El espejo de las ideas: La mentalidad del tigre
Para Guadalupe Riquelme,
que me creyó.
En mis años de estudiante de comunicación resonaba y dolía la expresión de quien entonces era el principal concesionario de televisión en México, quien alguna vez espetó que se dedicaba a “hacer televisión para jodidos”.
Más allá de lamentar la noción de los demás y de sí mismo que hacía posible esa asombrosa expresión, especulábamos sobre las consecuencias sociales, culturales y políticas que esa simple convicción, en su cabeza, tenía para nuestro México.
No era difícil trazar el círculo de sus secuelas: subestimo a mi audiencia - produzco basura - mi audiencia consume basura - confirmo mi hipótesis.
Fueron excepcionales los que en ese tiempo —conscientes de la responsabilidad de los medios, de sus pecados de pensamiento, palabra, obra y, sobre todo, de omisión— se comprometieron a producir calidad para honrar a una audiencia respetable y digna. También entre ellos se cumplió la profecía: la audiencia respondió a la calidad que se le ofrecía; ambos aprendieron, se descubrieron y crecieron.
Recuerdo inevitablemente la sentencia de un conferenciante en los años noventa: “Como me veo, te veo. Como te veo, te trato. Como te trato, te convierto o te pervierto”.
El día de hoy, la mentalidad del tigre se expresa de maneras mucho más sutiles y correctas no solo en el ambiente de los medios (que no parece haber mejorado mucho en lo humano desde entonces), sino también en el de empresas, asociaciones profesionales, seminarios, universidades y reclusorios.
“Bájate a su nivel”, “considera el nivel cultural de la gente”, “hazlo cien por ciento práctico” o el aún más cuestionable “a mí no me vengas con cosas elevadas” son expresiones actuales de la misma mentalidad que previsiblemente tienen el mismo efecto profético que entonces tuvieron.
Cuando esgrimimos o simplemente dejamos correr ese discurso, ¿en verdad nos consideramos cultos y “elevados”? ¿Acaso no subestimamos las capacidades de nuestras audiencias? ¿Confundimos la cultura con la erudición al grado de excluir de nuestra noción de cultura la sabiduría de todos? ¿Reconocemos en nuestros interlocutores y en nosotros mismos la sed de saber? ¿Acaso no hay en dichas expresiones una abdicación del genuino espíritu pedagógico en el que —todos ignorantes, todos sedientos— podemos educarnos mutuamente?
Romper el círculo vicioso del cumplimiento de malas profecías supone ciertamente un riesgo, el que asumieron sin excepción los grandes maestros, desde Rama hasta Freire, pasando por Sócrates, Mahoma, Piaget y María Montessori: el de poder convivir con mujeres y hombres críticos, solidarios, espirituales y libres; el de creer en la persona como centro de grandes posibilidades.
Es cierto que el culto a la erudición, de la mano del cientificismo, el academicismo, el virtuosismo manierista y los muchos tecnicismos, ha pervertido la educación y la cultura.
Pero ¿es esa acaso la noción de saber y de cultura que compartieron Miguel Ángel, Cervantes, El Greco, Buber, Sor Juana, Sartre, Ortega y Victor Hugo? ¿No se trata más bien de rescatar una noción humana y significativa de cultura, limpiándola de superficialidad y parafernalia? ¿No se trata simplemente de honrar nuestra propia historia y de poner nuestra memoria al servicio de nuestras preguntas fundamentales? ¿Acaso no estamos hablando de un reto —insisto— de orden pedagógico?
¿Acaso no somos adicionalmente víctimas de una especie de hedonismo intelectual que nos termina encarcelando en la manipulación, la superficialidad y el pragmatismo?
Necesito cerrar compartiendo una vivencia, aleccionadora como pocas; un regalazo de esos que —además de recordarnos que en lo vocacional se funden lo profesional y lo personal— nos transforman.
Hace años fui invitado por un pedagogo, que entonces dirigía el Sistema Penitenciario queretano, a reflexionar sobre Los miserables de Victor Hugo con internos e internas del penal de San José el Alto.
Y yo —que sentía conocer la obra, que me disponía a enseñar— me encontré con quienes la comprendían profundamente, con los que encarnaban el humanismo de Hugo y su sabiduría. No hablo por supuesto de erudición: ahí estaban quienes llevaban a Fantine, Eponine y Valjean tatuados en su carne y marcados en su historia; quienes comprendían la psicología del inspector Javert y la ética de los Thénardier. Allí estaban, sobre todo, los corazones que alcanzaron a sus víctimas en virtud de la magia literaria y quienes se rehabilitaron rehabilitando su compasión.
Esa experiencia, como todas las que de verdad importan, me regaló no solo aprendizajes sino también amigos y compañeros de camino.
Entre muchas nociones entrañables debo a ellos la claridad sobre mi vocación pedagógica y comunicativa. También, el reto de asumirla sin atajos, sin caer en tentaciones, incluida por supuesto la de escuchar la voz del tigre.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como director general y consultor del despacho Síntesis.