rostro al recibir de nosotros un pedazo de pan. Porque hay quienes piden posada y quienes la dan. / Una casa a veces es tan sólo un pedazo de pan. / Sabemos que las cocinas son las fábricas del calor en una casa, que las estufas son los corazones de esas fábricas levantadas para la fundición de las cosas en una masa calorífica. Pero, como las camas y los petates, también las mesas puestas son escenarios propios para la transmisión del calor. Seamos calurosos sobre ellas. / Seamos calientes, por ejemplo, con el cocinado de palabras, verbos, vocablos que se cocinan en nuestro adentro. Porque las palabras son también comestibles, grandes emanaciones de calor que alimentan. / Porque vaya que el relato de los hombres y mujeres sobre la Tierra se come. Y mucho de lo que comemos de nuestros seres queridos tiene que ver con el calor de su verbo. Con lo que dicen y la manera de decirlo. / Muchos humanos han preferido cerrarse en un gélido desierto porque piensan que ya no hay manto que les caliente. Otros, no menos perdidos de la brújula de sus sentimientos, hacen la pantomima del calor por conveniencia. Aprovechan los cumpleaños, las fiestas de fin de año para desmadejarse en falsos calores, como si un pavo o bacalao inertes pudieran calentar por sí solos los corazones de los suyos. / Porque existe una forma muy poco confiable de poema que se cocina muy a menudo en las cocinas del planeta: el plato de comida sin más. Ese plato sin relato, ese plato condimentado pero sin sabor, hace las veces de tesoro mentiroso: el que dice que nos amamos una y otra vez pero, a fuerza de probarlo, nos damos cuenta de que, en verdad, no sabe absolutamente a nada. / Por eso la escuela del calor nos enseña que el verdadero y más fino cocinero no ve en la comida su más alto ingre-diente. Que el verdadero amante de las cosas no halla en las recetas y sus procedimientos nada que le aporte verdaderamente. Los verdaderos amantes, sabedores de que son ellos mismos quienes se brindan en sus platos, se dejan picotear por los demás para que, antes y después del ritual de comerse a sí mismos entre comidas y relatos, entre mimos y calores, sorpresas y humores, sean sus mismos seres queridos los que sazonen su existencia. / Antropofagia: comerán los unos de los otros sus relatos, sus acontecimientos contados, de la poesía de la vida misma, de ese plato hirviendo del sentido último de las cosas: vivir sobre la Tierra como si nos fuéramos, a cada rato, borrando de ella. / Las pistas, las señales saltan a la vista pero no las queremos ver en toda su dimensión. Que hay maneras de plantarse en la vida. Para vivirla a tope o simplemente dejarla pasar. Dejarse la vida en lo que uno hace o meramente cumplir con el requisito de vivirla, respirar nada más o hacer amor y comérnosla a puños llenos. Llenarnos de vida hasta el último día. EP

 

 

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Antonio Calera-Grobet es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

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