Poliedro digital: Grietas
Desde que Simone de Beauvoire escribió en 1949 que “una no nace mujer”, diferentes líneas de análisis han surgido de la(s) filosofía(s) y la(s) práctica(s) feminista(s) para explicar cómo es que el género, el sexo y la sexualidad (pero también la raza, la clase y las diversidades funcionales) han operado históricamente como categorías que posibilitan a los cuerpos para ser leídos, entendidos y posicionados de una determinada manera en contextos específicos. Pero también, y en estrecha relación con lo anterior, la historicidad y operatividad de estas categorías revelan la forma en la que los dispositivos funcionan, a la vez que actualizan y son actualizados por éstas, creando, así, un cierto sentido común no sólo en la manera en la que nos relacionamos socialmente, sino cómo nos entendemos a nosotras mismas tanto subjetiva como corporalmente.
Este sentido común —compuesto de ciertas prácticas y discursos que operan como “verdades”— lejos de ser inocentes, naturales o un mero “accidente” de la historia, se descubren como el territorio de una lucha política por producir y reproducir ciertas relaciones de poder. Pero, ¿cuáles son y de dónde surgen estas relaciones de poder que nos atraviesan hoy en día?, ¿qué consecuencias políticas, afectivas y corporales tienen en nosotras? y, ¿cómo podríamos —si es que es posible— formular unas diferentes?
No es en vano, entonces, que mucho del pensamiento feminista (con todas sus particularidades, diferencias y posiciones) haya encontrado en el colonialismo, el capitalismo y el patriarcado las tres grandes maquinarias que producen El sentido tanto simbólico como material de la vida. Y digo “el” en mayúsculas porque éste se ha posicionado como hegemónico a partir de las instituciones, los lenguajes, los discursos, las prácticas y los modos de producción económica que se han instaurado y legitimado como las únicas verdaderas, siendo esto posible sólo en la medida en la que han relegado por medio del control, la normalización, el exterminio y la cooptación otras existencias. Desde una lectura hegemónica, podríamos decir que se han creado, entonces, dominios de saberes, sujetos que pueden hablar, conocer y nombrar, y otros que no. A la pregunta nietzscheana de ¿quién habla?, se le podría agregar el ¿qué cuerpos y qué prácticas produce cuando habla?
Esta “voluntad de saber”, como la llama Foucault, que es la que posibilita la producción de “verdades” y con esto, de subjetividades, de cuerpos y de formas de ser en el mundo que se encuentran enmarcadas justamente por estas “verdades”, han tenido como resultado lo que varias feministas nos han enseñado: que existe, por ejemplo, un régimen político de la heterosexualidad que sirve para administrar el trabajo, la población y el capital; que los binomios hombre/mujer, naturaleza/cultura, verdad/falsedad, cuerpo/mente, entre muchísimos otros, lejos de ser naturales o esenciales, responden a unos intereses muy particulares de entender la producción de conocimiento en la que se delimita nuestra existencia y las relaciones que podemos entablar a partir de ellos; que la consistencia o el principio de No-contradicción es fundamental para que la modernidad blanca eurocentrada pueda sostenerse; que la creación de ese otrx como el que “amenaza” el orden es fundamental para la constitución del sujeto de la modernidad, así como para justificar las prácticas de conquista sobre los territorios y cuerpos.
Por lo tanto, la historia de la verdad, o, podríamos decir, la verdad en la historia, no es sino “el discurso del poder y de los deberes a través de los cuales el poder somete, pero es también el discurso del esplendor a través del cual el poder fascina, aterroriza, inmoviliza. En síntesis, si el poder, obligando e inmovilizando, es fundador y garante del orden, la historia no es otra cosa que el discurso a través del cual las dos funciones que aseguran el orden serán intensificadas y hechas más eficaces.”[1]
Pero si nos quedáramos sólo en esta lectura estaríamos aceptando este “orden de las cosas” como una mera fatalidad; como una tragedia en la que sólo nos quedaría esperar un destino trazado a priori de las experiencias, lxs cuerpxs y los discursos concretos; cancelaríamos, pues, la forma en la que efectiva y afectivamente nos movemos en el mundo a partir de los deseos, los afectos, las metáforas, las lecturas, las escrituras y otrxs cuerpxs.
Posicionarnos, entonces, ahí donde se desborda la historia, posibilita pensar en lo que Parrini, refiriéndose a Foucault, establece como la potencia desatada. Esa potencia que hace posible trastocar, contaminar, desestabilizar y desterritorializar las viejas teorías porque los cuerpos, las subjetividades y toda la serie de prácticas que surgen de estos espacios y estas temporalidades aparecen como simulacros (con toda la fuerza sonora de este concepto deleuziano), en donde las reproducciones no son copias mal hechas, sino la negación constante del original.
Es a partir de estas y tantas otras historias que me han movilizado profundamente, que me he preguntado a qué normas he resistido o de qué categorías me he apropiado y reapropiado como una estrategia para sobrevivir. Pero también, qué posición de poder tengo cuando me nombro, me muevo y hablo de cierta manera. Por qué, por ejemplo, me he identificado como heterosexual. A qué miedos me he tenido que enfrentar cuando quiero salirme de esta norma; pero también cuál es la tranquilidad al habitarla, aunque sea de maneras inapropiadas.
Lejos de poder responder estas preguntas (y muchas otras), lo que me han enseñado otros cuerpos y lo que me ha posibilitado pensarme en colectivo y ser afectada por otras experiencias, es que si bien el deseo parecería haber estado restringido y normatizado por la “estructura estructurante” del sistema, el cuerpo entendido como potencia libidinal; como materia deseante y sintiente; como expresión y síntesis de las contradicciones del sistema que lo ha formado, es capaz de desplazarse y crear otros movimientos fuera del sistema de representaciones que lo limitan; o por lo menos, es posible vislumbrar las grietas —como líneas de fuga— que sólo del roce con otros cuerpos se desprenden. Hacer estallar el binomio, como diría Deluze,[2] a partir de producir y nombrar nuestra propia subjetividad que de tantas maneras se desplaza y es desplazada por otrxs, hace posible nombrarnos desde algún otro lugar de enunciación; hace posible, pues, cambiar nuestra mirada; sustituir nuestro tacto y vivir nuestra existencia de formas múltiples y discontinuas; y así, como diría Alba, hacer de este mundo un lugar más vivible para todes.
[1] Michel Foucault, Genealogía del racismo, Argentina, Editorial Altamira, Colecciones Caronte Ensayos, 2006, p, 62.
[2] Gilles Delueze, Lógica del sentido, traducción de Miguel Morey, Edición electrónica de la Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, en www.philosophia.cl, p, 208.