EL ESPEJO DE LAS IDEAS
All You Need
Tardé mucho en entender la conversación entre Lupita, visitante regular de la cárcel, y uno de sus reclusos.
—Te felicito, Lennon, por tu novia. Es una muchacha guapísima.
El Lennon, cuyo rostro no podía esconder su orgullo, degustaba, como si fueran paletas, cada palabra de su visitante, como queriendo alargarlas. Cerraba los ojos esforzándose por retener en su memoria cada detalle de la descripción que le hacían del rostro, el carácter y los ademanes de su pareja. Parecía que Lupita conocía bien a la muchacha y que él nunca la había visto. Y así era.
La ejemplar voluntaria alternaba sus visitas a la penitenciaría masculina con las que hacía al reclusorio de mujeres, en donde vivía la novia de Lennon.
¿Cómo se había conocido entonces tan singular pareja?
Primero, se había establecido un ingeniosísimo sistema de comunicación entre ambas cárceles que, en su punto más cercano, están separadas por unos ciento cincuenta metros. A través de la celosía situada en la colindancia, alguien, quizás el propio Lennon, había comenzado a trazar en el aire, con un vaso blanco de unicel, letra a letra, las palabras que, después de un tiempo de experimentación, las reclusas lograron descifrar. Un día ocurrió el milagro. Tras meses de lanzar letras al viento, meses muy largos en los que nuestro náufrago seguramente parecía estar loco, ellas respondieron los mensajes con el mismo lenguaje, pues habían comprendido el código. Los horarios y la gramática se fueron acordando gradual y gozosamente. La comunicación entre hombres y mujeres comenzó a fluir.
La vida cotidiana en la cárcel es, en muchos sentidos, sombra de la de la calle. También su reloj. Mientras el credo calvinista de las oficinas proclama al tiempo como un recurso no renovable que nos incita a utilizarlo eficientemente, los reclusos se inventan caminos para no sentir su paso. Desposeídos del reloj, se permiten también espacios de vida interior y profundidad impensables en la calle.
El tiempo inverso penitenciario se hizo cómplice del Lennon en su búsqueda de pareja. Me conmueve imaginar sus conversaciones, una narrativa paciente y emocionante que, aunque única, remite necesariamente a la de no pocos adolescentes enamorados hablando por teléfono o chateando.
Lo cierto es que la alegría y la tenaz búsqueda de Lennon son sintomáticas del que quizá sea el más relevante rasgo de nuestra humanidad: nuestro ser incompletos, sed del otro, nostalgia de encuentros y necesidad de los mismos.
Si la idea contraria, la de la independencia y la realización individuales, no gravitara tanto en nuestra cultura, si no tuviera tan buena prensa, tal vez no sería necesario analizar ni defender la tesis antropológica del recíproco reconocimiento.
Baste decir que en el catálogo de nuestras necesidades hay una fundamental, la de ser amados, la cual no podemos satisfacer por nosotros mismos. Más aún, a diferencia de otras de las jerarquizadas por Maslow, es una necesidad imperiosa que no corresponde a derecho alguno.
Hemos de aprender que la amistad no puede exigirse como un derecho, que al serlo se desvirtuaría, que pertenece, como el amor, al ámbito de lo gratuito. Nadie puede exigir ser querido, y en ello radica precisamente el valor de serlo.
¿Hemos de seguir enarbolando la independencia individual como un ideal o mejor reconocer nuestro ser interdependientes?
Los suecos, por iniciativa de Olof Palme, intentaron lo primero desde 1972. Se propusieron y lograron gradualmente independizar a los hijos adolescentes de sus padres, a las mujeres de sus maridos, a los enfermos de sus cuidadores. Alcanzaron con el estado de bienestar aquello que consideraban el más sueco de todos los valores: la independencia. Pero, paradójicamente, al ganar, perdieron. No sólo se extraviaron de competencias interpersonales críticas, sino que pagaron una cuota inesperada en materia de felicidad y de sentido. Hoy, uno de cada dos suecos vive solo, y uno de cada cuatro muere solo, sin que nadie reclame su cuerpo. ¿Acaso no construyeron junto con la institucionalización del individualismo su propia cárcel? ¿No es acaso la suya una forma de reclusión?
La verdad es que no necesitamos el documental de Erik Gandini, La teoría sueca del amor, ni al niño salvaje de Aveyron, ni las miles de pruebas empíricas posibles para comprender nuestro ser relacional.
El lenguaje, por ejemplo, sin el cual el modo humano de ser es impensable, no es patrimonio individual de nadie. No nos damos a nosotros mismos ni siquiera nuestro nombre. Debemos a los grupos a los que pertenecemos notas fundamentales de nuestra identidad. Ni siquiera el ser o la vida son creación individual de nadie. Requerimos del otro al grado de no poder explicarnos sin él. No nos bastamos a nosotros mismos ni nos bastan tampoco las cosas; requerimos no sólo del ello, sino de la gratuidad y del corazón de alguien, de un tú que, al darnos lo inexigible, nos permite reconocernos como un yo, construir diversos nosotros que significan nuestra existencia y la hacen viable. Hay rasgos centrales de nuestra identidad y realización que sólo descubrimos cuando nos damos.
Quizá debamos a la codependencia, la asimetría y las muchas dependencias innecesarias, patológicas o injustas el haber optado, como los suecos, por la independencia —y no por la interdependencia— como ideal de vida.
La verdad es que la noción de individuo, como la de independencia, es pensable más no posible, y constituye un ente de razón. Podemos concebir racionalmente al individuo, pero éste se nos desvanece en la realidad. Escapa de nuestras manos como el agua.
A todo ello refiere el drama de la cárcel.
El castigo del aislamiento refleja notas esenciales de nuestro ser personas. Cada vida vive el reto de dosificar su encierro, de alternar rítmica y sanamente exterioridad e interioridad, de encontrarse en los otros.
Compartimos con los reclusos el reto de convivir con quien no quisiéramos y la pena de no poder hacerlo con quienes más queremos. Nos recluimos en cárceles que nosotros mismos construimos al tiempo que creamos lenguajes increíbles para alcanzar a quien nos completa y simboliza.
Somos hombres y mujeres trazando letras al viento, cargadas de ilusión y de esperanza. Sin ellas, también nosotros parecemos locos porque no somos —ya lo intuíamos— más que sed de encuentros.
Debo agregar dolorosamente que en nuestra siguiente visita a la penitenciaría, el Lennon estaba destrozado. A través de la misma celosía, en el horario acordado y en su singular código, la novia utilizó el vasito blanco de unicel para cortarlo.
Nunca supe cuáles serían sus razones. Sólo me quedé pensando que los vínculos son tan necesarios como dolorosos y complejos, que ciertamente nos llevan a caminos sinuosos, pero que, sin ellos, tampoco nosotros somos. EP
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Eduardo Garza Cuéllar es doctor en Filosofía, contemporáneo de Mafalda y del Vaticano II, y director de la firma consultora Síntesis