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Prohibido asomarseLas madres

Bruce Swansey | 01.03.2017
Prohibido asomarse: Las madres

1

Cuando llegamos acá no teníamos nada y el lugar nos pareció tan extraño que pasaron dos días sin atrevernos a salir. Incluso asomarme a la ventana me daba vértigo. Pero los niños cuentan con un valor que los adultos perdimos junto con la inocencia, así que fueron ellos quienes exploraron el extraño mundo que nos rodeaba. Fueron ellos quienes nos trajeron alimentos. Yo sólo quería dormir mientras ellos salían cada vez con mayor confianza. Eso me salvó: verlos disfrutar la libertad recién recobrada. Ahora recuerdo esos días que me parecieron aciagos como el tiempo en el que conocí la dicha aunque entonces lo ignorara.

 

2

Despierto asustada en medio de la noche porque sueño que soy incapaz de ver el rostro de mi hijo. Sé que es él. Una madre siempre reconoce a su hijo. Pero sus facciones me evaden. Me aterra pensar que pueda desvanecerse como si jamás hubiera existido, un espejismo que se desvanece entre las piedras del desierto. Sofocada, enciendo la luz para contemplar su fotografía. Lo miro mucho tiempo para grabarme su imagen, pero el miedo de olvidarlo me cerca. Esas noches siempre pienso que sería preferible haber muerto. Pero es él quien murió porque le habían asegurado que garantizaría mi lugar en el paraíso, a su lado. Pienso un momento en el mundo allá afuera que da señas de despertar y me doy cuenta de que no tengo otro pensamiento que el de que se hace tarde y debo apresurarme a dormir.

 

3

Hay cosas que a fuerza de ignorar se conocen con mayor profundidad. Cuanto se ha rechazado porque es un mal pensamiento termina volviéndose la realidad que deseábamos evitar. Es inútil pretender que sólo se trata de una inquietud pasajera, algo que por lo demás es parte de tener hijos. Pero llega un momento en que ya no es posible descartar la sospecha ocupándose de asear lo que está limpio ni ordenando de nuevo el armario. Una termina por aceptar que no padece ninguna forma de delirio, aunque el manicomio habría sido preferible.

 

4

No puedo resignarme porque sabía lo vulnerable que era y no pude ayudarlo. ¿Qué hice sino rezar? Cuantas veces intenté hablar con él obtuve el mismo resultado. Discutíamos y después él se iba de casa y sus ausencias eran cada vez más prolongadas. Durante ellas, yo iba de un cuarto al otro y veía cómo cambiaba la luz perdiendo su intensidad hasta que las habitaciones se transformaban en estanques de sombra.

Esperaba atenta el menor indicio, segura de que algo terrible había ocurrido, que lo habían detenido y lo torturaban, o que estaba en un hospital malherido o quizás muerto. Habría dado mi vida a cambio de su regreso, y así iba de un lado a otro asomándome a las ventanas, deteniéndome ante la puerta para volver al punto de partida pensando a dónde ir a buscarlo. Si me apresuraba todavía estaría a tiempo de salvarlo. ¡La ronda circular de esas noches insomnes cuando por instantes creía escuchar sus pasos deteniéndose ante la puerta, aliviada al pensar que volveríamos a estar juntos, que podría abrazarlo para decirle cuánto lo amaba!

Aún ahora pongo el calentador en su habitación y voy a la cocina para preparar algo de su gusto. Pero nada interrumpe este silencio que se abate sobre mí obligándome a ver con toda claridad las ruinas de mi vida. ¿Qué puedo hacer salvo tenerlo todo aseado y en orden?

 

5

Permaneció al lado del aparato indiferente a la monotonía del ruido que producía junto con las demás lavadoras. Las ventanas estaban veladas por el vapor, que sólo permitía distinguir sombras y bultos en la calle. Miró a su alrededor para ver si veía a una vecina pero el local estaba vacío. Su única compañía eran las máquinas indiferentes a su perplejidad.

“Estoy sola” —pensó, pero inmediatamente se le echó encima cuanto la vinculaba a las otras mujeres, un lazo infamante, tan horroroso que escapaba a las palabras pero que no lograba arrebatarle la fe. Contra toda evidencia estaba convencida de que su hijo era inocente. ¿Cómo podía ser de otra manera? No importaba lo que apareciera en los periódicos que se había negado a leer porque estaba convencida de que mentían. La lavadora aceleró las circunvoluciones produciendo un ronroneo frenético que de pronto cesó.

—¿Y ahora? —se preguntó por decir algo, por escucharse. No necesitaba una respuesta porque sabía que no estaba en su poder modificar nada.

—Mi hijo es un mártir.

Y lo repitió varias veces mientras secaba la ropa y luego la doblaba. Después abandonó el local convencida de la santidad de sus acciones.

 

6

—Todo el clamor del mundo es inaudible en el silencio que oprimió mi existencia. Fueron defraudados por sus maestros que no los prepararon para asumirse como basura, fueron engañados por los predicadores del odio que se aprovecharon de su inocencia, fueron usados en empleos miserables que los envilecieron, fueron despojados del futuro que les correspondía. La furia anidó en sus corazones, ameritándose para el golpe final que resultó del conocimiento de haber sido saqueados, y así llegaron a este entendimiento que los transformó en el arma de un impulso fatal.

Esto dijo la mujer que necesitaba entender lo que había ocurrido con su hijo para no volverse loca.

 

7

También yo soy víctima del terrorismo porque me arrebató a mi hija. Todo comenzó porque en la escuela le prohibieron usar el velo. Pero los que perdieron a sus seres queridos en un ataque piensan en nosotras y creen que somos culpables. Yo no soy quien predica el odio en nombre de un dios iracundo y vengativo. Pero sólo ellos tienen derecho a la compasión que a nosotras se nos niega como si mereciéramos este castigo. No sólo lamentamos el infortunio de nuestros hijos sino también el exilio dentro de una sociedad que nos señala como criminales.

 

8

Cuando Jean-Baptiste se convirtió al islam me inquietó, pero creí que lo mejor era respetar su decisión e incluso albergué esperanzas de que, aceptándola, se volvería algo pasajero. Me equivoqué. Pensé que su conversión no lo aislaría de sus amigos, de la comunidad en la que había crecido felizmente, pero al cabo de un tiempo fue imposible ignorar cómo cambiaba alejándose y al fin imponiendo barreras entre nosotros. En lugar de conversar como solíamos comenzó a encerrarse en su habitación, hasta que un día regresé después de trabajar y me encontré la casa vacía. Jean-Baptiste —nunca pensé en mi hijo como Mohamed, el nombre que adoptó— había partido a Siria. Tenía veintitrés años. No lo volví a ver. Lo que me desquicia es no poder recordar el sonido de su voz.

 

9

Aquí es donde vivimos. Miren a su alrededor. Vean a esos jóvenes que reunidos comparten la certeza de que para ellos siempre fue demasiado tarde. Contemplen estas torres desoladas en cuyos muros se inscriben los dictados de la muerte.

Desde que llegué quise hacerlo todo como veía que lo hacían las mujeres acá. Ellas me enseñaron a andar en bicicleta, a comer mejillones y papas fritas, a conseguir comida barata pero nutritiva y gustosa. Siempre quise integrarme y puedo decir que lo logré. Me siento completamente francesa mientras mi hija, nacida aquí, se identificaba como argelina.

“Tú eres francesa —le decía—, Argelia es el país de tus ancestros, no el tuyo”. Pero Laila insistía. “No. Yo soy argelina. La república me ha fallado. Yo no tengo futuro”. Y aunque yo le dijera que la república no le debía nada y que se esforzara para tener un porvenir, me miraba un instante y luego levantaba los ojos al cielo pidiéndole paciencia. “¿Y qué has logrado tú?”, me preguntaba señalando nuestra pobreza. Callaba porque no quería que me viera llorar al ver que todos mis esfuerzos eran vanos. Ahora tampoco quiero que me vean llorar porque no pude evitar que mi hija se convirtiera en una asesina. Pero eso fue el año pasado.

 

10

Nos dijeron que debíamos sentirnos felices, que no debíamos llorar más que por el profeta y leer el Corán para tener paz y claridad. Nos dijeron que nuestro hijo era un héroe y que ahora se encontraba en el paraíso rodeado de aves del color de las esmeraldas y de las más hermosas doncellas. Nos dijeron que éramos afortunados de haber sido elegidos para ofrecer al profeta el sacrificio de un hijo porque su reino está hecho con la sangre de los inocentes. Eso nos dijeron.

 

11

Hay una guerra allá afuera —pensó mirando la calle desde la azotea. Una guerra sin cuartel, indiscriminada, que convierte cada hogar en una trinchera y cada calle en un campo de batalla. Es una guerra que se combate a toda hora. Una guerra sin reglas, que no respeta nada, realizada por quienes nada temen.

La luz del amanecer se coagulaba sucia sobre los edificios amontonados y le pareció que cuanto juzgara ordenado no lo estaba y que formaba, por el contrario, parte del caos natural del mundo. Quizás ella tampoco temía ya nada. Todo parecía roto ese amanecer, desgastado y roído por la historia. Nunca supo lo que sus hijos querían.

 

12

—Cuarenta días después regresé al lugar donde lo habían matado porque creía que habría dejado algo para que yo lo conservara. Tenía esa esperanza. Pero lo único que vi fueron las manchas. La sangre de mi hijo señalaba el sitio donde había caído. Hago esfuerzos por comprender por qué lo mataron pero no puedo. Es como estar ante una pared. Cuando detuvieron al asesino sus compañeros lo alabaron como a un mártir. Pero ¿quién fue el mártir? ¿Él o mi hijo? Rezo porque el corazón no se me vuelva de piedra porque no entiendo la violencia sorda que impulsa a estos jóvenes a abandonar a sus madres y a matar. Quisiera creer que se volvieron locos.

Latifa guarda silencio.

—Eso pasó a las cuatro de la tarde hace cuatro años. Una madre nunca deja de llorar a su hijo asesinado.

 

13

Vi sus rostros incrédulos cubiertos de polvo y de sangre y pensé qué tipo de bestias podían hacer algo semejante. Nunca imaginé que la tragedia me tocaría tan cerca porque una siempre imagina que eso le sucede a los demás. Pero en ese momento me di cuenta de la magnitud de la catástrofe como si yo estuviera entre quienes habían sido sepultados bajo los escombros. Miré a los supervivientes salir tambaleándose. Habría querido no ser madre jamás, algo que no le deseo ni siquiera a mi mejor enemiga.

 

14

Cada casa, cada barda, cada anuncio, incluso el aroma antes reconfortante de la panadería es insoportable. No ocurrió súbitamente, sino de tal forma que es imposible fijar su origen y determinar su desarrollo. No envidia a quienes experimentan el mundo como algo benéfico mientras para ella es inhóspito. Nada espera y por ello es libre. Después de la catástrofe vive sin proyectar su existencia. Pero aún recuerda la sensación de sus dedos entre el cabello de su hijo.  ~

 

 

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BRUCE SWANSEY cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

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