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#CuotaDeGénero: Las maldiciones

Abril Castillo | 15.05.2017
#CuotaDeGénero: Las maldiciones

Hay dos tipos de personas, las supersticiosas y las que van por el mundo con una venda en los ojos aceptando sus tropiezos y raspones. Los supersticiosos creemos que podemos evitar algo al evitarlo todo. El resto ni se pregunta nada.

Sonia siempre dice que ella confía en que una mano infinitamente dulce la pondrá en el camino a casa. Que no tiene sentido preocuparse si algo está saliendo mal. Que las cosas tienen un modo de llevarnos a donde tenemos que llegar y que no somos nadie para dudar.

Con Sonia he hecho muchos viajes. Todos han tenido atropellos y accidentes, y de todos hemos salido bien paradas. Cada vez le digo a Sonia que mientras ella esté a mi lado, sé que nada malo me va a pasar. Entonces cuando estamos juntas consigo dejar de pensar por completo y soy capaz de estar ahí. En el lugar. En el momento. En el viaje.

Si cada evento desafortunado es tomado como uno aislado, es fácil ver la vida como Sonia. Pero sin duda resulta complicado mantener esa visión de las cosas cuando se engarzan tres, cinco o diez hechos al hilo.

En el último viaje que hice, con todo, me sentí como protegida por algo invisible. Como si tuviera la mente tan en calma que nada me afectaba ni física ni emocionalmente. Hicimos el plan con Diana de irnos a la playa después de una semana de feria del libro y de congreso de ilustración. Un martes por la mañana tomamos temprano un avión desde la lluviosa Bogotá hasta Santa Martha. Ahí empezaría nuestro recorrido por varias playas de esa región de Colombia. Mi sueño era ir a Parque Tayrona; el de ambas, desconectarnos y descansar.

Para bien o para mal, saber que es imposible que cualquier cosa que imagines ocurrirá, sirve para distanciarse del pensamiento mágico, de las supersticiones, de la idea de que las maldiciones existen. De todos modos, resulta doloroso que ese deseo enorme que tienes de que algo ocurra, con el solo hecho de imaginarlo, se esfume. Al mismo tiempo, da paz saber que ese accidente que invocas no pasará siempre y cuando lo desarrolles lo suficiente en tu mente. A cada nuevo detalle añadido, éste se resta de la realidad que puede de hecho ocurrir.

Comer el pescado más rico del mundo, enfermarte por tomar agua de la llave en la playa, enamorarte del lugar y no volver nunca más a tu casa, que el avión se caiga, perder el miedo a todo, extraviarte en la carretera de noche, salvar a alguien de ahogarse, ahogarte tú misma en el mar, toparte con la bolsa perdida de alguien y dársela, que te roben el pasaporte, encontrar el billete de más alta denominación en el piso, tirar la cartera en la arena, ver el paisaje más asombroso de tu vida, que una ola se lleve la parte de arriba de tu bikini, evocar la felicidad, invocar la infelicidad y que llegue.

Miedos y deseos. Conjuros y pesadillas.

Llegaríamos a Santa Martha temprano, como a las diez de la mañana, y aprovecharíamos el día en la playa. Por querer comenzar a vivir a prisa el viaje, no nos detuvimos en el aeropuerto a cambiar nuestro atuendo de lluvia por uno más playero. Nos fuimos directo al bus en el que paseamos más de una hora y media. Empezamos a dudar de si alguna vez nos bajaríamos de él. En ese momento Diana decidió preguntar al conductor dónde quedaba el centro, al tiempo que éste se detenía: justo aquí.

Le conté la filosofía de la mano infinitamente dulce.

No sé si siempre tendremos esta suerte, dijo Diana un poco preocupada, pero riendo, mientras cruzábamos en medio de la calle para desembocar en un puesto de agua de caña. Nos tomamos dos y caminamos un par de cuadras arriba, cruzamos nuestro camino con una decena de gatos esqueléticos. Llegamos a un malecón y me comí un pescado frito y Diana un ceviche. Jugo de lulo al agua. Cocadas con arequipe. Un café. Nos liberamos de la ropa de ciudad y empezamos a caminar a 40 grados centígrados buscando un lugar al que, luego sabríamos, sólo se llega en otro bus. Lo tomamos. Nos sentamos en la playa a hablar mientras bebíamos ahora un jugo de maracuyá. Se hacía tarde.

Vamos a una playa que se llama Los Ángeles a pasar la noche y mañana salimos temprano al Tayrona, sugirió Diana.

Eran pasadas las cinco y cuando llegamos a Los Ángeles se había hecho de noche. Los Ángeles eran unas puertas de metal en medio de una curva en la carretera. Cuando el bus se detuvo, ante nuestra cara anonada de estar en medio de la nada, el conductor nos indicó: crucen la autopista. El lugar que se descubriría cuando el camión se quitara de enfrente no apareció porque estaba tan oscuro que nuestros ojos estaban apagados.

Ya Randy me había advertido que el camino de entrada a Los Ángeles no se ve absolutamente nada y que es mejor llegar de día, dijo Diana. Y agregó: mi celular no tiene linterna.

Me reí. No sé de qué me reí porque hasta ese momento de mi vida había sido la persona más miedosa del mundo. No tuve ganas de vomitar ni sentí enojo alguno. Me dio emoción tener que cruzar, literalmente, un bosque oscuro, para salir de cualquier otro lado. Saqué mi celular y traté de tomar una foto de lo que alcanzamos a ver que era el cartel de bienvenida a Los Ángeles, y después de no lograrlo, sólo prendí la linterna.

No había luna, no había estrellas. Estaba todo nublado y comenzamos a caminar a ciegas por un camino que se extendía quién sabe cuán profundo hacia una selva de la que sólo teníamos noción por los sonidos. Daba lo mismo tener abiertos los ojos que cerrados. Veíamos únicamente el siguiente paso y era como si el suelo apareciera con el contacto de nuestros pies contra él. Trataba de alumbrar un poco alrededor, pero sólo se veían ramas y hojas y una inmensidad negra que me hizo sentir que no era nadie. Y eso se sentía bien. Que lo mismo podría salir un rinoceronte, jaguar, tiranosaurio, caníbal u oso polar a comernos y sería normal.

Luego de una caminata de quince minutos, comenzamos a ver luces, un campamento, unas cuantas cabañas. La mano infinitamente dulce nos dejó en nuestro destino, pensamos al unísono.

En la recepción nos explicaron que podíamos dormir en hamacas, acampar frente al mar o dormir en literas. Como Diana nunca había acampado, optamos por la carpa en la playa. Cenamos cada una un gran espagueti y bebimos un whiskey que compramos en el mercado de Santa Martha más temprano. Hablamos de trabajo y del pasado y del futuro y de angustias y remedios y ataques de pánico y depresión y alegría y miedo y amores y despechos y custodias de gatos ganadas y perdidas.

Con la linterna alumbramos el camino a nuestra carpa. Vimos la perpetua bandera roja que hay en esa playa de surfistas, en la que no podríamos nadar. Abrimos la puerta de tela de nuestro hogar momentáneo, me tiré sobre la delgada colchoneta y cuando sentí mi propia huella en la arena me quedé profundamente dormida hasta que la luz del sol y el calor me despertaron a las seis de la mañana siguiente. Saludé a Diana, quien me contó que no había dormido nada. Había pasado toda la noche entrando y saliendo de la carpa y del baño intermitentemente. En algún momento pensó que se iba a morir. Luego llegaron los primeros rayos del amanecer y miró por un instante el cielo y eso la hizo detenerse y sentir: qué hermoso esto.

Me sacudió la idea de no haberme enterado de nada, yo, que siempre quiero saberlo todo y duermo con un ojo abierto aunque esté en mi propia casa. Me pregunté a dónde me había ido todo ese tiempo que mi amiga me necesitaba. Por qué no me había despertado. Qué habría estado soñando, con el fin de evitar que ocurriera en el mundo real. Cómo no escuché nada. Cómo no me di cuenta. No recordaba nada de esa noche de angustia para Diana, ninguna desazón, no tenía noción ni siquiera de mis propios sueños. Esa noche no soñé nada de nada.

El tiempo se extiende indefinidamente en la angustia hasta que algo lo reactiva. Cuando he tenido ataques de ansiedad, me ha pasado que hay momentos que, en mi memoria, duraron horas, y luego compruebo que fueron sólo unos minutos. En el fondo qué es el tiempo sino la percepción de quien lo siente. Y estar atrapado en ese momento es la eternidad de un vacío. Un blanco total. Un infierno donde no hace ni frío ni calor, una burbuja que se atora en la garganta y no puedes ni escupirla ni tragarla. Por eso uno vomita sin cesar aunque no quede nada más dentro.

Esa mañana era raro que para mí el tiempo y el miedo y los sueños hubieran desaparecido. Su contraparte era esa dulce oscuridad de la noche anterior, ese mar que podía ver pero no tocar y esa arena debajo de nuestra casa por un día.

No le dije nada de esto a Diana. Le acaricié el brazo y le pregunté qué necesitaba. Di por hecho que ya no iríamos a Tayrona y que lo mejor sería no movernos de ahí por el resto del día. El plan original era ir de Los Ángeles a Tayrona porque quedaba a quince minutos de distancia, y pasar en Tayrona todo el día caminando, para llegar por la noche a Palomino, donde estaríamos los siguientes y últimos dos días.

El plan había cambiado con la enfermedad de Diana, estaba claro. Y otra vez no entendía por qué no me sentía decepcionada ni enojada ni frustrada. Me sentía tan poco yo. Me sentía por primera vez bien en años. Quería sentirme así para siempre, pero por suerte esto no lo pensé: nada mata más el presente que ser consciente de él.

No fue nada que comimos, le dije. Yo siempre me enfermo del estómago, pensé. Siempre vomito. Por qué no me había pasado nada a mí.

Fui a conseguirle a Diana algún medicamento en la cabaña-recepción, pero no tenían nada.

Tienen que ir a algún pueblo cercano, me dijo el encargado. Y continuó: aquí se puede tomar un té mientras tanto.

Le ofrecí eso a Diana y quiso quedarse en la carpa. Le dije que yo sentía mucho calor y que esperaría afuera su té y en cuanto estuviera se lo llevaría. Mientras tanto pedí de desayunar y me puse a dibujar frente al mar.

Al rato llegó Diana, expulsada por el calor de la tienda. Se tomó con calma el té, pidió un jugo de guayaba. Comenzó a sentirse mejor. Cuando llegó mi desayuno, a Diana se le antojó una arepita que se devoró. Era demasiado pronto para volver a comer, así que en menos de una hora volvió a sentirse mal.

Quedémonos aquí, volví a sugerirle. Sólo otro día, mañana que estés descansada será más fácil ir a cualquier otro lugar.

Pero Diana necesitaba medicinas, así que se obligó a recuperar fuerzas de quién sabe dónde y al rato estábamos subidas en un camión. Hice las paces con no ir a Tayrona. Era más urgente llegar a Palomino que estaba a un par de horas de Los Ángeles e instalarnos ahí. Nuestro otro sueño compartido era un paseo en río a bordo de unas llantas gigantes. Nos fuimos en ese rumbo. Nos bajamos y preguntamos por La Sirena.

La Sirena está más lejos, así que toca tomar unos quince minutos de carretera, nos explicaron.

Todos los otros pasajeros con los que habíamos compartido el trayecto comenzaron a subirse uno a uno en motos y a desaparecer de la orilla del camino. Diana se veía indecisa, pero ante la afirmación de que no había otro modo de llegar, yo seguí a un chico hasta su moto y me subí en ella.

¿Lista?, me preguntó.

Pero yo no sabía dónde poner los pies ni de dónde agarrarme, así que casi pongo el pie derecho sobre el mofle, lo cual sin duda habría derretido mi zapato en el trayecto. El chico me señaló los diablitos y me tomé de unas manijas que salían del asiento.

Arrancamos antes que la moto de Diana y aunque sentía que debía concentrarme para no caerme en el camino, miré atrás y la vi hacerme una mueca de susto mientras se reía. Yo me sentía igual. Pero luego cerré los ojos y todo fue felicidad.

Llegamos a la entrada de La Sirena, un hostal ecologista con cabañas de madera y techos de paja. Le pagué al conductor y me acerqué a Diana, que también bajaba de su moto. La vi compungida. Me dijo que acababa de quemarse el tobillo, que se había bajado por el lado equivocado. Sentí su dolor y recordé cómo casi me subo mal a la moto. Siempre me estoy lastimando por convivir, pensé. Cómo no me había pasado nada a mí.

Hay que descolgarse del lado izquierdo, me dijo: de hecho, hacia allá había inclinado el vehículo el chico que conducía, pero no me di cuenta.

De inmediato supo la gravedad del asunto. Lo feo que la herida se le pondría y lo mucho que le iba a doler. Eso se lo imaginó. Conocía esa imagen a futuro porque ya la había visto en internet, me dijo.

Cuando te acabas de quemar no duele, sólo sientes la piel estirarse y poco a poco empieza a arder. Cada minuto más. Cada hora peor. Cada día más insoportable. Porque esa piel que era tuya cambia, se desbarata, se hincha, se separa de ti, tu cuerpo genera piel nueva por debajo y en esa urgencia por curarse llena el espacio intermedio de un líquido que mantenga humectada la nueva piel, y que la separe de la vieja. Pero es lo mismo a no tener piel en esos días, porque ninguna de las dos lo es: una ya no sirve, la otra aún no está lista.

Nos recibió una mujer de unos cincuenta años que comenzó a regañarnos porque no teníamos reservación. Por suerte tenían lugar justo las dos noches que nos quedaríamos. Otra vez, la mano dulce nos dio dónde dormir.

 

Corazón de las tinieblas, Armando Fonseca

 

Tengo miedo de qué más me puede pasar, dijo Diana dolida y asustada.

La mujer vio la quemadura y le mostró una cicatriz en su propio tobillo.

A todos nos ha pasado, le contó: yo al año de la quemada me hice un tatuaje encima; tú puedes hacer lo mismo.

Nos llevó a ver nuestro cuarto. El piso de abajo de una cabaña de dos pisos, con una puerta que se cerraba con candado, el cual se le ponía a dos arillos oxidados.

Metan todo lo importante en esa caja de seguridad, nos explicó: hace poco dos italianos nos querían demandar porque les robaron muchas cosas de adentro de su cuarto, pero nosotros no nos hacemos responsables por ninguna pérdida.

Puse mi pasaporte, mi celular y mi cartera. Diana metió sus cosas, inventó la clave y quedó cerrado.

Fuimos a la farmacia por sus medicinas y luego a cenar, pero Diana casi no comió nada; aún no se sentía bien del estómago. Los malestares se iban sumando.

Por la noche, caímos rendidas y nos olvidamos de poner el mosquitero. A la mañana siguiente Diana tenía la cara y el brazo cubiertos de decenas de piquetes. Yo no tenía ninguno.

Desayunamos y decidimos tomar una clase de yoga. A Diana se le reventó la ampolla. El problema de cuando una ampolla explota por un roce es que las dos pieles se adhieren. Como si dos mundos colisionaran: el pasado y el futuro. El agua que intercedía ambos era el presente. Pero desaparece, se esparce, se evapora, se va. Y no queda nada más que el dolor de lo que ya no es: la piel muerta. Y de lo que aún no existe: la nueva piel.

Más tarde comimos y nos preparamos para ir al paseo en río a bordo de las llantas gigantes. Unas motos pasarían por nosotras a las dos de la tarde y la idea era no llevar nada: ni dinero, ni celulares; idealmente ir en traje de baño porque ahí todo te mojas.

No sabíamos que a la llegada al río la antecedía una caminata de casi una hora por un sendero de tierra en una montaña. Subidas, bajadas, piedras, polvo. Diana arrastraba apenas el pie y en silencio se quejaba. Yo pensaba que no debimos haber ido, pero ya era mejor no decir nada.

Cuando llegamos al punto de partida, el guía se dio cuenta de la herida en su pierna y le preguntó si acababa de ocurrirle.

No, ayer en la tarde llegando me quemé, le explicó casi llorando.

Pero usted no debió venir así, le dijo el guía.

Y también otro chico que estaba por ahí.

Diana se amarró su camiseta en el tobillo y se subió a la llanta.

Estuvimos más de dos horas sin dolor. Viendo el paisaje en silencio. Un tiempo extendido eternamente. Algo parecido a la angustia pero su polo opuesto. O ese punto donde ambas emociones se juntan. Como cuando algo te duele tanto que casi sientes placer. O esos momentos en que eres tan feliz que lloras de la más pura tristeza.

Cuando el paseo terminó, había que llegar de vuelta al hotel por la playa. Sólo que el mar estaba tan crecido que no existía un centímetro de playa.

Diana, tú no puedes cruzar por ahí, le dije para tratar de detenerla.

Pero Diana ya había echado a andar antes que yo y en menos de un segundo el agua la había alcanzado. Aulló de dolor. Entre varios la sacamos y se sentó en unas mesas de plástico que hacían parte de un puesto de pescado. Una francesa se acercó y trató de calmarla. Le dijo que le conseguiría agua con la dueña del local. A los pocos minutos salió una mujer mayor con una bandeja.

Esto te hará sentir mejor, le dijo, mientras sacaba algo del agua y le aventaba una piel de cebolla directo a la carne viva del tobillo.

Diana aulló por segunda vez. Se limpió con agua y esperó a que el dolor comenzara a ceder.

Llegó un hippie-fresa bogotano y le dijo que no llorara. Que la vida era algo feliz y que no tenía por qué llorar. Sólo después le preguntó: ¿Qué te pasó o qué?

Nadie le hizo caso.

Luego llegaron varios niños de entre seis y ocho años. Los nietos de la señora. El más grande le dijo a Diana: Te quemaste con la moto, a todos nos ha pasado.

Diana seguía apretando los ojos en un rictus de extremo dolor.

El más pequeño exclamó sonriente unos minutos después: Un recuerdo te querías llevar de Palomino. Diana sonrió.

Conseguimos una moto y nos fuimos las dos, esta vez juntas, a La Sirena. Cuando llegamos estaba atardeciendo. Diana me gritó para que fuera a ver con ella cómo se metía el sol. Luego fue al cuarto por su celular para tomar una foto.

Abril, ¿tú botaste toda nuestra ropa en la cama?, me preguntó: no encuentro mi dinero ni mi celular.

La alcancé en el cuarto. Uno de los arillos de metal que sostenía el candado estaba roto. La puerta plenamente abierta. Todo lo que llevaba en la mochila, incluido mi impermeable que había apretado hasta el fondo, también. Mi ropa sucia y mi ropa limpia, mi ropa interior y mi ropa exterior, mis chicles, mi cargador, mis cuadernos, mis plumas y plumones, unas servilletas, una corcholata de cerveza Póker.

¿Qué te robaron?, indagó.

No me habían robado nada.

Antes no quería creerlo, pero Diana estaba maldita y algo en mí estaba funcionando como un escudo. A esas alturas estaba segura de que Diana perdería la cordura. Que gritaría. Que se desesperaría. Que querría a como diera lugar volver a casa.

Pero estaba más calmada que nunca.

Son sólo cosas materiales, me dijo: lo que me duele son las fotos de mi gata.

Nos cambiaron a una cabaña apartada, con baño particular que era como un jardín interior con el WC y el lavabo techado, y una regadera entre plantas con vista al cielo.

Esa noche me bañé viendo la luna.

Diana estaba feliz de tener la suite presidencial, según la bautizó. Cenamos hummus y falafel y vino blanco. Hablamos hasta tarde con unos niños que eran los hijastros del dueño del restaurante, mientras hacían su tarea. Dormimos por última vez en Palomino.

A la mañana siguiente nos mecimos por horas en unas hamacas y acariciamos un gato flaco que se quedó en el pórtico con nosotras antes y después de desayunar.

Tomamos las últimas motos que nos llevarían a la orilla de la carretera.

Compramos agua, nos sentamos cada una en una ventana.

Miramos el paisaje por tres horas hasta llegar a Santa Martha.

Volamos de vuelta a Bogotá, el último trayecto que separaba a Diana de su casa.

Soñamos que al llegar Randy y José nos recibirían con una pancarta que diría: Diana, la maldición ha terminado. Pero, como pasa con los sueños, basta invocarlos para que no ocurran y no había nadie a nuestra llegada.

Algún día Diana se reirá de esto, pensé. Pero antes tiene que crecerle nueva piel y su dolor dejarle de doler. Entonces será capaz de ver cómo esa mano infinitamente dulce nunca se alejó de nosotras.

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