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La nueva agenda a debate: La justicia social y el presupuesto para 2019

Luis Foncerrada Pascal | 05.02.2019
La nueva agenda a debate: La justicia social y el presupuesto para 2019
Por medio de una revisión de las políticas económicas que han caracterizado a los sexenios presidenciales en México desde 1970, el autor analiza sus intentos de crecimiento vía el incremento del gasto, siempre en busca de justicia social y equidad, para evaluar nuestro escenario en este cambio de régimen.

La búsqueda de justicia social desde hace 50 años

Desde que hay alguna noción de los efectos de la desigualdad, en el mundo se han realizado intentos continuos para lograr mayor igualdad y reducir la pobreza, esto es, para lograr justicia social. Los diversos intentos han ido desde los experimentos socialistas hasta programas de búsqueda en las economías de mercado, de crecimiento acelerado y creación de empleos. En las economías de mercado se ha sostenido una larga discusión y diversos intentos para encontrar la mejor manera de lograrlo. Intentos no socialistas, pero sí una búsqueda por avanzar y crecer rápidamente, reducir las carencias y elevar la calidad de vida de la población. Es cierto que podríamos, a riesgo de cierta simplificación, pensar en dos grandes posiciones al respecto. Y tal vez tiene razón Streech (2017) cuando dice que hay una “tensión entre la demanda democrática por la justicia social y las demandas capitalistas por distribución a través de la productividad marginal”.

Nuestro país ha vivido ciclos políticos de expansión y ajuste, de intentos de crecimiento a través de incrementar el gasto y mejorar el bienestar de nuestra población, con poco o ningún éxito, a los cuales han seguido dolorosos periodos de ajuste. Al menos desde 1970, hace casi 50 años, se pueden identificar sexenalmente estos ciclos. Cada nuevo presidente, si le convencen o sabe que tiene algún espacio fiscal o posibilidades de incrementar el gasto con deuda, rebasando los recursos recaudados, difícilmente duda en expandir el gasto y resolver de una vez por todas el crecimiento y el bienestar. Hay además asesores convencidos sobre el efecto de un incremento del gasto público con deuda, que situarían al país de una vez por todas en una senda de crecimiento imparable. Además está el componente —digamos humano— de sentir o creer que el nuevo dirigente está destinado a ser el gran líder que cambiará al país, eliminará la pobreza y logrará la justicia social. Así se emprenden más y nuevos programas sociales y se llega a creer que se logrará un crecimiento sostenido y empleo permanente apoyándose en el gasto público expansivo. Un breve repaso de los sexenios nos permite aclarar esta reflexión.

 

Echeverría y López Portillo

Tanto José López Portillo como Luis Echeverría pensaron, bajo el hechizo del sueño de la inmortalidad o animados por resolver la desigualdad, que finalmente lograrían la justicia social, no lograda ni por la Reforma, ni por la Revolución, ni por la distribución de tierras y que, en cambio, provocaron lo contrario. Pero al final de esos dos períodos la pobreza no cedió y el espejismo temporal que efectivamente puede provocar la expansión del gasto por encima de los recursos recaudados, con deuda o con ingresos no recurrentes, se terminó. Deuda e ingresos no recurrentes representan un motor insostenible indefinidamente. Así se dan estos ciclos de expansión y luego de crisis y austeridad. La expansión económica de Echeverría financiada con deuda resultó en gran inestabilidad, alto endeudamiento con efectos en la balanza de pagos y, al final, el irremediable ajuste en el tipo de cambio, devaluación, inflación, caída en los salarios reales y, por supuesto, incremento en la pobreza.

Al final del sexenio de Echeverría debió realizarse un ajuste, un período de austeridad que permitiera a la economía recuperar su estabilidad y su ritmo de desarrollo; sin embargo, un suceso impidió este ajuste y le permitió a su sucesor, José López Portillo, continuar con la expansión basada en mayor endeudamiento. ¿Por qué? Porque los mercados internacionales estuvieron dispuestos a seguir prestando dinero a México, la banca internacional tenía una liquidez importante, en parte por los dólares acumulados por los países que crearon la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Ante los descubrimientos de los nuevos yacimientos de petróleo en México y los altos precios del crudo que siguieron al surgimiento de la OPEP, la banca internacional estaba más que dispuesta a financiar la fuerte expansión de la industria petrolera que planteaba México. Así, López Portillo tuvo acceso a más financiamiento y la deuda acumulada por Echeverría parecía menor ante el proyecto petrolero. Sin mucho espacio fiscal pero con gran acceso a financiamiento internacional, López Portillo pidió perdón a los pobres y pensó que podría lograr, ahora sí, la añorada justicia social. El financiamiento externo que recibimos en ese período en realidad es similar a la inversión de Pemex de esos años, paradójicamente, sin el despilfarro que vimos con Enrique Peña Nieto. Sin embargo, los déficits de López Portillo superaron el financiamiento externo y la fuente complementaria fue el Banco de México. Los instrumentos de deuda interna eran incipientes, los Cetes apenas comenzaban.

Entonces, otra vez, la fuerte expansión del gasto público se tradujo en un incremento del ingreso de las familias y en mayor demanda, demanda que no discriminó entre bienes nacionales o extranjeros. Aunado a esta expansión se mantuvo un tipo de cambio fijo y la demanda se satisfizo de manera notable con importaciones. La expansión terminó con déficits insostenibles, tanto fiscales como en la cuenta corriente, y con una reducción dramática de las reservas internacionales. Es cierto que dos factores externos fueron también elementos en la crisis: la tasa de interés y el desplome del precio del petróleo. La alta absorción —inversión más consumo— financiada con deuda, un tipo de cambio fijo y los factores externos llevaron de una expansión fiscal fuerte a la crisis de 1982. De nuevo vivimos en los siguientes años los efectos de la devaluación y la forzada austeridad necesaria para estabilizar la economía. Había que resolver inflación, pobreza, desempleo, mortalidad infantil creciente y, por supuesto, ya no había acceso a los mercados de capital internacionales. El 23 de agosto de 1982 declaramos una moratoria. La efímera y aparente mejoría en la calidad de vida, desapareció. La justicia social su pospuso.

 

De la Madrid

Miguel de la Madrid inició el ciclo de austeridad para recomponer la economía, reducir la deuda, eliminar el déficit con el exterior, ajustar el tipo de cambio, controlar el financiamiento del Banco de México y reducir el gasto a los niveles necesarios, no para evitar perder reservas internacionales sino para reintegrarlas lentamente. La economía promedió cero crecimiento por varios años y nuestras tarjetas de crédito llevaban la leyenda “Valid only in Mexico”. La depreciación, la inflación y la falta de empleo provocaron grandes carencias en la población. La pobreza se incrementó y con ella también la mortalidad infantil. El ajuste necesario se llevó todo su sexenio y la justicia social tuvo que volver a esperar.

 

Salinas

Tras resolver nuestra deuda externa con el Plan Brady y con un discurso nuevo de apertura y modernización, Carlos Salinas de Gortari nos dio esperanzas de crecimiento. La apertura de la economía y la venta de las empresas públicas y la banca estatizada envió un mensaje percibido por los empresarios y por la comunidad internacional como una clara señal de política económica decidida a fortalecer y a definir un desarrollo basado en una economía de mercado. Hay que agregar que esas ventas le dieron además una gran capacidad de gasto, sin deuda en esta ocasión, pero sí con ingresos no recurrentes. Se desechó definitivamente el coqueteo con la estatización de la economía. La apertura creó además confianza internacional y la inversión extranjera se hizo presente; con el GATT ya en proceso, se planteó el TLCAN. Un giro político que situó a México ya en el occidente y nos incorporó a instituciones como la OCDE y se contempló la integración a la OTAN.

La pésima privatización de la banca y la inexperiencia de quienes la adquirieron llevó, sin regulación adecuada, a una enorme expansión del crédito. Esto, aunado al alto gasto público —esta vez sin déficits fiscales—, produjo de nuevo una gran absorción en la economía que —sin duda y sobre todo con un tipo de cambio semifijo— llevó a un enorme incremento en las importaciones y a déficits en la cuenta corriente de 7 y 8 % del PIB (Foncerrada, 2004). Las consecuencias no se dejaron esperar: pérdida acelerada de reservas internacionales, una cartera vencida creciente en la banca y un nuevo endeudamiento que se aceleró en los últimos dos años del sexenio para compensar la salida de reservas internacionales. Los tesobonos tenían todo el riesgo de refinanciamiento e indudablemente el cambiario. Así termina Salinas, con una banca quebrada, el gobierno con una nueva deuda de $30 mil millones de dólares a corto plazo, sin reservas, con un tipo de cambio fuertemente sobrevaluado, grandes déficits en la cuenta corriente y no le quedó más que inventar el “error de diciembre”, cuando en realidad se trató de un error de 1991, 1992, 1993 y 1994. Difícilmente se podía diseñar de mejor manera una crisis.

La devaluación era inminente, la inflación resultante llevó a pérdida del poder adquisitivo y, evidentemente, a otra recesión después de la expansión fiscal y crediticia. La pobreza se incrementó, así como la mortalidad infantil y el desempleo. El crédito se redujo por casi nueve años, antes de iniciar un nuevo y tímido crecimiento después de 2004. La justicia social no llegó; sólo fue una ilusión temporal y se deterioró nuevamente la calidad de vida de la población.

 

Zedillo

A Ernesto Zedillo le tocó recomponer la economía. Llevó a cabo un ajuste rápido y sin consideraciones políticas, trató de ajustarse al Estado de Derecho y de reencaminar la economía. Las variables y precios fundamentales, el tipo de cambio y las tasas de interés se ajustaron libremente y el gobierno fue conservador en el gasto, con déficits manejables. Un típico ajuste, necesario, después del desorden anterior. ¿Y la justicia social? Zedillo mantuvo los programas sociales, pero la prioridad era claramente la estabilidad, no por el consenso de Washington u otras hipótesis miopes, sino por la simple realidad que nos impone la inflación. Lo primero es cuidar el poder adquisitivo de la gente. Los ajustes así deben entenderse y así deben realizarse. Primero es la capacidad de compra; el empleo aparece después, con la estabilidad, porque lo produce la inversión. Apenas se recompuso la economía para poder pensar en justicia social.

 

Fox

Francisco Gil, a cargo de la Secretaría de Hacienda en el período de Vicente Fox, terminó de llevar a cabo el arreglo de la economía. Con disciplina fiscal redujo los montos de deuda como proporción del PIB y cambió la estructura de la deuda de externa a interna de manera notable. Creó estabilidad y al final del sexenio se logró crecer a tasas más altas. Las finanzas públicas se pusieron en orden, se redujo la pobreza con los programas sociales bien orientados, se trabajó en la racionalización del gasto y se entregó una economía creciente, generando empleo y un espacio fiscal importante. Con la reducción y los cambios en la estructura de la deuda, la posibilidad de recurrir a endeudamiento nuevo se incrementó. Pareciera ser que la justicia social veía una luz al final del túnel: la pobreza se reducía y se iniciaba el crecimiento, sin amenazas de cuenta corriente deficitaria de manera alarmante, ni de devaluación, ni de inflación, ni de otra crisis, aunque con poco crédito bancario.

 

Calderón

Así encuentra Felipe Calderón al país. Y es cierto que la crisis de 2008-2009 vino de fuera, pero nunca fue comparable con la de 1995 y menos con la de 1982. Calderón usa parte del espacio fiscal creado por Zedillo y por Gil Díaz e incrementa la deuda en poco más de 8 puntos del PIB. El incremento de la deuda para financiar un mayor gasto público y salir de la crisis de 2009 parecía justificable, pero en 2010, 2011 y 2012 ya no había justificación, aunque se mantuvieron altos déficits fiscales e incluso déficits primarios, que no incluyen el pago de intereses por la deuda. El uso del espacio de endeudamiento que tenía no se puede justificar en esos tres años. La inversión fue poca, lo que tampoco abona a justificar ese endeudamiento ni los déficits primarios. El empleo no creció como podría haber crecido y la pobreza ya no se redujo significativamente. Un período que después de la crisis continuó con una expansión artificial del gasto, con deuda, incrementado además el pago de intereses, sin lograr más justicia social.

 

Peña Nieto

En diciembre de 2018 terminó otro sexenio de enorme desorden fiscal. De nuevo nos encontramos con los efectos típicos de una política expansiva, sin resultados en el crecimiento, con más pobres en el país, sin haber reducido la desigualdad, con más inseguridad, un Estado de Derecho deteriorado, más corrupción y una inversión pública raquítica frente a la brutal colocación de deuda, que en todo caso podía haber sido la única justificación del endeudamiento. Las cifras están ahí, es ocioso repetirlas. La deuda externa se duplicó como porcentaje del PIB y la deuda total se incrementó 25%; pasamos de alrededor de 40% del PIB, como saldo histórico, a 50% del PIB, sin esconder pasivos, lo que incluye la deuda de estados y municipios, que al final también son deuda pública. El cálculo del Fondo Monetario Internacional es de 54%. Y eso a pesar de que de 2015 a 2017 se transfirieron en tres ocasiones remanentes de operación del Banco de México por casi $600 mil millones de pesos, remanentes que no existían como flujo, provenientes de utilidades no realizadas que al apreciarse el peso desaparecieron del balance del instituto central. El Banco de México se endeudó para poder entregar ese dinero a Hacienda y evitar los efectos de esa monetización, y cerró con capital negativo en diciembre de 2017 (Foncerrada, 2018).

Dado el alto endeudamiento y la falta de disciplina fiscal que sufrimos al reducirse el precio del petróleo, también se redujo de manera importante la tenencia de valores gubernamentales en manos de extranjeros e inevitablemente tuvimos una depreciación de al menos 60% de nuestra moneda en estos seis años. Así, también se provocó una inflación que ha deteriorado el poder adquisitivo de nuestra población. La encuesta de ingreso-gasto de los hogares realizada a fines de 2018 mostrará cómo se incrementó aún más la pobreza por la inflación de 2017; el índice de la canasta básica en ese año se incrementó 9.6%, lo que equivale a decir que desapareció el 10% del ingreso de la población. A diciembre de 2018 la inflación no subyacente, que representa bienes muy cercanos a la bolsa de los mortales, fue de 8.4% y el índice de precios de los productos que integran la canasta básica se incrementó 5.56%. Más carencias.

En 2016 las tres calificadoras nos pusieron en perspectiva negativa y después en estable, gracias al truco de los remanentes del Banco de México. Hoy tenemos alta inflación, una deuda que está en el límite de la capacidad de México, el pago de intereses pasó de 7% del presupuesto a 13% y no hubo inversión. No es posible mantener altos endeudamientos permanentemente. La administración de Peña Nieto fue desastrosa, de nuevo, sin eufemismos. Un nuevo período de expansión con deuda, sin eficacia, y con una aportación del gobierno al PIB negativa. Los nuevos empleos se dieron en niveles de remuneración de menos de dos salarios mínimos y se perdieron millones de empleos por arriba de esta cota. Más deterioro del bienestar y ningún avance en la justicia social.

 

López Obrador y la justicia social

Va de nuevo, otro intento de justicia social, ahora con poco espacio fiscal y en un necesario proceso de austeridad. La posibilidad de endeudarse fue eliminada por Peña y no hay alternativas para mantener un alto endeudamiento permanentemente, además de que el pago de intereses se incrementa excesivamente (Krugman, 2017). Por otra parte, la recaudación adicional de la reforma de 2014 se ha agotado. Sin espacio para incrementar el gasto y sin incurrir en mayores déficits, López Obrador debe ajustarse al pequeño espacio que queda, reestructurando el presupuesto, sacrificando algunos programas para dar lugar a otros y buscar de nuevo esa justicia social que no se ha logrado, ¿cómo se plantea lograrla?

Se inauguran programas como el de los jóvenes, la siembra de árboles y el programa de adultos, para crear algún espacio se reducen sueldos y en general se despiden empleados por la reducción de presupuestos en las dependencias. El renglón de ajuste son despidos de empleados del gobierno cuyo único ingreso era su sueldo; no secretarios y subsecretarios —que ya fueron sustituidos—, sino directores, subdirectores, jefes de departamento y analistas. Hay argumentos que buscan justificar esos despidos: el exceso de empleados, mejorar la eficiencia, que en realidad son pocos los despedidos y que se buscan ahorros. Es difícil estar en desacuerdo si la búsqueda es eficiencia, pero hay dudas, además de la pérdida de capital humano, que ya tiene consecuencias, como la provocada escasez de gasolina. ¿Es válido crear desempleo en una parte de la población —ni siquiera de clase media— para canalizar recursos a quien, en la informalidad o en niveles menores de ingresos, ha sobrevivido? No es fácil descartar o desdeñar una política que busca mejorar los niveles de vida o reducir las carencias de quienes las han vivido, ¿pero es necesario empobrecer a unos para aliviar a otros? ¿Y si se eliminan empleos, se cuenta con la certeza jurídica para que se dé la inversión necesaria y se creen en otro lugar los empleos eliminados?

Las decisiones que se han tomado, más que mostrar un plan de austeridad racional y fortalecer la certeza jurídica, han mostrado un camino de acciones precipitadas por la urgencia de mostrar un cambio, sin medir las consecuencias y franqueando el marco del Derecho, sin respetar las leyes. No, no se estableció el ambiente para que se crearan otros empleos que absorban a la gente despedida o a la que ha renunciado frente a la decisión de reducir sus sueldos. Pareciera que la búsqueda de austeridad no es sólo una reacción contra ciertos empresarios, cuya miopía sin duda ha sido históricamente asombrosa, sino también geográfica-política centrada en el gobierno federal, porque no hay manera de saber lo que sucederá en los gobiernos estatales, donde también reina una enorme corrupción. La psicología y los objetivos de las decisiones no parecen claros, porque sin duda se va a crear cierta pobreza y carencias de algún tipo en estas familias que sufren los despidos. Y es imposible aceptar que los empleos con niveles de salarios bajos eran los beneficiarios de la corrupción de los gobiernos anteriores, o de los socios y aliados de los grupos empresariales en la mira.

¿Se trata ahora de beneficiar, si durara la política años suficientes para lograr una diferencia, a otros grupos a expensas de los que apenas sobrevivían? Parece difícil justificar estas medidas que surgen más de motivos emocionales, cuando no existe una línea base para medir impactos y consecuencias, para medir ganadores y perdedores. ¿Y la pérdida de eficiencia provocada por muchos de estos despidos, renuncias de los experimentados o fuga de cerebros? Hay costos no considerados. ¿Qué tipo de razonamiento existe? ¿Qué búsqueda de justicia rige estas decisiones? ¿La justicia como equidad, parecida a la concepción de Rawls, que buscaría el beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad de acuerdo con uno de sus principios, pero violando la propuesta de Pareto? Tal vez esto no sería tan grave si los más afectados fueran de los dos deciles más altos, pero hoy no es el caso.

¿Rawls, Sen? O ni siquiera, y ¿acaso serán sólo los sentimientos que resultaron de constatar por años la ignorancia, la soberbia y la indiferencia de gobiernos y del sector privado? Es probable que las decisiones que se toman hoy por esta cuarta transformación resulten en pobreza y carencias de parte de la población, probablemente tan profundas como las ocasionadas por algunas de las administraciones anteriores. ¿Puede predecirse lo que va a suceder? ¿De veras la pobreza se reducirá o se incrementará? Esto de proyectar o calcular lo que sucederá no es una labor sencilla; predecir es algo que no se logra si no hay una medición anterior y considerando políticas similares (Tetlock y Garder, 2015). ¿Podremos pensar o predecir que las políticas hasta hoy diseñadas —pareciera ser que al vapor y por lo tanto desordenadas— van a fracasar? ¿Esto quiere decir que no hay solución para resolver carencias y pobreza? ¿Quiere decir que en estas economías de mercado o de capitalismo democrático no hay solución para lograr justicia social, como se lo pregunta Streech (2017)? En el socialismo no hubo solución.

No hay duda de que todos queremos una mejor calidad de vida y mejores oportunidades para toda la población, sin importar si la llamamos justicia social o equidad. En otros países la pobreza se ha reducido, pero como parte de una mayor actividad económica y de mayor empleo. Y si el incremento en el ingreso de un país no es neutralizado por un empeoramiento en su distribución, irremediablemente la pobreza se reduce. Y aún más, si en ese proceso el ingreso se incrementa proporcionalmente más que la desigualdad, todos se benefician de su mayor actividad e incremento y, por supuesto, la pobreza se reduce. China es un claro ejemplo, la evidencia y la teoría también lo sostienen. Kanbur (2001) plantea que el crecimiento, el incremento o reducción del PIB per cápita y su impacto directo en la pobreza no son puntos de desacuerdo, ya que hay una clara correlación directa entre las caídas del PIB per cápita y el incremento de la pobreza. Bourguignon (1996) concluye que la opinión de que la desigualdad está sobre todo determinada por el nivel de desarrollo, no está en contradicción con que ésta determine la tasa de crecimiento.

Tal vez la conclusión más importante es que el crecimiento económico, si es compartido por todos los niveles de ingreso proporcionalmente, puede llevar a reducir la pobreza; sin embargo, si el incremento en el ingreso no se comparte por igual, cambiará su distribución y el impacto en la reducción de la pobreza también cambiará. Si los principales beneficiarios del crecimiento son aquellos con los niveles más altos de ingreso, la reducción de la pobreza puede ser menor. Pero si además hay cambios en la distribución del ingreso dentro del segmento de pobreza, entonces es probable que ésta se incremente (Jalilian y Kirkpatrick, 2005; Bourguignon, 2003; Foncerrada, 2010).

Hoy lo que vemos es la reducción del ingreso de algunos empleados, que ciertamente no están en los tres deciles más altos, una creación selectiva de desempleo, incremento de transferencias y subsidios, con una inversión muy dudosa para mejorar temporalmente el ingreso de algunos —tal vez la política de transferencias para adultos mayores es válida, pues los más altos índices de carencias siempre corresponden a personas mayores y solitarias—, pero no es claro que se vaya a incrementar el ingreso permanente de los jóvenes con el programa de empleos dirigido a ellos, que además será en números reducidos, porque los mismos jóvenes ya ganan más en la informalidad o en la ilegalidad. El mayor gasto corriente no sólo no crea crecimiento, sino que lo ha reducido (Acosta-Ormaechea, S. y Morozumi, A. 2013). Si la desigualdad entre los pobres —porque no todos son iguales— se incrementa, la pobreza puede aumentar. Pareciera que el diagnóstico puede tener fallas.

Nuevamente, el camino elegido para lograr la justicia social no se ve, ni por evidencia ni por mejores prácticas, cerca de lograrse. La enorme evidencia es suficiente para dudar sobre los posibles resultados de las acciones de la nueva administración. Los asesores de López Obrador parecen ignorarla, pero no se vale ignorar la evidencia y menos no conocerla, sería grave. ¿Con estos razonamientos y esta evidencia, podemos descalificar las políticas y predecir un gran fracaso? Parece necesario revisar algunas otras políticas, decisiones y consecuencias de lo que hasta ahora ha planteado López Obrador.

 

El presupuesto 2019 y las decisiones recientes

En 2008, en una presentación que hacía el secretario de Hacienda (en esa época representando a un nuevo gobierno de un partido que continuaba en el poder), después de un sexenio de disciplina y cierto éxito en reducción de la pobreza, me pareció que la propuesta presupuestal no se diferenciaba de las del PRI. A mi pregunta, el secretario argumentó que sí había diferencias. No pudo demostrarlas. El presupuesto de López Obrador para 2019 tiene algunas diferencias con los de Peña, pero tiene problemas similares: no hay un plan nacional de infraestructura y, otra vez, contiene una lista de ocurrencias.

El nuevo régimen ha buscado el espacio fiscal dentro de los programas existentes. En esta ocasión no es necesario llevar a cabo los ajustes fuertes de Zedillo y de De la Madrid. En primer lugar, la reducción actual es mucho menor que la vista en anteriores ocasiones. Pero su programa de inversión parece destinado al fracaso, no hay un análisis de la evaluación social —y subrayo social— de los proyectos. Parece más bien una reducción de gasto corriente en algunos renglones, para incrementarlo en otros, tal vez para beneficiar a quienes se cree más lo requieren.

En términos de si hay o no más deuda, por supuesto que hay nuevo endeudamiento, de 2.5% del PIB. Cuando Peña argumentó que no habría deuda lo calificamos de mentira, de “mentira podrida” para ser exactos. Entonces ¿encontramos algunas diferencias en el presupuesto con respecto a los anteriores, en principio de beneficio social?, y en todo caso, ¿éstas sí lograrán mayor justicia social? La inversión pública no puede resolver por sí sola la pobreza ni el desempleo. Recordemos que la brecha laboral —la suma de desempleados, subempleados y disponibles para trabajar— es de 11.4 millones de mexicanos, lo que equivale a 18.4% de la fuerza laboral potencial, esto es la PEA más los habitantes disponibles para trabajar.1

El énfasis en diferentes programas y sectores es lo que distingue hasta hoy a la nueva administración, el presupuesto es el principal instrumento de política económica del gobierno. La pregunta es, ¿por qué esta política va a lograr la justicia social, cuando no pone el énfasis en generar la inversión en manufactura, agroindustria y servicios, que son los sectores en donde se crea empleo?, ¿cómo va a desaparecer la pobreza sin más empleo?

 

¿Un país más pequeño y contrahecho?

Lo más probable es que en la administración de Peña, en todos y cada uno de los proyectos de infraestructura y casi en cualquier operación haya habido corrupción. No se quedan atrás otros sexenios. No son sorprendentes, y en todo caso absolutamente plausibles, las medidas que buscan terminar con ese enorme daño que se le ha hecho al país, y tampoco está mal que se procure racionalizar el gasto para eliminar el despilfarro. Sin embargo, los proyectos planteados con desorden y sin estudios técnicos no tendrán los efectos pretendidos, si éstos son de empleo, justicia social y menor pobreza, pero pueden despilfarrar recursos ahora especialmente escasos. Una reducción en los objetivos con respecto al proyecto de modernización del país corre el enorme peligro de mantenernos pobres, sin los empleos que requerimos e incluso con una economía que no crezca o lo haga de nuevo a tasas mínimas.

Tener tres aeropuertos, por ejemplo —con la dificultad de las conexiones que nos han presentado—, parece un pegote dentro de otro, algo contrahecho frente a lo eficiente y lo grande. El NAICM se puede terminar sin corrupción, pero habría que ser racionales para completarlo y entender su potencial al futuro. El plan nacional de infraestructura de Peña, y en alguna medida los anteriores, ni siquiera era una lista de proyectos, sino de ocurrencias. Un plan nacional de infraestructura debería considerar las necesidades del país a cinco, 10, y 20 años; construir y preparar estratégicamente la solución de las necesidades de transporte, de redes eléctricas, de ductos, de fibra óptica, de carreteras y ferrocarriles, que apuntalen la eficacia y eficiencia que requiere el futuro. La cancelación del aeropuerto, la construcción de un tren en el istmo que ha sido descalificado por cualquier análisis de rentabilidad social, una refinería nueva —cuando hay tanto que hacer en las que existen— y un tren en el sureste sin un estudio serio de factibilidad e impacto ambiental, no son precisamente componentes estratégicos de un plan nacional de desarrollo y menos de un plan nacional de infraestructura.

El peligro es que continuemos manteniendo, o empeorando, a nuestro país en términos de crecimiento, de modernidad, de generación de empleos, de pobreza, de justicia social, como un país en retraso, pequeño y contrahecho. La solución es tomarnos en serio la integración de nuestra nación a toda América y al mundo, con avances serios en tecnología y con diseños mexicanos. Eso puede incluir al sureste, sin duda con gran potencial. Si construyéramos, por ejemplo, un gran centro de algoritmos, de diseño de software, de apoyo y producción de inteligencia artificial en otras zonas del sureste, ampliando el esfuerzo que se está dando en Mérida, y acentuamos el aprendizaje de las matemáticas y del inglés, tendríamos, además del turismo, una fuente interminable de empleo y enriquecimiento. El sureste podría ser una zona de vanguardia en el mundo, de bienestar y de altos ingresos, no de pequeñeces. Hay mil opciones, pero se requiere inversión, conocimiento y, claro, certeza jurídica.

Al mismo tiempo, el Estado requiere recursos y una nueva modalidad fiscal, más inteligente que el simple recurso de subir los impuestos. Hay experiencias muy exitosas para aumentar la recaudación en 5 y 10 puntos del PIB. Habría que acelerar los estudios y ver las mejores prácticas internacionales. Hoy por hoy, no es difícil pronosticar, por las acciones y no tanto por el presupuesto que algo está intentando, que no habrá el crecimiento que se pretende, ni el empleo, ni se reducirá la pobreza y menos en el sureste. Corremos el riesgo no sólo de mantener un México pequeño y contrahecho, sino también de mantener, al igual que las administraciones anteriores, una población con carencias crecientes y de volver a posponer, al menos otro sexenio, la justicia social. EP

 

1 Suma de desempleo, subempleo y desempleo disfrazado, aquellos no ocupados disponibles para trabajar pero que no buscan activamente un empleo. En conjunto estos datos ofrecen una idea más exacta de la cantidad de puestos de trabajo que necesita la economía

 

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Luis Foncerrada Pascal estudió física y economía en la UNAM, es maestro en economía por el CIDE y doctor en economía por la UAM. Fue investigador visitante de la Universidad de Princeton y actualmente es director general del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado.