Reflexiones sobre la propia muerte
Henning Mankell
Acaba de morir Henning Mankell, a los 67 años, cerca de dos después de haber sido diagnosticado con cáncer de pulmón con metástasis en cuello. Lo que parecía una mera tortícolis enmascaraba una enfermedad mortal. Acabo de bajar en Kindle su libro de memorias, por decirle de alguna manera, ya traducido al español (curiosamente aún no al inglés): Arenas movedizas (Tusquets, 2015).
Este libro fue escrito después del diagnóstico. Cuando se enteró de que padecía cáncer, “fue como si la vida se encogiera”; “el tiempo se había detenido”. Sobre la enfermedad, dice: “Me encuentro en un laberinto que no tiene entradas ni salidas. Sufrir una enfermedad grave es haberse extraviado en el propio cuerpo, en el que sucede algo que uno no puede controlar”.
El texto incluye algunos pasajes de recuerdos infantiles, de reflexiones sobre el proceso de la enfermedad y su tratamiento, pero también, de manera importante, sobre su preocupación por el futuro de la humanidad, del planeta, por una idea de trascendencia, no solo individual, sino colectiva.
El estilo es el usual: económico, efectivo, atractivo. Siempre es perceptible y agradecible, también, un peculiar sentido del humor. En todos los casos, el autor sueco fue capaz de advertir el absurdo en la vida. Así es la serie de novelas sobre Kurt Wallander, adaptada por la televisión sueca y luego por la inglesa. (Por razones personales, me gusta más la primera.) Mankell dice que ha escrito sobre crímenes “porque ilustran mejor que ninguna otra cosa las contradicciones que constituyen la base de la vida humana”. Su interés en los crímenes también está vinculado a una de sus preguntas vitales, que “marcó su vida”: “¿Qué tipo de sociedad quiere uno contribuir a formar?”. El repudio a las injusticias es otro sentimiento constante detrás de sus escritos, compartido por su muy humano detective Kurt Wallander.
Así son también otros textos fuera de la serie de detectives. En particular, recomiendo la sobresaliente Zapatos italianos, que reseñé para Este País (número 252, abril de 2012).
En sus novelas sobre Wallander, a Mankell le interesa, como a los buenos escritores de novelas negras, lo que los procedimientos policiales y los crímenes dicen sobre la sociedad en la que ocurren: las injusticias, lo que nos hace humanos pero también inhumanos, la violencia, los prejuicios, la crueldad y un largo etcétera.
Arenas movedizas es un texto conmovedor sin ser cursi, una expresión a la vez individual y colectiva. Confirma la humanidad de Mankell, en el mejor de los sentidos.
El texto está lleno de preguntas sin respuesta, de reflexiones personales y compartidas con el resto de la humanidad, todo en una tensión constante entre la plena conciencia de que el cáncer que padece es grave y que ciertamente plantea la posibilidad de la muerte, pero también con la pulsación, muy humana, de la esperanza: “Tenemos que procurar siempre que la esperanza sea más fuerte que la desesperanza. Sin esperanza no hay, en el fondo, supervivencia”. No obstante, Mankell no creía en una vida después de la muerte: “En la muerte no existe el tiempo, nada. Mi participación en la danza de la vida ha terminado. Me he caído de la escalera de las edades del hombre en el último peldaño”. Esta vida, aquí, es la única que tenemos. Para vivir, y para morir, escribe, hace falta valor —y “el valor y el miedo van siempre de la mano”. Confiesa tener miedo frente a la muerte, pero dice que no considera quitarse la vida, aunque sí la posibilidad de una sedación en caso de fuertes dolores. La respuesta al suicidio, dice, “es el deseo de vivir”.
Henning Mankell: un humano que acaba de enfrentarse, como todos lo haremos, a la muerte.
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Oliver Sacks
Recuerdo la fascinación que me produjeron dos libros del recién fallecido Sacks: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y Un antropólogo en Marte. Los he recomendado sin cesar desde entonces. No logré terminar, sin embargo, El tío Tungsteno ni Los ojos de la mente.
Ahora leí su autobiografía, On the move: A Life, escrita ya en su séptima década de vida. Algunas cosas ya sabía de él, muchas otras no. Ignoraba, por ejemplo, su gran afición por los deportes, por el desarrollo de los músculos —que practicó durante muchísimos años— y su amor por las motocicletas. Ignoraba, también, que había ingerido una gran cantidad de diversas drogas y alcohol en una etapa en la que llevaba una vida nocturna intensa. Menciona, en particular, cómo le costó trabajo dejar las metanfetaminas.
Sabía que era gay, pero no sus problemas para lidiar con este aspecto de su vida. Cuando de joven le reveló a su madre sus tendencias homosexuales, la madre le dijo que prefería un hijo muerto que uno homosexual. Sin embargo, ambos continuaron su relación poniendo esa lapidaria sentencia bajo el tapete. El padre fue más comprensivo y alivianado frente a la declaración.
Ignoraba que Sacks fue compañero de Jonathan Miller en la escuela de medicina; otro psiquiatra tipo renacentista, cuyos videos también se pueden ver en YouTube. Recuerdo en particular una excelente serie: The body in question.
El inicio sexual de Sacks fue complicado. (Recordemos que en Inglaterra fue un delito ser homosexual hasta 1967, cuando él ya tenía treinta y cuatro años.) Viajó a Amsterdam, se emborrachó hasta perder el sentido y al día siguiente su pareja nocturna le informó que habían tenido relaciones sexuales. Pero, tal vez más importante, esta pareja le enseñó que no era necesario emborracharse hasta la inconciencia para tener sexo ni sentirse culpable por su tendencia sexual.
Sacks narra, entre muchas otras cosas, su participación en la filmación de la película Despertares, con Robin Williams y Robert De Niro. Ambos actores llevaron a cabo una larga investigación con los pacientes del hospital Beth Abraham, en el que trabajó Sacks. Williams convivió con él durante días, al cabo de los cuales lo empezó a imitar al punto de empezar a convertirse en Sacks. En ese momento, ambos decidieron que era mejor poner distancia.
De Niro, por su parte, fiel al “método”, se mantuvo dentro de su personaje durante casi todo el rodaje, al grado de que Sacks lo descubrió en su camerino con una pierna ligeramente torcida, igual que Leonard Lowe. De Niro dijo que no se había dado cuenta de que estaba haciéndolo.
Ignoraba también que el genial Harold Pinter escribió una obra de teatro inspirada en Despertares, The Caretaker, y que en la primera puesta en escena participó la igualmente grande Judi Dench.
A lo largo de su también larga vida, Sacks estuvo en contacto con innumerables casos raros, no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo. (No parece haber curado a ninguno.)
Una de las cualidades que lo convirtieron en un bestseller fue su capacidad para narrar de una manera amena, empática y accesible, las curiosas enfermedades de sus pacientes. También conoció y trató a muchos personajes peculiares que fueron sus amigos: médicos, neurólogos, poetas, artistas, además de conocidos ocasionales con los que se topó en sus viajes por distintos sitios de Estados Unidos y otros países.
La sensación que queda al final, que transmite Sacks, es que tuvo una vida muy interesante, muy rica, muy fructífera.
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ADRIANA SANDOVAL estudió Literatura Inglesa y tiene posgrados en la UNAM y en Cambridge, Inglaterra. Es profesora e investigadora del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas. Es también traductora y ha escrito guiones para televisión. Su libro más reciente es Los novelistas sociales.