Nuestra ciudad (de los deportes)
Desde hace varios años, pero más evidentemente a partir del 2012, en la Ciudad de México hemos sufrido una explotación inmobiliaria irregular y descontrolada. En Ciudad de los Deportes, la colonia donde he vivido la mayor parte de mi vida, los abusos han generado tanto inconvenientes inmediatos como problemas a largo plazo.
Cuando era niña, mi mapa de referencias estaba dado por ciertos puntos clave que marcaban los límites de lo que para mí era la zona segura. El entonces Estadio Azulgrana me funcionaba como estrella del norte, me orientaba en la colonia e incluso guió de manera temprana mis inclinaciones futbolísticas —ser fanática del Atlante me condenó a sufrir las penurias de un equipo en constante decadencia.
Otros puntos importantes para mí eran mi escuela, a dos cuadras de la casa, y el parque del nadador, como yo lo llamaba, aunque en realidad se trataba de Plaza California y a lo que yo le decía “el nadador” era la escultura ubicada en el centro: Orión, el cazador de estrellas, de Pedro Coronel. Ese sitio, ubicado en el semicírculo que se forma entre Insurgentes y la curva hacia el Suburbia, era el área verde de la colonia. Ahí aprendí a patinar, como muchos otros niños con quienes coincidía después de la escuela, y la gente encontraba un descanso del sol y del acelerado ritmo de oficina a la sombra de palmeras, capulines, arrayanes e incluso un fresno Fraxinus undhei, especie protegida por la Ley de Salvaguarda del Patrimonio Urbanístico Arquitectónico del Distrito Federal (Cap. III, art. 15-I).
Un buen día, en 2004, la plaza amaneció cercada por altas mamparas con anuncios publicitarios. Poco a poco —pese a la prohibición de construcción establecida por la normatividad de uso de suelo del Programa Delegacional de Desarrollo Urbano a lugares que, como ese, estaban catalogados como “Espacios Abiertos, Deportivos, Parques, Plazas y Jardines”1— talaron y derrumbaron los árboles que ahí crecían y la escultura de Pedro Coronel fue arrancada a martillazos sin importar el daño que se causaba a la obra. En menos de un mes, aquel espacio público destinado a la recreación y a la mejora del ambiente de pronto se había vuelto propiedad privada con fines completamente opuestos: un estacionamiento bardeado con anuncios siempre actualizados que hasta hoy rompe con la armonía de la zona y hostiga con mensajes publicitarios a quienes transitamos por ahí.
En septiembre de ese mismo año, la Procuraduría Ambiental resolvió que se había incumplido la legislación ambiental e instó a la Delegación Benito Juárez a que se restituyeran los árboles talados, pero eso nunca sucedió. Siempre he pensado que la corrupción y la evidente impunidad que ventiló ese caso alentó a todos los inversionistas que llegaron después a desarrollar grandes construcciones, pasando por encima de las normativas de la delegación —o evadiéndolas con cuantiosas mordidas— e ignorando las necesidades de los vecinos y los inconvenientes que pudiera causar al entorno.
En el 2011 se terminó la construcción de las oficinas corporativas de BASF, un enorme edificio de tres cuerpos y seis pisos, ubicado entre el Suburbia y el Superama, que modificó por completo el paisaje. A partir de entonces, muchas construcciones de más de quince departamentos empezaron a edificarse en espacios en los que antes vivía una sola familia.
Ejemplos hay muchos. La que fue mi escuela preescolar —creo que tenía hasta secundaria— cerró en esos años y pronto la demolieron para construir, en su lugar, un condominio de seis niveles con, al menos, cuatro departamentos por piso. Muchas casas particulares fueron vendidas a “desarrolladores” que las destruyeron para levantar grandes edificios habitacionales, en los cuales la premisa parecía ser siempre explotar cada metro cuadrado a fin de vender la mayor cantidad de departamentos por piso. En otras palabras, el mismo afán de enriquecimiento inmediato que llevó a la destrucción de Plaza California ha generado la explotación inmobiliaria de la zona. El levantamiento de numerosos inmuebles que saturan la capacidad de abastecimiento de servicios de la colonia, hace cada vez más altos los costos, más tensas las relaciones entre vecinos, más hostiles los entornos y más intransitables las calles.
La situación ha sido la misma desde entonces. De hecho, dentro de poco, y a pesar de que Claudia Sheinbaum ha señalado que la zona tiene una normatividad de uso de suelo de máximo cuatro niveles, están por inaugurar un enorme complejo de ocho pisos con treinta y dos departamentos en Wisconsin y San Antonio. Además, falta ver qué pasará con el tan codiciado espacio del Estadio Azul, asunto que amerita reflexión aparte, pues desde sus orígenes ha sido objeto de especulación.
El estadio se erigió en la primera mitad del siglo xx, una época en que las naciones usaban esas construcciones —así como los pabellones de las Ferias Internacionales— para demostrar su progreso tecnológico y modernidad. En la Ciudad de México, durante los años cuarenta, Neguib Simón Jalife, un millonario yucateco de origen libanés, tuvo la intención de ir más allá: no sólo construiría un estadio en el terreno de más de un millón de metros cuadrados que acababa de adquirir, sino toda una Ciudad de los Deportes.
El plan original incluía la plaza de toros más grande del mundo, un estadio deportivo con capacidad para 36 mil espectadores, frontones, una alberca olímpica, una alberca de olas, boliches, canchas de tenis, cines y una arena de box. Tras construir los dos primeros edificios con la más moderna técnica de cemento armado, Jalife se quedó sin presupuesto y tuvo que vender el terreno, con lo cual dejó inconcluso el boliche, que había empezado en donde ahora está el Superama, y el estacionamiento del estadio, para el cual ya había construido la bahía: la curva de Plaza California.
El comprador, Moisés Cosío, otro millonario igualmente ambicioso —no tanto de fama como de dinero—, no dio seguimiento a los planes de Jalife. En cambio, fragmentó los terrenos y vendió lotes donde se construyeron edificios habitacionales. Así, la zona pasó de ser un proyecto de recreación y prestigio para la ciudad a una inversión financiera particular. El estadio y la plaza quedaron en medio de una zona residencial, hoy Ciudad de los Deportes, que no tenía la infraestructura para lidiar con las multitudes que llegarían asiduamente a presenciar partidos de futbol o corridas de toros.
Desde entonces, el uso del estadio ha variado según la regla del mejor postor. Se usó para partidos de futbol americano, para conciertos y shows de todo tipo, y de manera más constante, para partidos de futbol: primero fue casa del Atlante y del América, en los ochenta únicamente del Atlante y, a partir de 1996 hasta hace dos años, fue el estadio que cobijó al Cruz Azul.
En la actualidad, probablemente a raíz de la explotación inmobiliaria de principios de esta década, el valor por los quince mil metros cuadrados del estadio y los locales comerciales aledaños se calcula en un mínimo de 271 millones de pesos. Por supuesto que este dato no pasó inadvertido para el actual dueño del predio, Antonio Cosío —nieto de Moisés y director general del Grupo Brisas— quien en 2017 había pactado con el despacho de arquitectos de Sordo Madaleno la demolición del estadio y la construcción de un enorme complejo que albergaría un centro comercial, un hotel y departamentos de lujo.
Luego de un largo silencio en relación con la demolición del estadio, el año pasado se anunció que ésta no se llevaría a cabo y que Santiago Taboada, alcalde de Benito Juárez, y Claudia Sheinbaum estaban revisando con Cosío los posibles usos que darían al terreno.
La suspensión sucede no por considerar las inmensas desventajas que el megaproyecto supondría para la zona y para la ciudad en general (falta de agua, generación de basura y tráfico, por mencionar las más evidentes), sino después del derrumbe en Artz del Pedregal, centro comercial construido por el mismo despacho que Cosío había contratado para levantar el suyo, que incluso llevaría el nombre de Artz Insurgentes. En otras palabras, aunque todavía no hemos tenido que padecer un centro comercial más —entre 2006 y 2018 se construyeron 108 en la Ciudad de México— queda claro que no podemos esperar un proyecto que responda a las necesidades de la zona y a la mejora del ambiente, como sería un deportivo o un gran parque público. No ha sido así nunca en esta colonia, tampoco en la delegación (ahora alcaldía) y, por lo general, no ha sido así en la ciudad.
Aunque me he referido sólo a la situación de Ciudad de los Deportes, por ser el entorno que mejor conozco, las carencias de planificación urbana, de regulación y de responsabilidad ambiental son comunes a la mayoría de las delegaciones, por lo que me atrevo a decir que un par de constantes han estructurado el desarrollo de todas.
El espacio público es visto, según la lógica del mercado que rige la Ciudad de México, como un espacio desaprovechado, de modo que los ciudadanos somos despojados de reductos de descanso y recreación que nos pertenecen en pos del enriquecimiento de quienes pueden pagar las mordidas para explotar tales espacios. Así es como, a modo de compensación, y sobre todo por las ganancias millonarias que ofrecen, los inversionistas, en coordinación con las autoridades delegacionales, han minado la ciudad con centros comerciales donde, a falta de otros espacios, la gente “pasea” como antes paseaba por parques, plazas, jardines y bosques, con la diferencia de que durante este merodeo neoliberal no es posible relajarse, descansar ni distraerse, por el contrario: el bombardeo de mensajes publicitarios y la disposición de los espacios orientados al consumo agudizan el estrés y la insatisfacción o el gasto excesivo. Eso sin contar, por supuesto, con el daño ambiental que provocan. Para ejemplos frescos, basta ver lo que pasó el fin de semana en el pueblo de Xoco, donde acaban de talar sesenta árboles para continuar con la construcción de Mitikah, otro mall gigantesco.
En cuanto al uso de la propiedad privada, es evidente que la preocupación gira siempre en torno al enriquecimiento personal y no al desarrollo de espacios de calidad al menor costo que incrementen la calidad de vida de los ciudadanos, ¡hasta ridículo ha de sonarles el planteamiento! Y es que en lugar de administrar la ciudad como el hogar de casi nueve millones de personas, autoridades e inversionistas se dedican a explotarla como si fuera una mina. Mientras esto no cambie, no podemos esperar un fin distinto al de los depósitos minerales que se caracteriza por el agotamiento de los recursos, el desgaste del suelo y el encarecimiento de la extracción.
En la imagen aparecen la Plaza de Toros México y el Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes, hoy llamado Estadio Azul, en construcción a inicios de 1946. Más arriba se ven la Avenida de los Insurgentes y las calles de las colonias Insurgentes San Borja y Del Valle. Imagen: ICA/Aerofoto.
1 Acerca de los Espacios Abiertos se señala en documento de la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la ciudad: “No se permitirá el establecimiento de construcciones permanentes de uso comercial o de servicios, ni estacionamientos de vehículos que impida el libre tránsito de peatones en plazas, explanadas, andadores y banquetas. Únicamente se autorizará la instalación provisional de equipamiento de servicios dentro de los calendarios y horarios que determinen las autoridades competentes en el Distrito Federal.” Fuente: http://paot.org.mx/centro/programas/delegacion/benito_myri.html
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Ana Negri. Es escritora y editora. Es maestra en Letras Latinoamericanas por la UNAM y candidata a doctora en Estudios Hispánicos por McGill University. Coordinó la colección Cartografías (Almadía-Conaculta) y fue becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en 2017-2018.