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Boca de lobo: El suicidio de Vega Gil y las mujeres

Aníbal Santiago | 03.04.2019
Boca de lobo: El suicidio de Vega Gil y las mujeres
Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Con su melena canosa lo vi asomarse tímido a la sala donde veinte periodistas perseguíamos en reuniones semanales la utopía: que el gobierno diera cuentas del macabro misterio de Ayotzinapa. Discreto, avanzó casi de puntitas para no interferir la charla que esa noche de 2014 el grupo Ojos de Perro había iniciado minutos atrás y se sentó frente a mí. Por nuestra vecindad en esa larga mesa me dio la mano: “Armando Vega Gil”, se presentó formal. No era necesario: sabía quién era.

Lo conocía desde mediados de los ‘80, cuando mi joven madre rockera una noche de lunes llevó a su pequeño hijo a Rockotitlán para que oyera a la naciente banda Botellita de Jerez. Había poco público y eso no los achicaba: en la sangre de ese tridente corría alto voltaje. Tocaban con potencia, cabuleaban a los que modosos bebían sus cubas en sus mesitas como disfrutando un trío de boleros, bromeaban a todo pulmón, se retorcían en el escenario como si los rodearan las atestadas tribunas de Wembley y no 20 solitarios. Con su pasión dignificaban cada minuto de existencia: parecía que en esa velada se les iba la vida y el éxito, que pronto les cayó en cascada. E insistían: su música era guacarock: sabrosa mezcla de aguacate y rock que viajó 9 mil kilómetros en avión dentro de mi portacasetes cuando mi familia volvió a Argentina en 1988 tras retornar la democracia. Por eso, el barrio bonaerense de Ciudadela oyó alguna vez Naco es Chido. Aguacate rockero for export, para que allá supieran que no todo era Spinetta y Charly.

Pero el Armando escritor que tres décadas después tenía ante mí en la colonia Roma era otro. Como no podía ser indiferente a un famoso de mi infancia, por momentos lo miraba y descubría la antípoda del histrión. Esa noche solo escuchó silencioso a quienes discutíamos el camino a la verdad y me despidió reservado con un “mucho gusto”.

La mañana del lunes leí la carta donde negó el abuso sexual y anunció su suicidio porque sería monstruoso vivir con el estigma de la pederastia. Luego supe que se colgó de un árbol y más tarde seguí apenado el debate entre el #MeeToo y sus detractores.

¿Armando acosó menores? No lo sé. ¿Fue víctima de calumnia? No lo sé.

Por un lado, es razonable que las mujeres, atemorizadas, en ocasiones acusen sin revelar su identidad. Por otro, ante los dolorosos efectos del deshonor por algo que pudiera ser un invento, es comprensible que algunos hombres clamen: la historia que me inculpa es falsa.

Dedicar tiempo a discutir si se justifica o no el anonimato (o la confidencialidad) de las acusaciones de #MeToo y si sus sistemas de verificación son rigurosos, es natural y justo.

Y terrible que en ese mismo tiempo fuera hallado el cadáver de Jénifer Sánchez, alumna del CCH desaparecida el 20 de marzo. Tenía 16 años. “Las mujeres, aplastadas por el miedo y la amenaza, son las principales víctimas de nuestro mundo”, el propio Armando admitió en su carta final.

Los protocolos por violencia sexual en las empresas son nulos o decorativos. Y en los Ministerios Públicos, que debieran ser imperios de honestidad, eficiencia y justicia, las víctimas son castigadas con mecanismos de denuncia sucios, inoperantes, destructores de la dignidad humana. Los casos se abandonan o resuelven la inmensa mayoría de las veces exculpando al agresor.

Con otro sistema de justicia no cabría posibilidad de hacer denuncias en ocasiones dudosas y de las que el presunto agresor desconoce el origen. México no sufriría una abominable marea de ataques sexuales impunes y no habría cerca de doscientas mujeres, como Jénifer, asesinadas en lo que va del año. Y, quizá, en un tribunal Armando podría defenderse de una persona con nombre y apellido, y aún estaría entre nosotros.

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