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Espejo de las ideas: Academia, fe y complejidad

Eduardo Garza Cuéllar | 05.07.2016
Espejo de las ideas: Academia, fe y complejidad

“No sé porqué seguimos hablando de esto”, espetó un sinodal al comentar un proyecto de investigación sobre el teísmo de C. S. Lewis. Antes de que el sustentante respondiera, la doctora Adela Cortina, quien presidía ese tribunal de la Universidad de Valencia, respondió diciendo: “Seguimos hablando de esto para no achatar nuestro horizonte perceptual y existencial”.

     Tener y sostener a Dios en el horizonte académico es problemático y delicado, incluso peligroso. Pero dota al pensamiento de la profundidad y escala que requiere tanto para expandirse libremente como para alcanzar sin trivializar temas como el mal, la muerte, el origen y el sentido de la existencia, que en un escenario más corto se perderían gradualmente de nuestro horizonte, debilitándolo y debilitándonos.

      Este planteamiento que Adolphe Gesché, humanista belga, ubica en el cimiento de sus investigaciones y denomina Dios para pensar, parece especialmente pertinente en ámbitos universitarios como los cimentados en la noción de pensamiento complejo del entrañable Edgar Morin. Si para alcanzar una realidad compleja nuestros mapas de navegación han de serlo, están llamados a no dejar fuera una dimensión tan significativa antropológica, cultural e históricamente como la de la fe.

     Pero más allá de la huella histórica de las religiones (no pudiéramos comprendernos eludiéndola), la pregunta sobre lo ilimitado es a tal grado constitutiva de nuestra humanidad que nuestra personalísima postura frente a lo absoluto, cualquiera que sea, constituye un rasgo profundo de identidad.

     No es fácil creer después de Freud, de Nietzsche y de Marx, maestros de la sospecha. Pero tampoco es posible en este ni en ningún tiempo eludir impunemente una pregunta constitutiva de nuestra propia humanidad.

     Nadie es inmune a su propia fe o a su increencia. Hacer teología es hacer antropología, y esta es una condición a la que no escapa nadie, tampoco el ateo.

     ¿De qué dios eres ateo? Pregunté a un gran amigo. Escuché su respuesta con la máxima intención de la que fui capaz y caí sorprendentemente en la cuenta de que, de ese dios, yo también era increyente.

     Al dios que premia y que castiga corresponde la fe infantil de un hombre enajenado que endosa el cheque de su libertad a una autoridad externa; se canjea obediencia por protección y se establece entre creador y criatura la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo.

     El dios del intercambio de favores, el del costo y el beneficio, apela al pelagianismo: a una conciencia humana calculadora que tranza, trafica favores con la divinidad y sueña, en virtud de su heroísmo, ser merecedora de la preferencia divina.

     El dios de la membresía, correspondiente a la conciencia ética adolescente, engendra clubes de creyentes de corte sectario que, desde la convicción de que fuera de su Iglesia no hay salvación, ejercen un proselitismo más o menos angustiante, siempre amenazado de integrismo.

     Los creyentes inseguros que reducen la fe a un corpus jurídico (como el código de derecho canónico) y encuentran en la ley seguridad y consuelo, denotan la teología de un dios normativo y legalista.

     Una conciencia autónoma, por su parte, corresponde a un Dios pedagogo y dialogante, que educa y acompaña, respetando la conciencia de los suyos sin violentarla.

     Por su lado, el Dios universal invita continua y creativamente al desarrollo personal y a la felicitante construcción de la dignidad y la justicia. Este Dios universal ha sido intuido por las teologías maduras de muy diversas tradiciones religiosas. El presente artículo rescata, sin embargo, tres notas del cristianismo capaces de acompañar y enriquecer nuestra temática y, por supuesto, la búsqueda fundamental que somos y que hemos referido.

     Sorprende en primera instancia que para Jesús de Nazaret la fe, más que un acuerdo racional con determinado cuerpo dogmático, consista en una adhesión existencial a un proyecto. Por eso Jesús elogia la fe de los samaritanos y cuestiona a los doctos de su tiempo y, en un momento, bendice a su Padre: “porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”.

      Esta primera nota, además de liberarnos del claustro racionalista y sus excesos, transforma radicalmente nuestra visión de la fe. Ya no se trata de una opinión sobre la existencia de alguien, sino de la apuesta vivencial a un ideal de compasión y de justicia. Cuando un credo, aunque necesario, no constituye el núcleo de la fe, cuando esta consiste más bien en entrega a la justicia, la paz, a lo felicitante y a lo digno, la fe se transforma y se descubre al alcance de cualquiera.

     Más aún: entonces nos sentimos liberados para descubrir que, en nuestra sombra, creyentes y no creyentes somos intercambiables. El creyente transita necesariamente (este fue el caso de Teresa de Calcuta por años) la noche oscura de la duda mientras que el ateo asume tarde o temprano el derecho a dudar… de sus dudas. Ambos se reconocen entonces compañeros de búsqueda. Cuando, además, comparten proyectos e ideales de justicia y armonía, se saben también hermanos.

     La segunda nota está vinculada a la escandalosa y contradictoria fe en un Dios encarnado. La paradójica teología cristiana es la de un Dios amputado de las manos, cuya apuesta es el hombre, a quien invita como colaborador. Dicha vocación es también paradójica. Marcada ciertamente por la exigencia radical, facilita las posibilidades de encontrarse existencialmente con hombres y mujeres de cualquier ideología adheridos a la causa de la justicia.

     Finalmente (y esta es mi tercera nota) la fe evangélica es una invitación radical a la confianza, la paz y la cercanía.

     El gran Pablo de Ballester, fundador del Instituto Helénico, obispo ortodoxo de Nacianzo, sugería en algunas de sus antológicas conferencias que en el juicio final solo habría que identificar a Jesucristo, formarse en su fila y mantenerse callado. Refería así, humorística y esperanzadamente, una paz distinta a la tranquilidad, hija de la convicción de saberse amado eternamente; heredera de la certeza de que, más allá de nuestra historia, de cualquier increpación imaginable, y más allá también de cualquier cuestionamiento de orden moral, la redención es don al alcance de quien le abra las manos.

     Nociones como esta, relativas indudablemente a la sed que somos, capaces de conferir sentido a una vida y de inspirar la historia, merecen un espacio en los ámbitos verdaderamente plurales y democráticos, los que no se resignan a achatar sus horizontes.  

 

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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y doctor en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros El reto de humanizar, Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Serratófilo devoto y resignado sabinista, contemporáneo de Mafalda y del Vaticano II, se desempeña como director de la firma consultora Síntesis.

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