#Oscars2019: el ataque de la corrección política
Instituidos hace 89 años, los Óscar son, muy a pesar del sentir de un montón de cinéfilos de todas partes, la ceremonia cinematográfica más famosa del mundo. Aunque ya nadie quiera conducir la ceremonia hoy en día, menos después de que #MeToo reconfigurara la jerarquía hollywoodense en 2017 y 2018, la premiación y sus nominados no dejan de dominar la conversación mediática sobre cine. En ese sentido, los Óscar son apenas un vistazo a la producción mundial de películas: son importantes y representativos, sí, pero ni de lejos implican un panorama global o total.
Sus repercusiones, no obstante, sí son globales. Una cinta nominada al Óscar experimenta un levantón inmediato que implica no solo una enorme cobertura de prensa gratuita —incluyendo las codiciadas sesiones de fotos de revistas como Vanity Fair y el tour de entrevistas por todos los late shows posibles—, sino su promoción en sitios de streaming, estrenos adelantados en funciones especiales para las películas extranjeras o, si son particularmente vendedoras, reestrenos en salas comerciales en la enorme espina dorsal de las grandes cadenas de cines del mundo: AMC Theatres, Cineworld, Cinemark, Cinépolis, Cineplex. Sin ir más lejos, hay que pensar en la enorme exposición que recibió un director relativamente desconocido, como Yorgos Lanthimos, más cercano al “cine de arte” que a la biopic oscareable, todo gracias a las diez nominaciones que recibió The Favourite. Entrevistas, conferencias de prensa, notas de chisme, videos virales, memes, tuitazos: los Óscar solo premian películas, pero sus efectos en los nominados rara vez se quedan en el terreno meramente cinematográfico.
Así, la ceremonia desemboca en una clase de discusión solo posible entre las cosas que ostentan prestigio o arrastre cultural: la batalla por dominar su narrativa. Todos hemos visto estas conversaciones: son aquellas que no se centran en lo material o en lo técnico, sino en lo simbólico. La caótica conversación nacional sobre el nuevo aeropuerto es un buen ejemplo de un diálogo que pronto abandonó lo técnico —decidir objetivamente qué opción convenía más a nivel social, ecológico y económico— para internarse en lo simbólico: ¿cancelar el aeropuerto mandaría un mensaje a la cleptocracia mexicana o sería solo una seña del autoritarismo de un presidente del que siempre se dijo que se volvería autoritario?
Esas discusiones son extenuantes, porque por definición pareciera que no hay forma de llegar a algún sitio fructífero. Es difícil determinar que una narrativa artificial ha ganado el dominio de la realidad, en parte porque el simple hecho de que alguien se oponga a esa narrativa garantiza que el dominio no sea absoluto —y nunca lo es—, y en parte porque nunca la realidad hace lo que nosotros le dictamos, sino más bien lo que se le antoja. Por esa misma razón, los dominios simbólicos suelen ser breves, sucedáneos y siempre en constante pugna.
De esa forma, en algunas esquinas del internet se afirma a grito pelado que los premios Óscar son un nido de liberales buenaonda que solo quieren premiar a todo lo que les huela a progresismo. Las voces de quienes se enfrentan por el control del relato, a menudo ruidosas, no dan espacio para la tregua o la concesión. Antes se premiaba a las películas por sus méritos artísticos, dicen, no como ahora que son todos blandos y buenitos y premian a las películas por el color de la piel de sus actores, afirman en un desplante que increíblemente no logran concebir como racista. “El ataque de la corrección política en esta época”, sentencian, “está matando el arte”. Cualquier otro enfoque equivale a negarse a ver la realidad, afirman mientras un órgano religioso rompe la sepulcral atmósfera con unas notas ominosas, inconmensurables, mientras el atáud donde yace El Arte desciende a trescientos metros bajo tierra.
Lo cierto es que las cosas normalmente no son como pensamos que son. Esto es un hecho. Sin embargo, las personas solemos manejarnos con certezas inamovibles por el mundo, convencidos de que nuestra narrativa es la que impera e informa la realidad. Y lo es, claro, en un sentido y en uno solo: el individual y subjetivo. Más allá de eso, a la realidad no le importan nuestros relatos, por mucho que nosotros nos empeñemos en tuitear desaforadamente que Yalitza Aparicio no es actriz, que Black Panther solo fue nominada porque ocurre en África y tiene protagonistas de color y que Roma está de huevísima y que nomás la premiaron porque tiene actrices indígenas. Por mucho que nos empeñemos en elaborar el argumento y repitamos la idea, nunca tendremos evidencia para demostrarlo, por una sencilla razón: la realidad se ha entercado en que sea imposible saber qué miembro de la Academia votó por qué película, y también en hacer aún más imposible saber por qué ese miembro votó por determinada película y no por cualquier otra.
No quiero internarme aquí en los complejos vericuetos de las nominaciones oscariles —un sistema intrincado que implica, en el caso de Mejor película, algo así como diez votos por miembro, en lugar de solo uno, que “valen” de forma muy distinta según se cuenten, todo esto explicado acá de mejor forma—, sino concentrarme en el hecho material de que la Academia estadounidense tiene algo así como ocho mil miembros, cada miembro perteneciente a una sola rama del quehacer fílmico: dirección, actuación, fotografía, etcétera. Ocho mil personas de todo el mundo deciden qué películas serán las nominadas y premiadas en la ceremonia de los Óscar.
Ocho mil personas, de las cuales, según un reportaje de Los Angeles Times en 2016, 91% eran de etnicidad blanca, 76% eran hombres y 54% están por arriba de los sesenta años. Los números han ido cambiando desde entonces, y la Academia ha hecho un esfuerzo consciente para engrosar sus filas con más mujeres y afroamericanos, pero dos años es un tiempo aún breve como para concluir que esos porcentajes mayoritarios hayan sufrido modificaciones radicales.
Es decir: para ser cierta, la narrativa de la corrección política, aquella que reza que los Óscar premian el color (siempre moreno) de la piel o la nacionalidad (siempre tercermundista) de un nominado y no sus méritos artísticos, implicaría que existe una mente maestra o un grupúsculo de sombría influencia encargado de coordinar a, digamos, unos tres o cuatro mil hombres de más de sesenta años de edad, diseminados por Estados Unidos y otros países, con décadas de experiencia en distintas ramas de la técnica cinematográfica, a fin de que todos ellos voten por la misma película en todas las categorías posibles. Toda esa intrincada operación tendría el único objetivo en mente de quedar bien con, no sé, las feministas.
Seamos sinceros: eso no suena viable.
El problema con la narrativa de la “corrección política”, como sucede con muchas narrativas que inventan enemigos comunes, como “la mafia del poder” o “la conspiración judía”, es que sus monstruos son invisibles, omnipresentes e indestructibles. Son ficticios, pues. La idea de que una conspiración oculta maneja los hilos de la realidad es muy atractiva para el cerebro humano, que se niega a pensar que a menudo las cosas no pasan por algo sino más bien por absolutamente nada. La “corrección política” como conspiración no soporta la prueba de la realidad y el sentido común. La teoría no es sólida tanto como que sus postulantes son muy tenaces, y año tras año se empeñan en leer el mundo como producto de una conspiración secreta y gritar sus endebles conclusiones a los cuatro vientos.
Lo que sucede en realidad es algo más sencillo y, también, infinitamente más complejo.
A diferencia de lo que las narrativas del progreso sostienen, el mundo no avanza siempre hacia adelante. Es más: el mundo no avanza. El tiempo transcurre, y cosas suceden en él, algunas más o menos coordinadas debido a la inevitable sinergia de las mentes que conviven y comparten experiencias comunes pero, en general, la realidad no se mueve uniformemente en una dirección. El caso de las nominaciones de los Óscar me parece un ejemplo transparente de estos vaivenes, de estos jalones y empujones a veces sincopados y a veces en franca asincronía. Los Óscar nunca han premiado únicamente lo cinematográfico. No es posible probarlo, dado que, como ya afirmé, es imposible conocer los motivos detrás de los votos de cada miembro de la Academia, pero lo que sí resulta posible es observar la historia de la premiación y sus premiados para intentar obtener alguna respuesta.
Después de hacerlo, no obstante, terminé con más preguntas. Una muy acuciante: ¿cómo saben quienes saben que una película fue nominada por tal o cual razón? La respuesta me elude. Si uno revisa las ganadoras a Mejor película de lo que va de la década, se obtiene la siguiente lista:
2010: The King’s Speech
2011: The Artist
2012: Argo
2013: 12 years a slave
2014: Birdman
2015: Spotlight
2016: Moonlight
2017: The Shape of Water
2018: Green Book
¿Qué saco en claro de esa enumeración? Lo cierto es que no demasiado. Al menos en lo que le da a mis pobres entenderas, yo no logro identificar de forma coherente un relato natural que señale de forma incontrovertible que sí, que la Academia premia a la “corrección política”. Están los dos ganadores mexicanos, un porcentaje importante entre nueve nominaciones, pero tampoco irrebatible, toda vez que existe el doble de directores estadounidenses en esa lista, y también dado que ninguna de las dos películas dirigidas por mexicanos alude a un tema político directa y abiertamente relacionado con algo que pudiéramos llamar “la mexicanidad”. Tampoco puedo ver una narrativa feminista: no hay ni una sola directora premiada, y solo una película de la lista está protagonizada por una mujer (y no una sola mujer: va acompañada de una especie de anfibio humanoide).
La cuestión racial tampoco resulta clara: 12 Years A Slave, ganadora de 2013, aborda directamente el tema, pero lo hace con la seguridad y la distancia que le dan relatar unos hechos sucedidos hace un par de siglos, y lo mismo sucede con Green Book, que a la distancia temporal le añade un tono benévolo y cándido donde un racista aprende a querer a un afroamericano, muy en la vena de Driving Miss Daisy. En esa misma década, por ejemplo, y para hablar solo de las nominadas, se estrenaron también películas como Selma, Django Unchained, Lincoln, The Help, Get Out, Three Billboards Outside Ebbing Missouri y Blackkklansman, películas todas que tratan, con mayor o menor fortuna y con mayor o menor agudeza, temas adyacentes a la dimensión política que la raza juega en nuestro mundo. Todas fueron nominadas, pero ninguna de ellas ganó mejor película. Es más: entre 2010 y 2018 se nominaron 71 películas a la categoría de Mejor película, y de todas esas, solo dos películas que abordan explícitamente la segregación racial se quedaron el premio. Ninguna de ellas presenta el tema como un problema ubicado en la contemporaneidad.
Podríamos seguir así por todas las categorías y los resultados serían similares. En la década, por ejemplo, no existe ni un solo director afroamericano en la lista que se haya llevado la estatuilla a su casa, y ni una sola mujer ganó el premio a Mejor director en estos mismos años. Es más, en las casi cien ediciones que lleva el Óscar, solo una mujer se ha ganado el premio a Mejor directora: Kathryn Bigelow.
Con vaivenes y particularidades, pero los números son bastante consistentes: la gente afroamericana o de color y las mujeres no ganan demasiados Óscar. La apertura ha sido lenta, muy lenta. Este año, sin ir más lejos, hubo numerosos ganadores afroamericanos e hijos de inmigrantes africanos: Regina King, Ruth E. Carter, Hannah Beachler, Spike Lee, Rami Malek y Mahershala Ali. Sus victorias, no obstante, se antojan como diminutos pasos en pos de una Academia más plural y representativa: Spike Lee logró un premio de guion adaptado que, para una carrera de más de 30 años y varias grandes películas, parece aún poco; Ruth E. Carter y Hannah Beachler, pese a su larga trayectoria y múltiples nominaciones, son apenas las primeras mujeres afroamericanas en ganar sus respectivos premios y las primeras afroamericanas en ganar en una categoría que no sea de actuación ¡desde 1984!; Mahershala Ali se convirtió apenas en el segundo actor afroamericano en tener dos Óscar —el otro miembro del grupo es Denzel Washington—. Todos estos actores no solo deben enfrentar a unos números y unas tendencias que, en el gran panorama, les son adversos. También tienen que enfrentar los cuestionamientos de “corrección política”. Un actor de una etnicidad distinta a la dominante no solo tiene que trabajar más para hacerse notar, también va a cargar con el estigma permanente de una parte de la población que afirma, acaso sin conocimiento de las tendencias del Óscar, que ese premio le correspondía a otra persona. ¿La razón? Sencilla: el color de piel de quien recibe el premio.
Entonces, si imposible saber por qué votaron como votaron quienes votaron, es imposible decir que las películas que aborden temas raciales hayan dominado la agenda de los últimos años y también es imposible afirmar que la agenda racial o de género está dictando ganadores. ¿Por qué, entonces, está tan enojada la gente que está enojada con las nominaciones del Óscar y la corrección política?
Permítanme ofrecer una porción de narrativa propia para responder esa pregunta. Creo que lo que sucede con esta ola de personas Muy Enojadas Con La Corrupción Del Arte Por La Corrección Política es una reacción a la pérdida de control de una narrativa. Durante años, el estatus quo fue claro: los Óscar eran uno de tantos sitios donde se concentraba la belleza y el talento hegemónicos, es decir, caucásico, occidental y/o eurocentrista. El inevitable paso del tiempo comenzó a erosionar lo que antaño era un sólido bloque de homogénea blancura, y cuestiones como el movimiento de los derechos civiles, la lucha contra la discriminación de las mujeres o el ascenso de la retórica nativista, racista, antisemita y antilatinoamericana del trumpismo han modificado también inevitablemente el panorama de la industria cinematográfica. La industria y el mundo han cambiado: muy poco y muy lento, pero han cambiado, y algunos premios de anoche parecen confirmar ese cambio.
En consecuencia, los Óscar han tenido que reflejar esa diversidad y esos cambios. No quiero decir que no lo hagan “para quedar bien”. Como establecí ya, es casi imposible adivinar con certeza el motivo detrás de las nominaciones. No: lo que yo creo es que no hay un motivo único que domine la realidad, sino una serie de motivos que confluyen y se sobreponen entre sí para configurarla. El afán de inclusión, la preocupación por la imagen de la ceremonia, la calidad de alguna actuación en particular, el discurso político que defiende o el que combate, la presencia de directores, técnicos y actores preferidos, las ganas de mandar un mensaje político de diversidad en medio de una presidencia brutalmente racista, el sentimiento de que a algún personaje “se le debe” el premio desde hace tiempo y, por supuesto, la noción más o menos democrática de que una película y sus elementos son —qué hacerle— mejores que otros: todos esos son unos ingredientes de tantos otros posibles que están en el aire a la hora de realizar las nominaciones. Si vemos el problema desde esa perspectiva, la idea de una sola narrativa guiando las manos de los votantes desaparece sin remedio, y lo que queda es una realidad que se nos revela compleja, problemática y con múltiples texturas.
¿Es posible que a Yalitza Aparicio se le haya nominado a Mejor actriz solo por “corrección política”, por la oportunidad única de nominar a una mujer indígena al premio de actuación más famoso del mundo? Sí, pero lo cierto es que —echando un ojo a los datos de otras nominaciones y ganadoras a Mejor actriz — es más probable que su actuación, que resulta al menos notable para cualquiera con dos dedos de frente con la excepción de Patricia Reyes Espíndola, se haya insertado en un momento histórico en donde su extraordinaria calidad, aunada a los orígenes étnicos y nacionalidad de Aparicio, se hayan conjugado para que los votantes de la Academia consideraran imperativo nominarla. ¿Es posible que Black Panther haya sido nominada a Mejor película y haya ganado los premios de vestuario y diseño de producción únicamente por estar ambientada en una nación africana (ficticia) y estar protagonizada por actores africanos y afroamericanos y dirigida por un cineasta afroamericano? Es posible, pero resulta mucho más probable que su enorme recaudación, su espléndida recepción crítica, su aparición casi en sintonía con el movimiento #BlackLivesMatter y su pertenencia a la franquicia más taquillera de la historia hayan provocado sus nominaciones, que sirven como reconocimiento de todos esos argumentos y, también, de palmadita en la espalda a Disney, que lleva diez años dando lata con el mismo universo sin ganar ni estar nominado a prácticamente ningún premio significativo.
¿Es posible que Blackkklansman haya sido nominada a Mejor película solo por contar la historia de dos policías, uno negro y uno judío, que le hacen frente al racismo institucionalizado de un pueblo gringo? Lo es, pero resulta más probable que la monumental carrera de Spike Lee, un tipo tan encabronadamente bueno que me resulta criminal que esta sea su única nominación en más de treinta años de carrera, un director responsable de películas tan logradas como Do The Right Thing! o Malcolm X o Jungle Fever, aunada a su comentario explícito sobre la tragedia de Charlottesville, donde un enemigo de la corrección política asesinó a una manifestante anti-nazi, hayan hecho juego para que resultara imposible no nominar a la película.
Por supuesto, esto también funciona en sentido contrario: ¿es posible que Green Book, una película más bien mediocre, que aborda el tema de la segregación racial desde una perspectiva comodísima y benevolente con quienes ejercen el racismo, haya ganado el premio precisamente por su tibieza al abordar el tópico? Sí es posible, pero es más posible que el sistema de votos de la Academia, como bien apunta la crítica Fernanda Solórzano, haya premiado a la película menos divisiva y más constante en las listas, y que Green Book se haya ganado ese premio por correcta, segura, bien manufacturada y, también, porque su sujeto es realmente notable, como notables también son las actuaciones de Viggo Mortensen y Mahershala Ali.
Por último: ¿es posible que la narrativa de la “corrección política” tenga razón y que vivamos presos entre las redes de una conspiración internacional cuyo único fin es instaurar la noción elemental de que todos los seres humanos somos intrínsecamente iguales entre nosotros y que la importancia determinante de la raza, el género y la nacionalidad no es más que una ficción colectiva que nos contamos a nosotros mismos para darnos algo de certidumbre en un universo caótico?
No, no es posible que así sea. Y en eso radica una diferencia crucial en estos temas: el racismo y la discriminación y la falta de representatividad en Hollywood son problemas reales, demostrables con datos, pero la narrativa de la “corrección política” no es más que una mentira repetida con mucha insistencia; tanta, que hasta parece verdad. La “corrección política” no es un argumento ni una realidad. Es apenas —y nada más— un exónimo: una palabra diseñada para señalar a otro ajeno, a un extraño, enunciada siempre por un grupo con sentido de pertenencia. Sin embargo, la necia repetición de ese sonsonete no garantiza su materialización.
Más allá de pensar en conspiraciones de corrección política y gente café complotando para dominar una ceremonia de premios, propongo una vía alterna: la de comprender los Óscar como una ceremonia que cambia inevitablemente durante el curso del tiempo, y que justo en estos momentos se encuentra atravesando cambios particularmente espinosos. La negativa de varios famosos a presentar la ceremonia en su totalidad es una de las muestras de ese cambio, de un momento frágil en el ecosistema de Hollywood que complica la toma de decisiones que antaño eran de rutina.
No obstante, podemos coincidir en que las demandas esenciales —mayor representación, mayor reconocimiento del trabajo de artistas afroamericanos, menor presencia de películas que romanticen el racismo— son, en principio, sensatas. Son demandas justas que solo pueden derivar en más cine, más diverso, más políticamente complejo, menos complaciente. La teoría de conspiración de la “corrección política”, que en esencia se basa en el color de la piel de algún nominado para determinar si se merece o no la nominación, se parece mucho a la segregación y el racismo. En vez de plantear el asunto como una conspiración, ¿por qué no leerlo en términos de cambios paulatinos de paradigmas, de evolución y retroalimentación a lo largo del tiempo? Quizá inclinarnos por un análisis más global termine por espantar de una vez por todas la conspiranoia y nos ayude a poner los pies más en firme, en un terreno devaluado en esta época de presidentes abiertamente mentirosos, pero no por ello menos indispensable: el terreno de las cosas que suceden en la realidad y no en la imaginación.
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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es escritor, editor y guionista. Ha publicado dos libros de ensayo: Insular (Cuadrivio, 2016) y Cinécdoque (Dharma Books + Publishing, 2017).