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La declinación de la izquierda en Brasil. Una visión personal 

H. C. F. Mansilla | 11.04.2019
La declinación de la izquierda en Brasil. Una visión personal 
A partir de su experiencia en el país del orden y el progreso como catedrático en la universidad Unisinos, el autor nos comparte una opinión que puede explicar los recientes cambios electorales en esa nación.

En su discurso de investidura, el 1º de enero de 2019, el nuevo presidente del Brasil, Jair Bolsonaro, entre otros factores mencionó el combate a la corrección política como una de las metas de su gobierno. Este tema es, paradójicamente, un buen acceso para entender las complejas causas del triunfo de este candidato, hasta mediados de 2018 relativamente desconocido. Comprender no es perdonar y menos justificar. Tratar de entender los motivos muy complejos del comportamiento electoral brasileño en 2018 no significa, de ninguna manera, legitimar los resultados. Aquí menciono sólo una de las posibles causas de las preferencias electorales en aquel país. Uno de los factores para la derrota de las fuerzas izquierdistas debe ser visto en el hastío moral, en el rechazo de las ideologías progresistas y en el desprestigio de la llamada corrección política, que los intelectuales izquierdistas se dedicaron durante décadas a fundamentar y consolidar. El votante habitual no comprende estos asuntos teóricos, pero se da cuenta de la distancia, mejor dicho del abismo que existe entre las pretensiones éticas y políticas de los intelectuales progresistas, por un lado, y su vida cotidiana, por otro.

El Partido de los Trabajadores (PT) del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, pese a su nombre oficial era y es una organización inspirada, manejada y arruinada por grupos de intelectuales vinculados al ámbito universitario. Habitualmente están con la última moda del pensamiento y saben moverse muy bien en los entresijos del poder y de la administración pública, pero precisamente por ello carecen de un genuino espíritu crítico y no supieron interpretar los anhelos y los temores de las masas de los votantes brasileños en los últimos tiempos. En lo referente al exterior se orientaban hasta hace poco por el Foro de São Paulo, una institución creada por el PT en 1990 e inspirada por el gobierno cubano, anteriormente financiada por el régimen venezolano. Pretendía ser la vanguardia intelectual y cultural del socialismo del siglo XXI. Hablo en pretérito porque la institución está algo deteriorada.

Ser simpatizante del PT y del Foro de São Paulo permitía ser progresista sin gran esfuerzo y sin ningún riesgo. Esta inclinación abarcaba otras ventajas: se podía estar con la última moda teórica sin leer pesados libros de filosofía y tediosos informes de economía. Se podía vivir confortablemente sin sentir el menor temor a una expropiación de bienes y ahorros. Se podía enlazar una buena fortuna personal con una ideología revolucionaria. La única condición era evitar los temas feos, incómodos y antibrasileños: la corrupción, la inseguridad ciudadana, el caudillismo del presidente Lula, el gigantismo de las aglomeraciones urbanas, la destrucción de la selva amazónica, el crecimiento desmesurado de la población. Esta línea de “pensamiento” no debería extrañarnos: era lo que pedía la corrección política del momento, propagada en Europa por la socialdemocracia de izquierda y por el romanticismo en turno en las universidades del Viejo Mundo. La izquierda caviar de todo el Brasil no quería saber nada de los temas feos e incómodos que acabo de mencionar. Y esos temas, sobre todo la corrupción en casi todas las instancias estatales, era lo que realmente preocupaba a los electores. Los descubrimientos de gigantescos desfalcos de fondos públicos se dieron con los casos Mensalão y Lava Jato, a partir de 2013. El primero consistía en mensualidades pagadas a diputados de diferentes partidos para lograr la aprobación de proyectos de ley y conseguir otros favores, como nombramientos. El segundo tiene que ver con la adjudicación de grandes contratos de obras públicas, adjudicaciones “aceitadas” con fondos en la empresa semiestatal Petrobras. La magnitud de estos desfalcos fue uno de los factores para la contracción del Producto Interno Bruto (PIB), que significó, por supuesto, un serio incremento del desempleo. Aquí se unen los factores éticos y económicos de la crisis, que en pocos años socavaron una parte considerable del electorado del PT. Antes del gobierno del PT hubo, por supuesto, innumerables actos de corrupción, pero recién en los gobiernos de Lula y su sucesora Dilma Roussef la corrupción se volvió sistemática, y esto significa: creciente e imparable. Hasta el momento de escribir estas líneas el PT no ha realizado algo así como una autocrítica pública y tampoco se ha disculpado ante sus propios adherentes.

En 2016 fue depuesta la presidenta Dilma Roussef, del PT, y en 2018 un político relativamente desconocido de la extrema derecha ganó las elecciones presidenciales. Todo este movimiento, sostenido por los ciudadanos con mayor nivel educativo que el promedio, protestaba contra la corrupción desenfrenada del PT, contra la dilución de los valores éticos y contra la división polarizadora y excluyente que había creado la propaganda gubernamental: nosotros los buenos izquierdistas contra los malos, caducos y explotadores de la derecha. Lo que los votantes sienten confusamente es que el régimen del PT ha traicionado el sincretismo cultural y la concepción del “hombre cordial” (la expresión es del sociólogo Jessé Souza) al establecer esa división tajante entre los buenos y los malos. El sincretismo empezó probablemente como tendencia religiosa durante la época colonial portuguesa y ha significado una vinculación cooperante entre los distintos grupos sociales y las etnias del país. Pese a todas las disensiones y los conflictos, emergió una inclinación pragmática en asuntos de religión y una paulatina mezcla de las diferentes culturas. Uno de los resultados finales puede ser descrito como la creación espontánea de una cultura que tiende a integrar los distintos elementos constituyentes, a limar diferencias y asperezas y a hacer más o menos comprensibles a los unos los intereses y las peculiaridades de los otros. Una de las consecuencias de esta mentalidad es un optimismo muy expandido (“el país más grande y bello del mundo”), que debilita las confrontaciones ideológicas clásicas, de una manera que es difícil describir.

Me atrevo a afirmar, por otra parte, que la cultura brasileña no ha tenido hasta hoy rasgos intelectuales politizados. En el desarrollo literario-político del Brasil se buscará vanamente algo comparable a la ensayística latinoamericana de habla española, desde Lucas Alamán y Domingo F. Sarmiento hasta Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. Es, en general y con muchas excepciones, una cultura social poco favorable a preocuparse por los agravios del pasado —lo que, evidentemente, va en favor de las élites de turno— y más bien consagrada a pensar en el futuro. El sistema de partidos es débil, reciente —originado en su forma actual en los últimos años del siglo XX— y fomenta una “interpenetración” muy marcada entre los grupos de poder y las élites políticas. No se trata, por supuesto, de una meta evolutiva premeditada, sino de la consecuencia práctica de un largo convivir dentro de un marco estatal que siempre mostró ser más tolerante y menos dogmático que el español.

La cultura política brasileña ha representado, hasta el advenimiento del PT, un clima relativamente cordial y distendido. Brasil tiene probablemente el récord mundial de desigualdades sociales comprobadas estadísticamente, pero las formas culturales de lidiar con ellas y con numerosos problemas afines han sido siempre más pacíficas y menos traumáticas que en todos los otros países latinoamericanos. Todo eso se perdió con el PT. De alguna manera una parte importante de la población brasileña estaba asqueada por las prácticas cotidianas y por la propaganda de ese partido, que buscaba la confrontación dicotómica entre los malos irredimibles de la derecha y los buenos progresistas de la izquierda. Esto es lo que no puede comprender la izquierda caviar europea, ni tampoco los bienintencionados comentaristas de prensa, que sienten una nostalgia acrítica por un sistema que han apoyado durante décadas, sin molestarse por conocer los detalles desagradables de la vida diaria. Ellos tampoco pueden darse cuenta de la dimensión moral del asunto, que fue una de las causas de la derrota electoral del PT. El Foro de São Paulo, que dio lustre intelectual e internacional a esta posición, ha terminado justificando sin atenuantes a los gobiernos dictatoriales de Nicaragua y Venezuela.

¿Qué es lo que no logró modificar el PT pese a su enorme propaganda? Brasil se ha convertido en la octava potencial industrial del mundo, poco antes de la ascensión del PT al poder. Su producción manufacturera es gigantesca y de la más variada índole, su tecnología de punta (por ejemplo en los campos de la industria bélica, las telecomunicaciones y la aviación) ha resultado admirable. La movilidad social tiene un grado considerable; la esperanza de vida es mucho mayor que antes. El acceso a todos los niveles educativos se ha democratizado fuertemente. Y, sin embargo, el Brasil actual con sus 210 millones de habitantes, sus megalópolis industriales y su ocupación de casi todo el territorio no es necesariamente una sociedad con una calidad de vida más elevada y más razonable que dos generaciones atrás. La criminalidad y la inseguridad en las zonas urbanas tienen la triste reputación de hallarse entre las más altas del mundo; sus aglomeraciones urbanas —de una fealdad proverbial— abarcan dilatadas barriadas donde imperan el desempleo, la miseria, el crimen y las drogas. El brasileño común y corriente pierde una parte importante de su tiempo en problemas de transporte, en trámites burocráticos superfluos y en una lucha despiadada contra el prójimo.

Lo que pude observar mediante varios viajes por el interior de ese inmenso país es lo siguiente. La realidad cotidiana brasileña se halla hoy en día signada por factores como la contaminación ambiental, la pérdida de tiempo por congestiones de tráfico, la impresionante acumulación de basura en los mejores barrios, la destrucción de todo lo verde, el horario cotidiano dictado hasta en sus más mínimos detalles por imposiciones de una burocracia despersonalizada, la criminalidad alarmante, la pérdida de la identidad de las ciudades y hasta de los ciudadanos. Los aburridos centros comerciales de estilo provinciano estadounidense se han transformado en los templos y coliseos contemporáneos.

Brasil constituye hoy una sociedad extremadamente violenta, insolidaria, sin rasgos de una identidad original, salvo en el campo del folklore y la música popular. La concepción del “hombre cordial” tiende a diluirse aceleradamente. En amplios sectores sociales los medios masivos de comunicación han generado una genuina estulticia colectiva, vinculada a expectativas siempre crecientes de mayor consumo, más diversión y descenso marcado de normas éticas. El exagerado optimismo de la población y su propensión por el gigantismo tienen que ver con el infantilismo producido por una cultura popular ligera y trivial. La esperanza de un mejoramiento permanente del nivel de vida se revela como ilusorio ante la dilapidación irresponsable de los recursos naturales, pero también a causa de la acrecentada anomia sociopolítica, la miopía incurable de las clases dirigentes y el nivel inenarrable de la corrupción. La sensualidad de antaño se ha transformado en un libertinaje hedonista determinado por criterios comerciales. El sistema político es inestable, los partidos son meras maquinarias electorales sin capacidad de articular y hacer viables las demandas de la población. La corrupción en todos los niveles es indescriptible por su intensidad y expansión, la élite política no se diferencia fundamentalmente de una mafia criminal. La distancia entre los más pobres y los más ricos es mucho mayor que hace medio siglo; en lugar de las antiguas diferencias de rango y origen, hoy el dinero es el criterio que define claramente las capas sociales y las separa de modo brutal. El número de universidades y organizaciones no gubernamentales consagradas a tareas educativas es inmenso y, sin embargo, las creaciones intelectuales y la investigación científica alcanzan sólo una dimensión muy modesta.

En 2010 y 2011 fui catedrático invitado en la universidad Unisinos, en el estado de Río Grande do Sul. Unisinos es una universidad privada con un gran prestigio intelectual, pero también fuertemente influida por profesores afines al PT, también el partido favorito de los estudiantes. En el Brasil detecté una actitud bastante generalizada dentro del estamento intelectual que se aferra a aquella “verdad” tan evidente que no necesita de ninguna prueba empírica: la acción maligna y permanente del imperialismo, también vigente en el plano ecológico. Después de un tiempo y con mucha amabilidad los colegas profesores me preguntaron: ¿Cómo puedo hablar de autoritarismo en Bolivia, si a partir de 2006 el pueblo ha tomado el poder con sus propias manos? Por primera vez en la historia del país la mayoría indígena participa en el gobierno y ejerce sus derechos soberanos, y yo hablo en cambio de cosas muy abstractas, como la pervivencia de tradiciones autoritarias o la continuación de prácticas corruptas. Y continuaban: ¿Cómo se puede afirmar que en Cuba no hay una democracia moderna, cuando hasta el turista más desprevenido puede comprobar fehacientemente que el pueblo ha depositado toda su confianza en Fidel y Raúl Castro y se siente representado a cabalidad por estos líderes?

Había, sin embargo, un tema que interesaba vivamente a profesores y alumnos: las cinco excolonias portuguesas en África, que constituían todavía sistemas nominalmente socialistas, es decir progresistas y bendecidos por la historia. En el aula que me tocó había un enorme retrato del presidente de Angola. Noté en más de una ocasión que les gustaba comentar los aspectos culturales del modelo socialista en Angola, pero no su dimensión política. En 2010 ya era un hecho público que el presidente José Eduardo dos Santos, quien ejerció el poder de 1979 hasta 2017 —simultáneamente era el máximo líder del Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA) —, se había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo y controlaba la producción de petróleo y el terreno de las telecomunicaciones, con importantes participaciones en muchas empresas fuera de Angola. Con toda inocencia pregunté cómo se había realizado esa hazaña, pues efectivamente constituye un caso digno de estudio. Una de las mayores fortunas privadas del planeta había salido de una de las naciones más pobres, desorganizadas y corruptas del mundo. Sería interesante, decía yo, analizar la personalidad de José Eduardo dos Santos, héroe de la Guerra de la Independencia, artífice de la victoria socialista en la guerra civil (con la ayuda masiva de tropas cubanas), absolvente de una universidad soviética, encarnación del espíritu revolucionario y comunista del MPLA, amigo personal de Fidel Castro y del presidente Lula, con quienes se hacía fotografiar a menudo. Dos Santos, sin visitar jamás las afamadas escuelas de negocios de Europa o de los Estados Unidos, había resultado el organizador insuperable de empresas privadas y el mago de las finanzas capitalistas. El régimen angoleño sigue siendo hasta hoy oficialmente socialista.

Y los colegas profesores me decían: no hay que preocuparse tanto por los pequeños aspectos negativos de los regímenes socialistas, no hay nada perfecto bajo el sol, observar tan detenidamente esos fenómenos desagradables estropea el sistema digestivo. En los casos de Angola y Brasil hay que aprender a ver lo positivo. Los gobiernos progresistas brindaron al pueblo lo que este siempre quiso tener y no pudo: dignidad colectiva, soberanía nacional e identidad social. EP la guerra civil (con la ayuda masiva de tropas cubanas), absolvente de una universidad soviética, encarnación del espíritu revolucionario y comunista del MPLA, amigo personal de Fidel Castro y del presidente Lula, con quienes se hacía fotografiar a menudo. Dos Santos, sin visitar jamás las afamadas escuelas de negocios de Europa o de los Estados Unidos, había resultado el organizador insuperable de empresas privadas y el mago de las finanzas capitalistas. El régimen angoleño sigue siendo hasta hoy oficialmente socialista. Y los colegas profesores me decían: no hay que preocuparse tanto por los pequeños aspectos negativos de los regímenes socialistas, no hay nada perfecto bajo el sol, observar tan detenidamente esos fenómenos desagradables estropea el sistema digestivo. En los casos de Angola y Brasil hay que aprender a ver lo positivo. Los gobiernos progresistas brindaron al pueblo lo que este siempre quiso tener y no pudo: dignidad colectiva, soberanía nacional e identidad social. EP

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H.C.F. Mansilla es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, miembro correspondiente de la Real Academia Española, miembro de número de la Academia de Ciencias de Bolivia y de la Academia Boliviana de la Lengua.

 

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