#CuotaDeGénero: Atmósferas
Acostada en el piso de casa de Idalia escucho el agua corriendo de la regadera mientras ella se baña y yo leo boca arriba un libro con la exacta luz necesaria para no tener que prender ningún foco. Me engancho de corrido en un libro que tiene más de setenta páginas, cuya mitad son fotos y la otra mitad textos bien diseñados con mucho aire y un escrito tan entrañable que corre igual que corre el jabón y agua de su baño, el baño de Idalia, la mugre escurriendo, el sudor, la tierra. Así quiero que corra mi malestar, cualquier malestar, y así se lo lleva ese texto de Peter Zumthor.
Es mediodía y fuimos a correr a la Alameda. Es un día entre semana cualquiera. Fingimos que es sábado o domingo o un día feriado, y corremos y desayunamos y luego vamos a casa de Idalia a ver qué sigue. Improvisar como se hace cualquier fin de semana. Hace meses que no corría. Siento el cuerpo en un estado diferente que me gusta. La sala de Idalia es fresca. No tiene ninguna ventana directa. Hay un piano donde ella antes de meterse a bañar me hizo una breve demostración. Siempre había visto ese piano ahí y en su otra casa, pero nunca me había preguntado si Idalia tocaba o no.
Sí, siempre ha tocado. Y ese piano tiene mucha historia detrás. Me impresiona más que mi amiga sepa tocar el piano que la historia del piano en sí. Luego me cuenta cómo ese piano ha estado en muchas casas.
Pienso en los muebles que han estado en otras casas y luego replican esos espacios pasados en un espacio futuro. No me vienen a la memoria tanto muebles míos como otros ajenos, los muebles de la casa de mis abuelos. Recámaras trasladadas a cuartos más pequeños. Sentir que estás en el mismo lugar pero encogido. Su primera casa era más grande.
Además, cada que mueves el piano, toca afinarlo otra vez, me explica Idalia. Es muy sensible. Como un refrigerador, pienso: se mueven sus gases internos y luego de una mudanza no puedes conectarlo de inmediato. Un piano tiene que venir a afinarlo un profesional cada vez que lo mueves, aunque sea un metro. Si vas incluso a cambiarlo de cuarto, es mejor que lo haga ese profesional. Este piano ha tenido muchas casas, me cuenta Idalia, y entonces yo le platico la imagen de la recámara de mis abuelos que acabo de imaginar. Y ella recuerda a Zumthor, un libro que nunca consiguió: Pensar la arquitectura. Pero sí consiguió éste. Me da Atmósferas y se mete a bañar. Y yo lo devoro vorazmente, así como son nuestras conversaciones. Banquetes que se concatenan un tema tras de otro.
Una atmósfera también es un libro bien diseñado, pienso.
"Catorce horas treinta y cinco minutos" de Andrés López
Zumthor habla de la luz precisa. De la temperatura adecuada. De un estado de ánimo que hace posible reconocer la felicidad. Un instante que se va. Y antes de que se escape lo analiza. Lloro con su texto aunque probablemente no es de llorar. Igual que él llora sentado en ese patio central una tarde mientras espera a alguien querido llegar durante un viaje. Esa idea que detona todo su libro. Un día feliz.
Yo no estoy de viaje, pero espero a Idalia. No me doy cuenta de cuánto ese momento se parece al de Zumthor sino meses después. Hoy que escribo sobre él, sin saber bien a qué dirección tirar, y recuerdo ese día como uno muy feliz.
Tal vez sí lo sabía. O tal vez predispongo esas felicidades con ella.
Cuando Idalia sale de bañarse, seguimos hablando del libro. Le leo una parte donde Zumthor habla del sonido de los espacios. Me conmueve mucho. El sonido de su madre en el trajinar diario en la cocina cuando él era niño. El sonido de la puerta de un edificio que llega sin ser ruido hasta todos los departamentos y se convierte en compañía. Vivo sola pero estoy en comunidad, pienso al imaginar el ruido de la puerta de mi propio edificio. Y luego recuerdo la paz que me daba escuchar la llave botar el seguro de la puerta de mi infancia y adolescencia en el departamento de Copilco, cuando al fin llegaba por la noche mi mamá.
Cada vez leo menos de ilustración o literatura. Las otras cosas que leo, la gente con la que platico me descoloca desde otros temas. El eje es la pasión por esos temas y así se me va limpiando también la tierra y el sudor y el malestar.
¿Crees que hoy será un día que recordaremos para siempre?, le pregunto a Idalia de broma pero en serio. Le he preguntado muchas veces eso. A veces le da más risa que otras. Pero siempre dice que sí.
Luego de un rato me quiero ir a mi cama porque me da sueño y me quiero dormir con los gatos. Después de todo es fin de semana aunque no lo sea. Pero ese día, Idalia no me deja regresarme a mi casa. Habíamos quedado de pasar el día juntas. ¿Qué quieres hacer ahora?, me pregunta como si estuviéramos en una pijamada y al caer la noche a mí me diera miedo y extrañara a mi mamá. Tal vez fue el texto de Zumthor. Pero entonces, Idalia me distrae y el tiempo presente otra vez aparece y me calmo. Me meto a bañar y salimos. Caminamos sin rumbo por el centro.
La atmósfera de Zumthor también nos acompaña en ese helado en una esquina del Centro Histórico. No estoy de viaje pero tampoco vivo en ese barrio. Ese paseo descolocado de mi cotidianidad se parece mucho a un viaje. Esta Roxy de la esquina tiene el tiempo contado para ser asaltada, me dice Idalia de broma. Eso o el barrio poco a poco realmente se convertirá en una zona gentrificada. Una más. Yo le apuesto al asalto, sería lo más lógico, comenta con completa seriedad Idalia. Idalia le apuesta al asalto y yo pido un helado de pistache. Ella no quería nada según, pero terminamos compartiéndolo. Así de rico está. No hay asaltos ni hipsters en esa heladería. ¿Cuál de las dos somos nosotras? ¿Hipsters sin saberlo? Somos dos ratas rateras. Ratas las dos porque nacimos en el ochenta y cuatro. Ratas chinas. Dos amigas hablando del pasado que extrañamos y del presente que hemos construido en una tarde que al fin nos da un poco de paz. Un momento en que no hay que decidir nada. Cuando se acaba el helado, pagamos y caminamos mientras cae el atardecer.
El presente. Eso es una atmósfera. Olvidar el presente y estar ahí en paz.
Vuelvo a pensar en Zumthor. Hacer girar toda su idea de arquitectura en un momento feliz. El arte es recrear esos momentos felices. Analizar, sí, de qué están compuestos. Por qué nos hicieron sentir así. Pero también dejarse de preguntar qué es esa esencia secreta que nos conmueve. El arte es aproximarse a esa verdad sin palabras que sentimos en el momento original. Ese patio de Zumthor, esa alfombra de Idalia cálida pero fresca, ese sonido del agua corriendo, ese libro de tela suave, esa paz de olvidar que el tiempo corre. Un piano que es todos los pianos de todas las casas, pero que ahora mismo está ahí a mi lado y mi amiga toca sólo para mí.
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Abril Castillo (Morelia, 1984) ilustra, edita, escribe y gestiona proyectos culturales. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Co-coordina el diplomado Casa Ilustración en la UNAM. Es socia del estudio Cuarto para las Tres. Fue becaria del programa jóvenes creadores del Fonca (2016-2017) en la disciplina de novela.