Mirador: Sharjah
A todos los indigestos con la megalomanía y las excentricidades de Dubái se les recomienda ir a Sharjah. Ya sabemos que Dubái es una ciudad de lujos alucinantes: un emporio levantado vertiginosamente sobre los hallazgos petroleros, con fuentes de ensueño y ríos de luz que hacen palidecer a Las Vegas; islas artificiales con arena robada a las aguas del golfo Pérsico; construcciones relampagueantes que aparecen como caleidoscopios que giran y cambian de forma, simulando velámenes de barcos a la deriva, medias lunas arrancadas a las banderas en el desierto, cimitarras que desgarran las nubes y regresan a sus fundas con el orgullo de la victoria. Hay también millonarios altivos que pasean a sus tigres como mascotas; cajeros automáticos que emiten monedas de oro en lugar de billetes; desayunos estrafalarios con leche de burra y postres con valor de mil dólares. Como se sabe, en Dubái está el edificio más alto del mundo, un hotel de ochocientos veintiocho metros que apunta al cielo con sus precios; un centro comercial que se burla del calor porque en su interior se puede esquiar en la nieve y un hipódromo con carreras de camellos que tienen robots como jinetes. La joya más preciada de la metrópoli es un automóvil con la carrocería recubierta con miles de diamantes. En Dubái todo es pantagruélico, colosal y ridículo. Una ciudad que es un monumento a la ostentación y el desafuero. Un nicho reservado del universo donde el dinero lo puede todo.
La ciudad de Sharjah, vecina portuaria de Dubái, es su pariente pobre. En la fotografía superior, aparecen los perfiles de sus edificios reflejados en las tibias aguas que bañan la península Arábiga. Nada del otro mundo. Podría ser una ciudad norteamericana que exhibe un modernismo modesto. Pero esto es simplemente una carátula para turistas. Porque Sharjah era la urbe más importante de la región antes de la explosión petrolera de Dubái. Es parte de la familia real de los Emiratos Árabes Unidos, y se resiste a ser considerada como un suburbio de Dubái. Sharjah es una ciudad mucho más barata, por supuesto, y por eso, aunque sus habitantes lo nieguen por orgullo, se ha convertido en el dormitorio de los hombres que laboran en Dubái, que tiene mejores sueldos.
Pero si en Dubái la tradición es apenas un anzuelo adicional para los turistas, en Sharjah es el corazón de su identidad. Es una ciudad que fue declarada por la Unesco la capital cultural del mundo árabe, y conserva con la permitida arrogancia el logro de mantener algunas de sus construcciones con la arcilla llevada por sus primeros habitantes. Aquí los museos resisten los embates de los centros comerciales. Hay un puñado de ellos que cumplen las funciones originales de las construcciones: el mercado, la mezquita, el fuerte de los califas, y también el museo de historia natural libre de cualquier artificio, el jardín botánico sin plantas de plástico, el zoológico que se niega a ser una tienda de mascotas para millonarios. Sharjah está orgullosamente enraizada en la cultura del Islam, y tiene entre sus tesoros algunos textos escritos a mano por el profeta Mahoma. Pero aquí el fundamentalismo de las sectas terroristas no existe: en la universidad de Sharjah se pregona una educación basada en la cultura tradicional del mundo árabe, pero con una apertura ejemplar y respetuosa hacia las demás culturas del mundo. Es, en esencia, el germen de un mundo árabe democrático y dadivoso hacia el resto de la humanidad, independientemente de religiones y nacionalidades. Su feria del libro es reconocida mundialmente. La mujer del fotógrafo que tomó estas fotografías, por cierto, es una mexicana que fue premiada por el emir de Sharjah por sus trabajos como ilustradora de libros infantiles.
¿Y los caballeros que aparecen en la fotografía inferior?
Ellos son parte de las ambigüedades de la región. Son trabajadores de Dubái que viven en Sharjah. Como muchos, están esperando su momento de contratación. Y están vestidos a la usanza tradicional porque van a representar una danza antigua para los turistas que quieren degustar un poco de historia regional entre los banquetes de lujo en la nueva capital del dinero. No parecen del todo contentos, pero ese es su trabajo: representar lo que son, aunque la aplanadora del modernismo y la renovada idolatría al oro los esté forzando a ser otra cosa.
Fotos: José Bracho, sin título, 2015.
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MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.