Correo de Europa: La encrucijada
El 25 de marzo de 1956, Italia, Francia, la República Federal de Alemania, Bélgica, Holanda y Luxemburgo firmaron el Tratado de Roma. Se comprometían a una unidad fiscal, a establecer la libre circulación de capitales, de mercancías, de personas y servicios, a un arancel común frente a las mercancías que procedieran de terceros países, y a armonizar su política social para que “un ciudadano tenga garantizados los mismos derechos en todos ellos”. Estuvo en vigor hasta el año 1992, momento en el que se firmó el Tratado de la Unión Europea.
En 60 años se han ido sumando al proyecto hasta 22 nuevos países. La Unión ha crecido considerablemente, pero no parece que todos los miembros estén firmemente comprometidos con la filosofía con que nació. Algunos no lo estuvieron nunca, como Gran Bretaña, y cuando tuvieron la oportunidad, abandonaron. El país permaneció durante varios años disfrutando de unos privilegios difícilmente justificables y, en uno de los momentos de mayor debilidad de la Unión, se fue. Pero la culpa no es de Gran Bretaña; es de la Unión Europea (UE) por haberlo permitido.
Un proyecto de semejantes dimensiones, que pretende homogeneizar a países en algunos casos tan distintos, necesita décadas para consolidarse. Sin embargo, la crisis económica que ha azotado a buena parte de sus socios (especial pero no solamente del sur), unida a la crisis de los refugiados —que llegan al continente escapando de las guerras— y a la de seguridad —al haberse convertido en la diana del terrorismo islamista—, han evidenciado notables carencias que han provocado otra crisis más: la de la propia identidad de la Unión.
No pocos europeos han sentido que ese gran paraguas no les cobijaba cuando más falta les hacía. Y esa sensación —que en algunos casos se corresponde con la realidad— ha sido oportunistamente aprovechada por partidos políticos de corte populista, xenófobo y/o antisistema, que proponen soluciones simples a problemas muy complejos; que consideran que un efecto es, necesariamente, la consecuencia de una sola causa.
Quizás una unión política podría haber permitido una política exterior de seguridad y de defensa comunes; una unión económica y bancaria habría ofrecido herramientas para paliar con más eficacia los efectos de la crisis, y una unión social habría facilitado mecanismos que impidieran el extraordinario aumento de la desigualdad en el territorio europeo.
Pero la UE es un todo resultado de la suma de sus partes. La pregunta es, por tanto, si las partes han tenido intención en algún momento de poner lo necesario para que el todo pudiera haber satisfecho las expectativas de los ciudadanos. En el caso de Gran Bretaña, evidentemente, no. Pero era un solo país de 28. El problema radica en que las pretensiones de los europeos sólo se pueden conseguir cediendo soberanía. Y para ello hay que estar previamente comprometido con el proyecto y renunciar a parte del poder nacional en beneficio de otro supranacional. Por eso la suma de los miembros no ha supuesto necesariamente la suma de su potencial.
El pasado 25 de marzo se conmemoró el 60 aniversario del Tratado de Roma. Una bienintencionada declaración de los 27 repetía una y otra vez la conveniencia de avanzar en una unión que haga a Europa más fuerte. Pero más allá de la retórica ilusionante, resulta imprescindible acordar hacia dónde se va. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ha trazado en el Libro blanco sobre el futuro de Europa las cinco opciones posibles: mantener el actual esquema, inestable y desigual, que no apuesta de forma decidida por la plena integración; renunciar al objetivo más ambicioso y volver a los orígenes de un mercado único en el que los bienes y servicios puedan circular libremente, pero no las personas; apostar por una Europa de dos velocidades, donde los países que lo deseen puedan establecer alianzas en determinadas políticas, de forma voluntaria y sin que comprometan al resto; seleccionar aquellas políticas que permitan alcanzar una integración plena y que las otras sean asumidas por cada Estado; o entregar soberanía en favor de un modelo federal que haga de la UE unos Estados Unidos de Europa (entendiendo la denominación en sentido literal, no equiparable a Estados Unidos de América, toda vez que ése es un solo país y una sola nación, lo que en el caso que nos ocupa jamás será posible).
La Unión Europea se encuentra en una encrucijada. Y para hacer un viaje parece razonable trazar previamente el itinerario. EstePaís
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Julio César Herrero es profesor universitario, periodista y director del Centro de Estudios Superiores de Comunicación y Marketing Político.