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Poliedro digital Las cosas que no funcionan: los hermanos

Julieta García González  | 01.03.2019
Poliedro digital Las cosas que no funcionan: los hermanos
Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.

Mi hermana mayor y yo nos mecíamos en unos recién instalados columpios —adquiridos gracias a un grandísimo esfuerzo económico de mis padres, que hacían lo que fuera porque Alejandra y yo nos lleváramos bien— cada una tratando de ganarle a la otra en fuerza y velocidad. Mi hermana nunca ha sido muy dada a la actividad física y no sólo por falta de entusiasmo sino porque su cuerpo siempre fue frágil. Por aquel entonces, parecía que yo sería una atleta por el simple hecho de ser menos tronca que ella. Por lo mismo, me sentía comprometida a ser siempre la más rápida, fuerte y aventurada de entre todos los niños de mi edad.

Me mecía, pues, casi con violencia, viendo a mi hermana balancearse temerosa en su columpio.

—A que no te meces tan fuerte hasta quedar así —dijo poniendo su mano horizontal al piso.

Lo hice y lancé aullidos de lo que supuse una victoria. Ella no cedió:

—A que no te columpias así de duro pero sin manos.

Sin pensarlo —pero eso sí, afianzada con los codos— me columpié sin usar las manos. Alejandra me contempló hacer y aguantó con valor mis redoblados gritos guerreros. Cuando terminé, empezó de nuevo:

—A que no te columpias así de durísimo, pero parada.

Todo me parecía posible, por lo que me puse en pie sobre el columpio y me mecí hasta quedar panza arriba. Entonces sucedió: dijo que estaba muy bien, que qué bonito me columpiaba, pero que había una última prueba de valentía que, estaba segura, yo no podría pasar: “A que no te columpias parada y sin manos”.

Sin pensar en sus verdaderas intenciones —de hecho, sin pensar— me columpié lo más fuerte que pude y solté las manos de las cadenas de los columpios. Salí volando por los aires —elevándome hasta una considerable altura— y caí, convertida en una perfecta imbécil, completamente de espaldas, en el pedazo de cemento que quedaba justo debajo de cada columpio. Perdí el aire y me enderecé para poder respirar bien.

La inercia...

El columpio me pegó justo en el nacimiento del cabello y terminé en el hospital. Alejandra se rió de mí durante días.

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Carcharius taurus[1] (tiburón tigre de arena) es una especie que comete fratricidio antes de nacer. Los científicos dicen que practican el “canibalismo intrauterino”. Los fetos de estos tiburones —seres ovovivíparos— tienen desarrollados unos diminutos pero afiladísimos dientes. En el cálido y oscuro líquido que los protege del agua de mar y en el que completan su crecimiento fetal, los tiburoncitos se desplazan con cierta torpeza buscando presas. Los animales de menor tamaño son engullidos lentamente o simplemente mordidos por sus hermanos —que no deben medir más de ocho centímetros— hasta que pierden la vida.

Un azorado grupo de científicos filmó para un documental de televisión, con morbo y detalle —insertando en la cloaca de la madre una minúscula cámara quirúrgica, utilizada en endoscopías para humanos—, cómo los tiburoncitos giraban en vueltas interminables pescándose las aletas caudales, muriendo atragantados con un hermano en el hocico, pereciendo por haber perdido la cabeza o una parte de su cuerpo gracias a las mandíbulas todavía torpes de los de su sangre. Uno de los fetos fue diseccionado ante la cámara: de su vientre diminuto salió un pequeñísimo tiburón con el cuerpo casi intacto.

***

Mi hermana es una hermana mayor típica. Tuvo insomnios cuando yo iba a nacer, regresó a la mamila en cuanto me vio mamar, dejó de avisar cuando quería ir al baño y trató de golpearme desde el primer momento en que puso sobre mí sus ojos. Yo fui una hermana menor también bastante convencional. Traté de aventajarla en todo, hice como que no me importaba su presencia, procuré quedarme con sus posesiones olvidadas y, sobre todo, traté de caerle bien y gustarle casi toda mi infancia.

El rol de mi hermana difícilmente cambió mientras vivimos juntas. El mío tuvo que modificarse con la aparición de un nuevo miembro en la familia. Tuve que aprender a vivir como hermana menor. Y como hermana mayor. Lo primero siempre me costó más trabajo que lo segundo.

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Cuando parió a Caín, el primogénito de la especie humana, Eva dijo: “He adquirido un hombre por merced de Dios”. Ese hijo creció y se convirtió en labrador y entregó a Dios como ofrenda los frutos de su trabajo: lo que nacía de la Tierra. Sucedió también que después de Caín nació Abel, su hermano, que creció y se convirtió en pastor de ovejas. También él entregó una ofrenda a Dios: lo mejor de los primerizos de su ganado. Dios, sin razón aparente, miró con agrado la ofrenda de Abel y no así la de Caín.

De esta manera empezó el primer gran fratricidio del que tengamos registro. Al primero, al nacido antes que todos los demás, se le negó el favor divino. Fue desplazado por su hermano menor a quien “acometió (...) y mató”. Por ese hecho, Dios lo maldijo, expulsándolo de la tierra que habitaba y convirtiéndolo en un paria, en un fugitivo perpetuo, sin posibilidades de purgar su pecado.

La Biblia no se detiene mucho en la historia de este crimen terrible, imperdonable. A pesar de la crudeza, de la magnitud del castigo, de la participación directa de Dios en el asunto, en los textos sagrados no hay detalles que den una pista de lo que pudo suceder realmente. ¿Era Caín un malagradecido que no respetaba a Dios o a sus padres? ¿Se trataba de un hombre malformado por haber nacido el primero de todos los que habían sido expulsados del Paraíso? ¿Quién fue el preferido de sus padres, el más guapo, el más talentoso, el más simpático? ¿A quién se le negaron favores, sobre cuál de los dos se inclinaba la balanza de las preferencias? ¿Fueron educados de la misma forma, bajo las mismas circunstancias?

Caín mató a Abel cuando se supo rechazado: sintió odio y lo actuó. Pero... ¿habrá Abel odiado a Caín? ¿También él habría intentado matar a su hermano en circunstancias semejantes? ¿Qué cosas no sabemos que fueron el preludio de la relación encarnizada que debieron llevar durante años? Sólo un rechazo profundo pudo llevarlos a competir frente a Dios, a usarlo como Juez en su último mano a mano. Los primeros hermanos demostraron que una relación tan estrecha, tan genéticamente cercana, difícilmente puede tener un final feliz.

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Mis padres contrataron a Teresa y ese simple hecho los hizo sentirse libres y jóvenes nuevamente. Teresa era una buena mujer, sin familia en la ciudad, que nos adoptó a Alejandra y a mí como si fuéramos sus hijas, seguramente porque no le quedaba más remedio. A pesar de todo, éramos una solución para su vida.

Así que mis padres podían salir al cine, a cenar o a perderse por ahí en las noches, sabiendo que Teresa nos cuidaría. Pero era 1977, año en que muchas mujeres mexicanas contrajeron un vicio incontrolable: Viviana. Lucía Méndez acaparaba toda la atención que Teresa podía brindarnos. Alejandra tenía, entonces, relativa libertad para maltratarme mientras mis padres no estaban y Teresa se perdía frente al televisor.

Una noche, mientras Viviana —enamorada e ilusionada— sufría por algún amor no correspondido, Alejandra me lanzó un cuchillo desde lo alto de la escalera, no sin antes aclararme, con un grito salvaje, que deseaba verme muerta. El cuchillo no se clavó en mi cuerpo ni me hizo ningún daño físico. Partió el aire cercano a mi fleco y terminó clavado en la alfombra, completamente vertical, frente a mis pies.

Aunque paralizada grité, y mucho. Tanto que Teresa salió del letargo televisivo en el que estaba y se llevó el susto de su vida al ver la escena.

Cuando llegaron mis padres, tenía lista la maleta para regresarse a su pueblo mientras nosotras lloriqueábamos sentadas en la cama. Finalmente, Teresa no renunció, pero tampoco volvió a ver Viviana con tranquilidad, quizás preguntándose por qué le habíamos tocado en suerte. Alejandra y yo fuimos severamente castigadas (“¡Qué le habrás hecho a tu hermana para que te haya aventado un cuchillo!”) y enviadas a terapia.

***

Claudio, tartamudo y maltrecho, sobrino bisnieto de Julio César, nieto de Marco Antonio y sobrino de Augusto, fue proclamado emperador de Roma en el año 41 d. C., a los cincuenta y un años, tras la muerte de su sobrino, Calígula.

Hablamos de los dueños y señores de Roma, de la ciudad fundada gracias a un fratricidio, al producto del amor apasionado y el odio implacable que se tuvieron dos hermanos, amamantados por una loba.

Calígula fue asesinado muy joven por ser un pésimo emperador, odiado por todos. Fue golpeado con una espada en el cuello y en un hombro, en la mandíbula y en la ingle. Diez espadas más se hundieron en su pecho y vientre[2] y fue arrojado al piso. De todos los herederos al trono que lucharon por el poder a muerte, fue Calígula el más arrogante y cruel y quien llevó al extremo una práctica común para llegar al trono del Imperio: la de acabar con su familia.

Dentro de esta práctica imperial, son las historias protagonizadas por hermanos las más cruentas. Hay que decir que Calígula no fue el único que maltrató a su familia. Desde Tiberio hasta Nerón, pasando por muchos actores menores del gobierno que no dejaron gran huella en la historia, los descendientes del primer César violaron, mintieron, abandonaron, despreciaron, engañaron, maltrataron, golpearon, usaron, vapulearon, desterraron y asesinaron a sus hermanos de manera sistemática. De no haber sucedido tal masacre, Tiberio Claudio Druso, Claudio el Dios —hombre lleno de impedimentos físicos que lo convertían en el candidato menos probable para alcanzar el trono— no habría gobernado durante décadas a Roma, rescatándola del abuso al que, también ella, había sido sometida por sus anteriores gobernantes.

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Con la adolescencia Alejandra dejó de intentar asesinarme con métodos más bien rústicos y mantuvo su guerra en un nivel puramente psicológico. Siendo dos años mayor que yo, tenía la posibilidad de conocer cosas que a mí me estaban vedadas. Ésa fue el arma que empleó durante un tiempo. Se encerraba en nuestra habitación por horas, sin dejarme entrar, y salía de ahí con una sonrisa misteriosa sin decirme nunca qué era lo que había hecho en el cuarto. Hacía alarde de sus brasieres y de su nuevo bilé. Me aseguraba, con insistencia malsana, que menstruar era glorioso, incluso delicioso, y que la ortodoncia era una experiencia gracias a la cual había aprendido algo más de la vida. Hablaba en clave por teléfono con sus amigas, decía estar enamorada (y correspondida) y presumía de haber entrado al cine a ver películas clasificación B mucho antes de que eso fuera cierto.

Desesperada, me vengaba con mi hermano, cinco años menor que yo. Cuando era un bebé de meses, lo despertaba arrojándole proyectiles de todo tipo —incluida su propia mamila—, lo abrazaba con ansiedad hasta casi asfixiarlo y le retorcía el dedo meñique para hacerlo llorar. Después, lo encerraba en el clóset cuando no me obedecía, lo amarraba a los columpios por nada y lo humillaba de manera repetida hasta que la adolescencia le confirió poderes sobre mí que yo nunca hubiera imaginado: los de la fuerza física.

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La diferencia entre un chimpancé y un ser humano está limitada a unos cuantos genes. Los mapas que describen el camino de la evolución nos demuestran que una ligera mutación, un desvío de nada, un giro imprevisto, nos ha convertido en lo que somos. Estamos a menos distancia de la que creemos del resto de los primates y hasta de algunos otros mamíferos. Nuestros ácidos nucléicos son los mismos y sólo una variación en el orden y el número nos hace sentirnos superiores.

La diferencia entre un humano y otro no sería tan fácilmente discernible en el papel —si es que cada uno de nosotros pudiera contar con un mapa personalizado— a simple vista. Son los detalles lo que nos distingue. Pero esos detalles suelen ser poco claros, marcar una línea muy fina, cuando se trata de diferenciar a un hermano de otro. Compartimos con nuestros hermanos más genes de lo que parecería decente: son casi nosotros. Son lo que pudimos haber sido, una de las combinaciones posibles. Son una suerte de espejo. Son lo que nunca fuimos. Pueden ser lo que nunca quisimos ser. Pueden ser lo que hubiéramos querido ser. Son un pedazo nuestro.

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Durante años le dije “sandez” a mi hermano en lugar de dirigirme a él por su nombre. Él intentó ahorcarme un par de veces —de las que salí sana y salva gracias a sus amigos, que miraban horrorizados cómo trataba de matarme, pero que no habrían dudado un segundo si de aniquilar a sus hermanas mayores se hubiera tratado—, rompió una flauta Yamaha en mi antebrazo, me lanzó una maraca morada (en la que se veía a un par de hawaianas bailar) y trató de romperme la nariz con un salero que se estrelló a unos cuantos centímetros de mi cara. Cada vez que me atacaba, lo hacía porque yo le había dado un par de meses de razones. A diferencia del odio que Alejandra sentía por mí, Eduardo tenía derecho a sentir el suyo. Era mi confesor cuando aún no tenía edad para serlo, mi único apoyo moral cuando me encontraba abatida por los agobios hormonales y mi almohada en el sentido más literal: dormí sobre su panza durante varios años.

Entraba a su cuarto en las noches, cuando no podía conciliar el sueño, y lo despertaba para platicarle, para que me platicara o, sencillamente, para obligarlo a que me hiciera piojito hasta que me viera dormida. Cerca del amanecer abandonaba su cuarto —dejándolo arrinconado en su propia cama— y regresaba a mi habitación.

En cuanto recibía algún maltrato de Alejandra, acosaba a Eduardo. Después, cuando aprendí que mi hermana y yo podíamos luchar en una guerra más o menos pareja, usé a Eduardo para ganar el mayor terreno posible. Finalmente, cuando por fin maduramos un poquito y a los tres nos dejó de interesar una lucha constante e intensa, traté a mi hermano como si fuera de mi edad y no le permití vivir su infancia y, lo que es peor, su propia y conflictiva adolescencia.

***

Los papeles de los hermanos no varían. Los mayores viven sumergidos en sólo dos sentimientos: el de protección y el de destrucción. Ambos, por supuesto, aplicables a los hermanos menores. Así, a veces los tratan como si fueran sus propios hijos —y en el “como” hay un abismo insondable de horrores— y a veces los fustigan porque saben que son sus peores enemigos.

Los menores, en cambio, aprenden a ser unos sobrevivientes. Saben dominarse y humillarse a tiempo, antes de despertar la furia de los mayores.

Tampoco varía el papel de los padres. Por alguna incomprensible razón, desean que sus hijos no sólo se lleven bien: quieren que se quieran. Cuando de hijos se trata, los padres suelen ser unos ingenuos.

***

He visto hombres quedarse con la mujer de su hermano. He visto hermanas que mienten para que sus hermanos no las aventajen en nada, para que ni siquiera se les parezcan. He visto hermanos mayores negarles a los menores el apoyo cuando más lo necesitan. He sido testigo de los engaños, pleitos y odios de más de un grupo de hermanos. Sé de hermanos que le han robado a los de su sangre dinero, un auto, el prestigio, la razón. Conozco hermanos que aseguran no tener hermanos.

La historia del Imperio romano no es algo fuera de lo común. Después de Claudio, la lucha encarnizada entre hermanos continuó incluso cuando el Imperio había desaparecido y el mundo comenzaba a organizarse de manera distinta. Los hijos de Adán y Eva, pues, no han olvidado las enseñanzas de Caín y Abel cuando del favor divino o del poder, se trata.

Carcharius taurus no es una excepción a la regla: es casi la regla misma. En la Naturaleza, el fratricidio es una de las prácticas más comunes y los tiburones que devoran a sus hermanos antes de haber visto la luz del día son un ejemplo que nos atrae por morboso. Nos fascina porque se da en una etapa muy temprana del desarrollo. Como ellos, miles de especies matan a sus hermanos. Los animales no hacen juicios de valor y comprenden, sin más, las entrañas de la supervivencia.

 

 

[1]Agradezco a Andy Dunstan, de Undersea Explorer, la información proporcionada.

[2]Según la versión de Robert Graves en Yo, Claudio, RBA Editores, 1993.