Serie vs. Cine o la hiperhistoria
Breve historia de las series
Las series son más viejas que el alfabeto. Las primeras son La Ilíada y La Odisea, ocho siglos antes de Cristo. El gusto de los antiguos por el relato largo, expansivo, fragmentado, lleno de sorpresas, es idéntico al que tenemos actualmente. Veinticuatro cantos de quince mil versos son tres temporadas de doce capítulos cada una. Ambos macropoemas acumulan casi treinta mil versos, algo así como la serie completa de Juego de tronos. Homero, el ciego que va por el mundo viendo otro mundo, fue la primera radio, el primer cine, la primera tele que tuvo la humanidad; cuando en la polis aparecía el poeta, la polis se suspendía, y los que podían (era un lujo) pasaban horas frente al ciego-visor, tal como hoy nos encerramos fines de semana enteros hasta agotar el último capítulo de la última temporada de la última serie. Si se piensa que La Odisea empieza en la mitad de la historia, va para atrás y luego para adelante, resulta que Homero no sólo inventó la serie, sino también la precuela y la secuela, al mismo tiempo y sin equipo de escritores.
En la Edad Media, el rapsoda pasó a ser el juglar y el poema épico el cantar de gesta. La serie del héroe se llamó saga. Más corta que la épica antigua (ahora cuatro mil versos) seguía implicando un relato en jornadas, aunque cambió por completo la narración: más verbos, menos descripciones, más golpes de acción, menos reflexiones. Cada quien aportó una saga distinta, Inglaterra: Beowulf, Alemania: El cantar de los Nibelungos, Francia: El cantar de Roldán. El punto más destacado fue el Cantar de Mio Cid (y su precuela Las mocedades de Rodrigo), por la crudeza y realismo (españolísimos) en comparación con los demás cantares, demasiado propensos a la fábula. Luego vendría Shakespeare y sus dos tetralogías históricas. Sin embargo, es con el matrimonio entre la novela y el periódico, a comienzos del siglo XIX, donde encontramos el antecedente directo de las series tal como las conocemos ahora. En particular el folletín, primera manifestación de la cultura popular de masas. Folletín significa ‘hojita’, nombre que se daba en París a la novela que el periódico publicaba en partes y como suplemento. Fue tal el éxito, que el folletín llegó a conformar un subgénero literario, amigo del cliché y de los estereotipos. El modo de producción era inédito: las historias se hacían en la medida en que se difundían, siguiendo el gusto del público. El objetivo del periódico era generar fidelidad, y la fidelidad pasó a ser el objetivo del novelista. Cuando el objetivo de la historia se pone fuera de la historia, la primera afectada es la historia misma. La gran novela decimonónica, tanto la francesa como la rusa y la inglesa, se generó bajo una modalidad de producción industrializada, y se nota: Dumas fue una empresa de más de setenta escritores, Dostoyevski alargaba las novelas para poder pagar sus deudas, y Madame Bovary llegó a tener tres colores de ojos. El exceso y el excedente son rasgos fundamentales de la serie, una marca de nacimiento, una manera de ser. La premisa es que lo que se puede decir corto, hay que decirlo muy largo (volveremos sobre este punto). Fue así como la historia dio paso a la hiperhistoria.
En el siglo XX, la hiperhistoria escapó de los periódicos y revistas literarias para encontrar refugio primero en la radio (en los años treinta y cuarenta), y luego en la tele. La mal llamada “caja idiota” resultó brillante, empezó a hacer cine y convirtió el séptimo arte en la séptima temporada. La tele demostró que el cine se podía hacer de manera ágil, expedita y abundante. A mediados de los cincuenta surgió la figura del productor de televisión, concebido como un general en tiempos de guerra: asume el mando total de los proyectos, define el equipo creativo y técnico, el presupuesto, el tiempo, los contenidos, la calidad. En los setenta, ochenta y noventa un solo productor (Aaron Spelling) fue el creador de Los ángeles de Charlie, Starsky y Hutch, La isla de la fantasía, El crucero del amor, Dinastía, Beverly Hills, 90210 y Melrose Place.
Entre las décadas de los cincuenta y ochenta, la serie de televisión (policial, cómica y dramática) generó su propia versión del cine: rápida, eficaz, plana. En esa época de Guerra Fría, de fronteras macizas, la distancia y diferencia entre la serie y el cine no era sólo clara, sino radical. El fugitivo (1963-1967) y Kung Fu (1972-1975) pertenecen a mundos completamente distintos que El último tango en París, Tiburón y El resplandor. No obstante, en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, cayó también el muro que separaba el cine de las series. Ese mismo año, el cineasta experimental David Lynch y el guionista Mark Frost (que ya había cimbrado el muro con la serie alternativa Hill Street Blues, 1981-1987, creada por Steven Bochco) produjeron el episodio piloto de Twin Peaks. Lynch era —sigue siendo— un cineasta vanguardista, figura en Cannes y en Venecia, cuya obra jamás había tomado en cuenta los gustos del público. Twin Peaks se trata de un padre que asesina a su hija, es surrealista, oscura, divertida y perturbadora a más no poder. Hecha con gran sentido estético, resultó un producto completamente atípico en televisión. Su éxito sorprendió a todos, empezando por el propio Lynch, que no supo manejar la situación y alargó la historia trece episodios más de lo necesario, condenando la serie a su cancelación. Sin embargo, tuvo en vilo a Estados Unidos, Europa y América Latina, y cambió para siempre el aspecto que tendrían las series futuras. Gracias a Twin Peaks, la serie perdió inocencia, se hizo adulta, cambió sus parámetros.
AMC, un canal de paga que se volvió productor de series de calidad, hoy opera con el principio de las tres “O”: la serie tiene que ser Original, Orgánica y Oscura; y eso se lo debemos a Twin Peaks. Luego entonces aparecieron The Sopranos, Six Feet Under, Mad Men, Breaking Bad y una larga lista que nos tiene encerrados en casa comiendo palomitas.
Saga, serie y mutaciones
El padrino I, II y III no constituyen una serie sino una saga. Todos los Rocky y las varias partes de La guerra de las galaxias también. En la saga, lo que se persigue es el argumento. Uno ve El padrino II para saber cómo va a seguir la historia. Por supuesto que los protagonistas, el mundo recreado, la atmósfera, son importantes, pero lo fundamental para el espectador que se chuta la saga, la razón final, es atrapar el hiperargumento. El cine está lleno de sagas y lo seguirá estando (El señor de los anillos, Spider-Man, Rápidos y furiosos, Piratas del Caribe, Harry Potter, Los juegos del hambre, y un largo etcétera). En cambio, en una serie, lo que uno sigue son los personajes que deambulan de argumento en argumento hasta que se agote la paciencia del productor, del actor o del espectador. Digamos que el cine es “nada en exceso, todo con medida”, mientras que la serie es “todo en exceso, nada con medida”. Recordemos los rasgos folletinescos de la serie: exceso y fidelidad. El exceso tiene que ver con el hiperargumento y es el talón de Aquiles de las series. Pongamos el caso de Breaking Bad. El personaje principal completa su transformación a mediados de la segunda temporada, mientras que la serie tiene cinco temporadas y los últimos episodios duran más de hora y media. Esto parece que no tiene sentido, pero lo tiene en cuanto que en una serie lo que importa es ir con el personaje, encariñarse con él; tiene que ver con pautas de consumo más que con necesidades dramáticas; y aquí se retira el crítico y hace su entrada el psicólogo: una persona que ve una película al día o dos no es un adicto, es un cinéfilo, pero una persona que ve una temporada en un fin de semana es un seriéfilo, y la seriefilia es una conducta obsesiva compulsiva. Cuando se trata de series, la pasión se vuelve patología.1
Las series, a diferencia de las sagas, han producido, más que un cambio de conducta, auténticas mutaciones: el espectador abducido, figura inédita en la cultura; el actor monopapel que sacrifica su carrera; la web productora como Netflix, que declara la guerra a HBO. Pero la mutación fundamental, a mi parecer, se produjo en los escritores.
La mutación del guionista
Escribir mi primer largometraje tomó nueve años; escribir el segundo tomó seis; el tercero, cinco. Todos con intermitencias, también de años, que no descarto porque la pausa y la distancia, para mí, son parte esencial del proceso. En los setenta u ochenta, algo así podía ser visto con benevolencia, incluso esperanza; sin embargo, en los tiempos actuales, escribir tres largometrajes cada veinte años resulta menos que poco, insignificante. El lector podrá imaginar la perplejidad que experimenté cuando descubrí sitios como Netflix o Cuevana (“gratuito”). El despliegue de anaqueles virtuales repletos de saurio-historias que se tragan a millones de telespectadores me dejó sorprendido: lo que a mí me tomaba años, resultaba ser tan sólo uno de los trece capítulos de una de las tantas temporadas, de una de las tantas series disponibles, a cualquier hora y en cualquier lugar. El fenómeno me puso en jaque y me obligó a revisar por completo la manera en la que yo realizaba mi trabajo. El mercado se había transformado en una ola gigantesca que engullía guiones de dimensiones descomunales, y yo no estaba preparado. La sacudida, por supuesto, fue tan inmensa que cambió por completo la concepción que yo tenía de mi oficio.2 Digamos que había sido educado para ser mecánico cuando lo que se necesitaba era un biólogo. Así de grande la diferencia. Porque en el momento en que se entienden los principios orgánicos que mueven a las historias, en ese momento las situaciones dramáticas empiezan a proliferar con fluidez y naturalidad. El guionista-mecánico (modelo imperante del siglo pasado), en cambio, trabaja ensamblando piezas en una cadena de montaje donde cuesta mucho hacer que encajen. Este modelo pone en el centro del análisis a la estructura (el argumento), y al desarrollo del conflicto, bajo estrictas reglas formales. Nace de la necesidad de los productores de establecer un marco regulatorio que defina qué guiones son aceptables y cuáles no, un modelo que tiene que ver más con la lectura crítica que con el proceso creativo. El modelo tiene más de una virtud y ha generado películas y series geniales, pero depende demasiado del talento e intuición del escritor. Con bastante frecuencia se convierte en una camisa de fuerza. El guionista contemporáneo, en cambio, es más parecido a un biólogo que trabaja en un laboratorio. Ve la historia como un ser vivo y dinámico, genera la estructura construyendo triángulos dramáticos, genera conflictos en función de los dilemas, trabaja en equipo, injerta spin-offs, secuelas y precuelas a todo lo que funcione. El guionista-biólogo es la mutación en curso que está permitiendo llevar la hiperhistoria hiperlejos. Si a esto
agregamos que los escritores se están volviendo productores, es probable que el guionista-biólogo se convierta en el próximo rey del reino serial.
La serie, verdugo del cine
El cine, verdugo de la radio, verdugo del teatro, hoy parece tener a su propio verdugo en las series de televisión.
Esto que parece ser así, no es tan así, empezando por el hecho de que ni la radio ni el teatro han muerto; por el contrario, se han vuelto cinematográficos (la radio ahora la pasan por la tele, el teatro usa proyecciones). El cine también ocupa una cierta teatralidad, por poner un ejemplo: Bastardos sin gloria, de Tarantino, cuando la escena del cazador nazi en el comedor
del campesino que esconde judíos; también lo podemos observar con claridad en el cine de Woody Allen o en el de los hermanos Coen, donde el actor es central. En la cultura, nada se elimina, todo se recicla. Fargo, la película, se convirtió en la serie Fargo, y Twin Peaks, la serie, se volvió la película Twin Peaks. No conozco un solo caso en que el homólogo haya superado al original. Las diferencias de formato no son sólo de forma; inciden en todo lo demás. Volver hiperhistoria una historia, o viceversa, es como ver el antes y el después de una dieta milagrosa o de un descuido alimenticio brutal, cuando una persona se convierte en su contrario. Es el caso, porque cine y serie son lo mismo, sólo que opuestos. EP
1 El último hallazgo psicosocial se llama “infidelidad de serie”: sucede cuando, en una pareja, uno de los dos ve capítulos de una serie antes que el otro.
2 En los últimos cuatro años he escrito y dirigido, de manera ininterrumpida, más de cien episodios de la serie animada en red Catolicadas. La serie empezó con tres capítulos. Si en ese momento me hubieran dicho que faltaban más de cien, me desmayo.
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Ernesto Anaya Ottone, chileno naturalizado mexicano, es guionista y dramaturgo. Autor de nueve obras de teatro, entre ellas Las meninas, Maracanazo y Humboldt, México para los mexicanos. En 2015 fue profesor de dramaturgia en la Escuela Mexicana de Escritores. Escribe y dirige la serie animada en red Catolicadas.