Correo de Europa: La campaña ideal
La crisis económica, una de las más duras de los últimos tiempos, se ha llevado por delante a varios gobiernos europeos. Menos en España, y contra todo pronóstico. Al final no han sido las duras consecuencias que ha tenido la aplicación de las exigentes medidas económicas y fiscales ejecutadas por el Gobierno; no ha sido la docilidad con la que este país atendió a las imposiciones de Bruselas (somos españoles, no ingleses); no ha sido, tampoco, la falta de sensibilidad con la que el Gobierno del Partido Popular (PP) dirigió un país que pedía comprensión y, solo de vez en cuando, recibió alguna terapia a distancia con un plasma interpuesto. Al final resulta que han sido las consecuencias de los desmanes cometidos en los años de bonanza las que han pasado factura al partido conservador. Como si el tiempo quisiera vengarse —al final, todo es una cuestión de tiempo—, al PP le llegó el castigo en diferido: no en el momento en el que algunos de sus dirigentes lo hicieron mal, sino mucho después. En ese entonces los ojos de la opinión pública no veían y el corazón no sentía.
Los resultados electorales del 20 de diciembre configuraron un escenario político extraordinariamente fragmentado. Fue la consecuencia de querer castigar la corrupción, de asumir erróneamente que un “cambio” siempre es para mejorar, de creer en mirlos blancos. La llamada de los nuevos a acabar con el bipartidismo fue solo un recurso retórico porque, a efectos prácticos, es imposible organizar a una sociedad para determinar el voto. El reclamo es tan absurdo como cuando la Dirección General de Tráfico pide a los conductores que hagan una salida escalonada en tiempos de vacaciones.
El mismo día 20 el PP era ya un apestado. A la hora de pactar todos le dijeron “no”. Y, como no iba a ser menos, él se lo dijo al Rey. Sin saberlo, hizo un favor impagable al sistema y a la sociedad. Al no poder formar Gobierno, empezó la campaña electoral ideal: esa a la que aspira toda sociedad avanzada. La campaña sincera, honesta y sin mentiras que no encuentra ni una línea en cualquier libro de marketing político. Las caretas de todos se empezaron a caer y las verdaderas intenciones comenzaron a aflorar.
Con las excusas más variadas —el cambio, la segunda transición, la estabilidad, el progreso, la reforma, la gente, el pueblo—, el PP no ha tenido problema en reconocer que, ahora sí, está dispuesto a hablar y a transigir, después de cuatro años de férrea aplicación del rodillo de la mayoría absoluta. Ha asegurado, incluso, que es necesario pactar reformas constitucionales de tanto calado como la que afecta a la educación. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que renegó del “populismo” de Podemos, no ha encontrado inconveniente en sentarse a negociar con una ensalada de siglas bajo un mismo paraguas. Su líder, que calificó de “conservador” al dirigente de Ciudadanos, no solo se sentó: también estrechó la mano de un acuerdo que ya no es con una formación de derechas sino “progresista y reformista”. Ciudadanos, que juró que jamás respaldaría ni al PP ni al PSOE porque eran el bipartidismo y la “vieja política”, ha llegado a un pacto con los socialistas e, incluso, ha votado a favor de su investidura (a pesar de haber dicho que en modo alguno ha sido así) después de haber traicionado uno de sus principios fundamentales: debe gobernar el partido más votado. Y Podemos, que despreció a los socialistas públicamente en numerosas ocasiones; que perjuró que nunca formaría parte de un Gobierno de la “casta”; que interpretó que la gente quería una cosa y ahora interpreta que quiere otra, busca un Gobierno de coalición y la cartera de la vicepresidencia con su nombre. Es lo que tiene que encarnar la garantía del “cambio”.
En la historia de la democracia española, jamás un periodo de interinidad fue tan revelador. En la campaña electoral, ninguno quiso responder con quién pactaría en un escenario de previsible fragmentación y que ya se asomaba entonces, ante la imposibilidad de poder formar Gobierno sin apoyos. En dos meses, cuando pensaban que podían hacer lo que quisieran con el voto, han reconocido la verdad. Pero el tiempo —otra vez el tiempo— ha revelado las ocultas intenciones de cada uno; esas que habrían necesitado saber los votantes antes de ir a las urnas. Y quizás a pesar de los cuatro —solo el tiempo lo dirá—, la sociedad podrá depositar el voto más certero. Ahora sí podemos ir a unas elecciones. No hace falta que gasten ni un solo euro en una campaña que, sin saberlo, ya han hecho.
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Julio César Herrero es profesor universitario, periodista, analista y especialista en marketing político.