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Recomendaciones y reseñas

José Roberto Mendirichaga. Fernando Clavijo M. | 01.12.2015

Recomendaciones

  

Juan Domingo Argüelles,

Por una universidad lectora,

Laberinto,

México, 2015.

En 110 páginas, Juan Domingo Argüelles, autor de libros como La travesía: Antología ultramarina (1982-2007) y Final de diluvio, ofrece un conjunto de textos sobre la lectura en la escuela y la universidad. Según Argüelles, hay que devolverle a la lectura su fuerza espiritual; estudiar y leer son dos cosas distintas; hay que acabar con el “saber para subir”; educar es mucho más que escolarizar; las nuevas generaciones casi no leen libros en papel, porque la verdad es que tampoco los leen en pantalla; hay libros a los que tendríamos que acercarnos por placer y no por deber; la mayor parte de las tesis profesionales están mal escritas; hay personas que copian a otras hasta sus faltas de ortografía; los reportes de lectura son un equívoco; hay que romper con el esquema dogmático de la interpretación única de las obras de ficción, y no debe haber lectores de 20 minutos diarios, como reza la campaña.

 

José Roberto Mendirichaga

 

Rodulfo Brito Foucher,

Escritos sobre la Revolución y la dictadura,

selección y estudio introductorio

de Beatriz Urías Horcasitas,

FCE/UNAM/IIS, México, 2015.

Los ensayos de Rodulfo Brito Foucher, uno de los ideólogos más destacados del pensamiento contrarrevolucionario mexicano de la primera mitad del siglo xx, han sido recuperados en este libro por la doctora Beatriz Urías Horcasitas, investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la unam. Los textos tocan temas de la Revolución y la dictadura que son parte importante del debate que se originó en México a finales de la década de 1930 entre los partidarios de la Revolución y los contrarrevolucionarios que se diferenciaron de la oposición católica. La idea central es que la Revolución instauró una dictadura disfrazada de régimen democrático. La intención de Urías Horcasitas al examinar los argumentos de un autor como Brito Foucher es, en sus palabras, “profundizar en la comprensión de este complejo panorama ideológico en el que sería simplista observar una confrontación maniquea entre la Revolución y sus enemigos”.

Redacción Este País

 

En el prólogo a Las onças pintadas del río Cuiabá, el libro portentoso —por sus dimensiones pero sobre todo por su contenido y su factura— que Patricio Robles Gil acaba de publicar, Jane Goodall dice que este “magnífico ensayo fotográfico […] revela aspectos hasta hoy desconocidos del jaguar, ese misterioso y bellísimo gato enorme del continente americano. Pero también nos permite echar una mirada al alma del autor”. Esta obra es, en efecto, un trabajo documental de inigualable valor (por los desafíos, casi siempre insalvables, que supone “avistar” a los jaguares en su ámbito natural) y el registro de una experiencia vital, la de Robles Gil. Por todo lo que representa su encuentro con estos animales —estar ante ellos, en el sentido más profundo de la expresión— y por su destreza como fotógrafo, Patricio puede convertir esa labor documental en una experiencia vital y estética única.

Redacción Este País

 

Reseña

 

Elena Ferrante,

La niña perdida,

Lumen, Barcelona, 2015.

 

La niña perdida, cuarta y última novela de la serie napolitana de Elena Ferrante, acaba de aparecer bajo el sello del grupo editorial Lumen. Concluye así una de las historias más entrañables de amistad, familia y sociedad de las últimas décadas (la saga se conoce como Dos amigas). Se consolida también el nuevo segmento consentido de las editoriales, el de las novelas de varios volúmenes. Sorprendentemente, en esta ocasión la traducción al castellano ha precedido a la francesa —por medio de conversaciones superficiales he logrado entender que los críticos de Francia acusan a estas obras de superficialidad.

Las cuatro novelas de Ferrante, que siguen una historia lineal de cerca de 70 años —y que por ello mismo deben ser leídas en orden—, narran la historia de dos mujeres, Lila y Lenú, a través de la primera persona de Lenú. Las niñas se conocen en la Nápoles de la posguerra e inmediatamente establecen una relación de amistad intensa que las acompañará y que definirá el resto de sus vidas en forma de competencia, pero también de complicidad y protección casi maternal. Su complementariedad las hace parecer por momentos dos caras de la misma moneda, con personalidades e intereses opuestos. La influencia de Lila sobre Lenú otorga autenticidad a la primera y coloca a la segunda en el papel de narradora.

Lenú es la niña aplicada de la escuela, mientras que Lila, brillante de nacimiento, representa habilidades y pasiones más oscuras. Así, su primera apuesta por la superación y la salida del barrio pobre en el que nacieron (Lenú es hija de un portero, Lila de un zapatero) es por medio de la educación. Lila se convierte en una experta en la cotidianidad y la política del micromundo que habita y que a ratos parece casi gobernar. Es de esos personajes que, terminada la obra, se extrañan.

A través de la vida de estas dos niñas, adolescentes y, finalmente, mujeres, Ferrante nos muestra las fuerzas que rigen a un barrio pobre en el sur de Italia: mafia, extremismo político, corrupción y, por supuesto, violencia. Los padres de las niñas y de sus amigos han sido maltratados por la vida; en el trabajo ganan muy poco, son extorsionados y, al llegar a casa, recurren a la violencia ante la menor provocación de hijos o mujeres. Con el tiempo, estos personajes vejados y bien definidos se convertirán en esposos y padres, panaderos y zapateros, pero también en mafiosos y comunistas, en una maraña barroca de circunstancias que a veces parece justificar la crítica acerca de la supuesta superficialidad de las novelas —no faltan los recursos melodramáticos como las apariciones oportunas de personajes hasta ese entonces desaparecidos, las coincidencias reiterativas, los cliffhangers. Pero digo “parece” porque el medio escogido por Ferrante para comunicar la complejidad de las relaciones humanas, de clase y de género, no podía ser más apropiado: es accesible y, sobre todo, es la narrativa de las señoras chismosas y sentimentales, pero al final luchadoras y sabias, a las que describe. El lenguaje en sí es tan cristalino que casi desaparece, al igual que la autora.

Conforme seguimos la historia de esta relación y de la superación, regreso y desencanto de Lenú, Ferrante nos da continuamente ejemplos de violencia social (a veces radicales: el caso de Pasquale, un joven terrorista, parece poner a la injusticia como explicación de la violencia) y, en particular, de agresión hacia la mujer: el rol de servicio asignado dentro del seno familiar, las miradas y comentarios vulgares en la calle, los golpes y violaciones dentro del matrimonio y, finalmente, las burlas y la discriminación en el mundo profesional. En la medida en que Lenú se desarrolla intelectualmente, accede a una clase social más alta y educada, pero no por ello menos condescendiente hacia ellas, a las que, con un discurso supuestamente revolucionario, intenta aleccionar nada menos que en el arte de ser mujeres. El mundo académico y político, dominado por los hombres, impone su dinámica y lenguaje a las mujeres que se aventuran a participar en las discusiones de la época. Así, en el tercer tomo de la saga, Las deudas del cuerpo, Lenú siente que sus logros profesionales no han sido en realidad puramente suyos, y que el interés por los temas de la época (la lucha de clases, la liberación sexual) la masculinizan a los ojos de un mundo definido por los hombres. En una escena en que las amigas visitan a un doctor y le piden pastillas anticonceptivas, este interroga primero a Lila sobre su situación matrimonial y, al final, con un paternalismo desvergonzado, le dice que embarazarse es la mejor medicina para una mujer.

La vida de Gigliola, esposa de uno de los hermanos Solara (mafiosos prominentes del barrio), es el ejemplo extremo de cómo el mundo masculino convierte en objeto a las mujeres y las consume hasta dejarlas sin nada. Una tarde —vestida como siempre de manera vulgar y cubierta de maquillaje y oro—, Gigliola le pregunta a Lenú: “¿Crees que existo?”, reconociendo que no le queda ya ni el respeto a sí misma. Más tarde, Lenú encuentra a dos niños jugando a la mamá y el papá, y escucha cómo la niña le dice al niño: “Pero tienes que pegarme, ¿entiendes?”, con lo que se da cuenta de que, además, este círculo de violencia es hereditario.

Ferrante no cae en la tentación de establecer un matriarcado frente al desfile de hombres abusivos, poderosos, vulgares y acomodados que conoce, pero es notable que no hay en la serie un solo hombre que valga la pena. Nino, el primer amor de Lenú, nos sirve de guía en la esperanza, la evolución y el final oportunista de los ideales sociales y revolucionarios de la década de 1960. Un académico aristocrático de apellido Airota —y vaya que los Airota, que ponen y quitan ministros, se dan aires— lo describe como un don Nadie que no es de fiar, que seguramente terminará de tecnócrata y que, como todos los de su tipo, lo que más quiere es ser Alguien. Para el cuarto tomo de la saga, el desencanto de Lenú con la idea de progreso trae un cierre sombrío a una historia llena de color.

A principios de este año, Ferrante concedió su primera entrevista en persona a The Paris Review. Habló de la decisión de permanecer detrás de un seudónimo, argumentando que la autopromoción disminuye el valor del arte y desvía la atención de los medios. Para ella, toda ficción es fruto de la tradición, de diferentes habilidades que forman una inteligencia colectiva. Concentrarse en un autor, en una imagen manufacturada, resta importancia a esta inteligencia colectiva. Para ella (si es que es ella: hay a quienes les cuesta atribuir una obra con tal dominio histórico y político a alguien que no sea un hombre), desaparecer como autora y desconectarse de la obra concreta le permite verter mayor fuerza en la novela. Al igual que Lenú, que no podría escribir nada sin su amiga Lila —cuya personalidad la hace querer desaparecer en un cuestionamiento constante sobre la identidad— y el resto de los personajes de su vida, la generosa Ferrante reconoce que su trabajo se apoya en un mundo real. En cuanto al seudónimo que utiliza, se ha especulado que es en honor a Elsa Morante, lo que nos lleva a una coincidencia sobre la prosa elegante pero a veces telenovelesca de la serie: en una dedicatoria de su libro más famoso, La Storia, Morante cita a César Vallejo: “Para el analfabeto a quien escribo”. 

 

Fernando Clavijo M.