Boca de lobo: Cuando Tom Brady juegue con 72 años
Otra vez, otra vez.
Tom Brady cedió el balón a su corredor, que como bulldozer trepanó el muro de once hombres de piel maciza como paquidermos: los defensivos de los Jefes de Kansas City se acercaban en suma a unas dos toneladas. Ovoide fundido al pecho, tiempo extra y 80 mil enfermos de rojo que bramaban contra él, Rex Burkhead, el hombre que un segundo más tarde fue un meteorito victorioso: anotación de Patriotas de Nueva Inglaterra, que iban por novena vez en diecisiete temporadas al Super Bowl.
“Otra vez”, pensé cabizbajo, como quien observa por enésima ocasión su propia carne abierta, una vez más y en la misma herida, cuando faltaba nada para cicatrizar. Alcé la mirada y el feliz quarterback rubio hacía volar su casco, abría la boca hasta desgarrar sus comisuras para aullar como lobo, ascendía a la montaña de sus compañeros que lo estrujaban por donde fuera: espalda, cabeza, nalgas, cuello, cintura.
Tomé mi iPhone y abatido puse en Twitter “Porque odiamos las dictaduras, roguemos por los Rams”. Vi eso y no creí lo que escribí. Los Patriotas, maldita condena, ganarían.
Me acuchillaba una sensación análoga a la del 2 de julio del 2012 cuando al amanecer vi el PREP: Dios, un sexenio más de PRI. Aquí no eran seis años, sino uno, pero uno repetido ya por seis en el milenio.
Al ver las redes y hablar con amigos advertí idénticos sentimientos en multitudes: no queríamos ver cascos grises en el más hermoso espectáculo deportivo del año. “Lo siento –decía Brady sin hablar, solo con su sonrisa-, volverán a vernos”.
Murió Fidel, la maestra Gordillo entró y salió de la cárcel, Bin Laden fue asesinado, Estados Unidos tiene un presidente negro que ya está fuera, AMLO logró su misión luego de tres intentos, y Brady a sus 41 años (e imagino que con canas teñidas) sigue. 6212 días, diecisiete años de su primer Super Bowl ganado, y sigue. Y aunque encarna la reivindicación universal de la madurez (lo que debería alegrarme), esa reivindicación duele.
No sería justo decir que la aversión obedece a sus trampas (o sospechas de trampas, aún no está claro): balones desinflados para mejorar la precisión, grabaciones de señales de los contrarios, fallas en los audífonos de entrenadores rivales. Y tampoco ese rechazo es solo porque (y esa sí es una certeza) Brady y Belichick, su coach, son amigos y devotos de Trump, a su vez devoto de Patriotas.
La súper concentración del éxito supone llenarte de complejos, porque los demás equipos piensan que el siempre tocado por la gloria tiene a los astros de su lado, o un talento mágico, o un preparación genial y secreta a la que nunca podrán siquiera acercarse.
La súper concentración del éxito implica la afirmación de la tristeza, el desconsuelo, en la mayoría: comparados con Patriotas los otros equipos son enanos viendo a Gulliver. Y nosotros, como fans de otros equipos, terminamos siendo chiquitos.
La súper concentración del éxito vuelve al futuro oscuro pues sus puertas estarán escoltadas por Belichick, Brady y ocho decenas más que con músculos de Thor vigilarán que su quarterback sume su anillo siete y sus dedos le duelan de tanto metal.
La súper concentración del éxito reafirma a los demás equipos y sus fans su condición de mortales, ante los enemigos grises de capas mágicas que no paran de subir al cielo con el trofeo Vince Lombardi entre una lluvia de papelitos.
Hoy me consuelo pensando: “La próxima temporada Brady tendrá 42 y Belichick 67. Estarán más para formar el Club de Dominó de Adultos Mayores de Boston que para controlar su imperio”.
Qué ingenuo. No sería raro que tras el Super Bowl 83, en 2049, escriba una columna diciendo: “Belichik ya tiene 97, Brady 72, y para colocar su anillo 19 debió usar los pies”.
Con los Patriotas todo es posible.