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TABERNA

Taberna: ¿De quién es la quinua1?    

Fernando Clavijo M.   | 01.04.2019
TABERNA

 Volar por la cordillera de los Andes es ver montañas y montañas, como pasar el Popo, luego el Izta y seguir así durante una hora. También se ven altiplanos, engañosamente cerca —donde se distingue alguna casita incluso— y, más abajo, las nubes. Siempre pienso que si un niño está jugando futbol por ahí y se le va el balón, bien puede pegarle un cristalazo a un avión y después perforar una nube.

En los alrededores del salar de Uyuni, el enorme desierto de sal del Potosí (centro minero al que debemos el nombre de nuestro San Luis Potosí[2]), se ve poco más que tierra seca mezclada con ceniza. Y unos pequeños arbustos, parecidos a la lavanda pero rojos y amarillos. Lo mismo en las cercanías del lago Titicaca, aunque ahí hay edificios todos de espejo parecidos a los que se ven acá por el Edomex, monumentos a la fealdad y a la migración.   De pronto, de la nada —como pasa cuando uno se topa con gente en el desierto— aparece una chola caminando con un bulto de esos arbustos que crecen a 4 mil metros de altura, en un frío seco y tierra salada.

Este pequeño fruto parecido a nuestro amaranto alimenta a un pueblo que de otra manera no tendría sustento, y además lo hace con una planta resistente, llena de fibra, cadenas completas de aminoácidos y abundantes calorías. Una adaptación natural más de una civilización que se fue a vivir al techo del mundo para dejar atrás a enemigos epidemiológicos (arriba no hay mosquitos ni pestes), y a enemigos humanos (la capacidad torácica y sanguínea de los descendientes del altiplano es tanto mayor a la de la población general que los convierte en superhombres).

Desde que la quinua se puso de moda en el resto del mundo, ha pasado de comerse en cocidos y caldos ricos en proteína y carbohidratos, llenos de papa, chuño[3], habas y algún hueso animal, para encontrarse en recetas hip como el tabule y los hotcakes. La demanda resultante ha atraído a comercializadores como General Mills.

El arbusto crece lentamente en altiplanos desde Ecuador —incluyendo Perú pero sobre todo Bolivia— hasta el norte de Argentina, y cuando se le planta en la tierra fértil y bien regada de un lugar como Iowa crece espectacularmente pero se rehúsa a dar fruto. Se puede adaptar como hicieron los indios, domesticándola, pero ese proceso dura miles de años. O se puede modificar genéticamente, que es lo que investigadores de la Brigham Young University buscan, pero para lo cual necesitan el germoplasma completo de esta planta, mismo que está en manos del pueblo boliviano y que este se niega a ceder. El investigador Jeff Maughan (que antes trabajaba para Monsanto) argumenta que el valor nutricional y resistencia de la quinua pueden convertirla en la solución al hambre en el mundo, al que considera sujeto a ciclos malthusianos. Argumenta que Bolivia no debería adueñarse de la planta que domesticó, aunque no se opone a que lo haga una empresa privada, pues como buen norteamericano considera que la ganancia económica es el único estímulo a la investigación.

La realidad es que la parte del germoplasma que tiene la BYU fue concedida por la Asociación Nacional de Productores de Quinua hace más de tres décadas. En 1994, sin embargo, la universidad de Colorado patentó una variedad de quinua a la que había alterado cierta capacidad reproductiva. La ANAPQUI pidió retirar la patente para continuar con un intercambio gratuito, pero la patente quedó y la cooperación cesó. Los campesinos andinos habían aprendido de su experiencia con la papa, otro germoplasma que Bolivia y Perú regalaron al mundo, y que una vez adecuado al clima de Idaho inundó el mercado andino por medio del dumping hasta dejarlos sin empleo.

El director del Programa de Investigación de la Papa, que trabaja ampliando la diversidad genética de la quinua y de la papa, lo resume muy bien: las patentes generan ganancias de limitar el acceso a la diversidad genética. Por ello, para ser de todos, las plantas no deben pertenecerle a nadie.

 

[1] Para evitar confusión, aclaro que quinua es la manera correcta de escribir y referirse a lo que muchos ahora llaman quinoa (por influencia norteamericana). No se pronuncia como la palabra esdrújula canoa, sino como una grave no acentuada formada por las sílabas qui-nua. Y no por temas de diptongo sino porque así se pronuncia en quechua.

[2] La influencia de la minería suele dejar un sabor ingles en los pueblos a los que se explota. Así como en Hidalgo nos quedaron los bisquets, en Bolivia quedó el uso del comino y la costumbre tomar el té por la tarde.

[3] El chuño es la papa deshidratada del altiplano, que conserva el valor nutricional de la papa en una quinta parte del volumen y peso y que dura miles de años (como hace poco probó el hallazgo de momias peruanas con ofrendas de este alimento). Es rico, se come muchas veces con huevo pero también con vinagre y cebolla morada.