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Encuentros con Max Frisch e Ignazio Silone

H. C. F. Mansilla | 01.06.2017
Encuentros con Max Frisch e Ignazio Silone

En octubre de 1972 y en un lapso de pocos días, conocí en Suiza a Max Frisch y a Ignazio Silone. Como todo el mundo, yo también tuve héroes en mi juventud, y lamentablemente pude conocer a pocos de ellos. A esto se debe mi gran interés por estas personalidades. Frisch dijo en diferentes ocasiones que los seres humanos vivimos a menudo experiencias que no podemos soportar y que inventamos “historias” para comprender y aguantar nuestras vivencias. Ése sería el origen de toda literatura. Recién cuando relata e inventa, el Hombre conoce la estructura de sus experiencias. La verdad, dice Frisch, es una grieta a través del mundo de nuestra locura. Somos ciegos ante nuestra propia crónica vital. Tenemos que relatarnos una historia —nadie lo puede hacer por nosotros— que a la postre se convierte en la única historia de nuestra vida, en la más íntima y auténtica. Además, dice Frisch, la potencialidad del ser humano, lo que podría haber sido, pertenece igualmente a la biografía del mismo, tanto como el recuerdo ganado al olvido y a la represión que ejerce la consciencia.

Cuando era joven leí tres grandes novelas de Frisch (Stiller, Homo faber, Digamos que me llamo Gantenbein) y sus Diarios con sumo cuidado. En 1991 vi en Berlín la película Homo Faber (El viajero), de Volker Schlöndorff, basada en la novela del mismo nombre y protagonizada por Sam Shepard y la bellísima Julie Delpy. Creo que es la mejor película de Schlöndorff: ambientación perfecta, diálogos lacónicos y poco sentimentales pero intensos en contenido, un aura inescapable de nostalgia cercana a la tristeza, una notable fidelidad a la intención del novelista. El homo faber es el ser humano que cree que todo es calculable y manejable según criterios científicos y cuantificables, y justamente por ello fracasa en la vida, que es también casualidad, pasión, error.

El 9 de octubre de 1972, Frisch me recogió personalmente de la estación de tren en Locarno. Él condujo su coche hasta Berzona a través de un valle muy estrecho y una carretera muy accidentada a una velocidad que me pareció excesiva. Sólo posteriormente admiré la belleza del agreste valle, totalmente cubierto de vegetación, donde, por suerte, las actividades humanas son muy reducidas. Llegué muy nervioso a Berzona, la aldea de cincuenta habitantes donde vivía Frisch; pensé que el ilustre escritor, quien ya usaba unas gafas muy gruesas, arriesgaba su vida de manera permanente al conducir cada día de esa manera temeraria.

Max Frisch era un hombre de baja estatura, rechoncho, de cara ancha, cabellos grises y poco expresivo. Mejor dicho: poseedor de una cortesía medida y distante. Amable como lo era todavía la gente bien educada hasta la primera mitad del siglo xx. De alguna manera representaba la mentalidad suiza protestante: procedía sin aspavientos, decía frases concisas, daba informaciones precisas y objetivas. Constituía la figura clásica de la persona fiel a sus propias convicciones. Era, por lo tanto, muy similar a los protagonistas de sus obras. Odiaba las poses, las actitudes heroicas, la retórica vacía. Hablaba con toda sobriedad de los grandes temas como el amor, el odio, el olvido, la muerte y el carácter efímero de casi todas las cosas. Como dijo el crítico literario Marcel Reich-Ranicki: Frisch practicaba la moral sin predicar y ejercía la crítica sin hacer propaganda.

El escritor y su joven esposa Marianne habitaban una casa campesina muy antigua, de piedra gruesa y poca gracia, en una de las empinadas laderas de Berzona. Al llegar a esta construcción, alabé el buen aire y la belleza del paisaje, y ahí mismo salió a relucir una cierta tensión en el matrimonio, que se manifestó también durante la cena y la sobremesa. Marianne dijo claramente que la calidad del paisaje no compensaba lo tedioso del ambiente. Se notaba que ella, una joven intelectual emancipada, echaba de menos el ámbito urbano y universitario. Frisch no hizo ningún comentario sobre este tema. Me dijo que le gustaba vivir en la parte italiana de Suiza, donde la gente es más espontánea y está menos preocupada por la seguridad y su carrera profesional que en los cantones de habla alemana.

La conversación giró durante largo rato en torno a uno de mis temas preferidos: las identidades colectivas. El año anterior, Frisch había publicado una sátira sobre el mito fundacional de Suiza, Wilhelm Tell für die Schule (Guillermo Tell para la escuela), mostrando que la historia oficial y escolar sobre este hecho glorioso es una “invención de la tradición”, como se diría más tarde en lenguaje académico. La leyenda, tal como aparece en el conocido drama Wilhelm Tell, de Friedrich Schiller, es un canto a la libertad, a la autodeterminación y al espíritu heroico de las pequeñas comunidades de la Suiza primigenia. La obra de Max Frisch pone en duda el carácter noble y libertario de esa gesta y, aún más grave, describe a los odiados austriacos (los Habsburgo) como la opción histórica más adelantada y progresista de su época. El escritor tuvo que soportar durante largos años una serie de diatribas e insultos a causa de esta publicación, cuya meta era modesta: poner en cuestionamiento lo tradicionalmente obvio e inducir una discusión razonable en torno a los mitos que construyen la identidad suiza. La temática me pareció extremadamente interesante, y, durante la cena en la única posada de la aldea, relaté a mi turno cómo se utiliza la historia en América Latina para consolidar identidades nacionales precarias. Pese a su calculada reserva, Frisch era un gran conversador. Me explicó, por ejemplo, que la arrogancia defensiva de la mayoría de los suizos frente a los extranjeros se debía al miedo de los helvéticos ante cualquier innovación y también a su envidia inconsciente, pues los extranjeros, como los italianos, eran más pobres, pero tenían un mejor savoir-vivre que los suizos.

Durante mi estadía en Locarno y Ascona, frecuenté a Wladimir Rosenbaum. Con él realicé varios paseos por el casco antiguo de Locarno, mantenido en una pulcritud algo exagerada. He lamentado no haber permanecido más tiempo o no haber regresado a estos lugares, pues Rosenbaum fue un interlocutor muy interesante para mí. Él no era un intelectual en sentido estricto, sino un promotor de artistas y escritores. Era un abogado suizo de origen ruso-judío que poseía una famosa tienda de antigüedades donde se exhibían incunables, manuscritos y libros raros. Cuando lo conocí, se acercaba probablemente a los ochenta años. Se notaba que en Locarno y Ascona le faltaban amigos y contertulianos. En la década de 1930 había mantenido un conocido salón literario en Zúrich. Contaba anécdotas deliciosas acerca de muchos escritores famosos. Hasta hoy me reprocho el no haber anotado nuestras charlas.

El 10 de octubre de 1972, Rosenbaum me convocó en Ascona a un café a orillas del Lago Maggiore después del almuerzo. Ahí apareció un señor mayor, corpulento, de andar cansino y aspecto triste. Era Ignazio Silone. De alguna manera se asemejaba a Rosenbaum: los dos parecían personas derrotadas por la vida (o por la historia, como me dijo Silone), asqueadas por la política, desilusionadas por la humanidad. Durante un largo rato, que me pareció una eternidad, este último se explayó sobre el desastre que significa envejecer. Tomándose a sí mismo como ejemplo, Silone decía que los ancianos pierden los rasgos individuales y llegan a parecerse todos entre sí, cosa horrible y detestable. La pesadez, la gordura, la lentitud al pensar y hablar, la torpeza de movimientos y modales y la pérdida de la memoria agravarían la constelación. Rosenbaum lo secundaba fielmente y nombraba otras características deprimentes e inevitables que surgen cuando uno llega a cierta edad. No sé si habían sido hombres guapos cuando jóvenes, pero ambos deploraban sobre todo el haber perdido el rostro que tuvieron en años mozos. Fue una tarde de melancolías y tristezas, continuada por una espléndida cena en casa de Rosenbaum y una sobremesa que terminó en la madrugada.

En aquel tiempo yo leía la literatura de los disidentes comunistas, entre ellos Arthur Koestler e Ignazio Silone. Me interesaba no sólo el análisis teórico de ambos, sino también su mensaje ético. Durante la cena, y para mi sorpresa, Silone se negó rotundamente a conversar sobre The God That Failed, el famoso libro de testimonios que incluye importantes contribuciones de ambos autores. Este rechazo, expresado de manera muy cortés, estaba basado en las experiencias existenciales de Silone, que le habían llevado a concebir la política como un pacto con el diablo y un acercamiento al principio mismo del mal, tesis que había sido expuesta anteriormente por Max Weber. Nos dijo que toda su actividad política le había traído sólo dolores, desilusiones y privaciones, sobre todo su actuación dentro del Partido Comunista Italiano (fue uno de sus fundadores) y posteriormente su compromiso con los socialistas moderados. Los políticos, nos dijo, son seres insaciables, inmorales e incultos; los revolucionarios, por más progresistas que digan ser, poseen los mismos apetitos de los otros políticos, centrados en el poder, el dinero y el prestigio. En tono melancólico, Silone continuó hablando largamente de la codicia, la propensión a la maldad y la envidia como las características predominantes de las élites políticas, y de la credulidad y la ignorancia como los rasgos indelebles de las masas de los simples votantes. Eran ideas que yo conocía muy bien; el prestigio de Silone ayudó a que las percibiera como factores que deben ser considerados en todo análisis de procesos políticos. No era tedioso el escuchar a Ignazio Silone: pese a la tristeza que irradiaba, producía sin pausa formulaciones brillantes y sabía atraer la atención de la pequeña audiencia. Se notaba inmediatamente al gran escritor, al autor de clásicos italianos como Fontamara y Vino y pan.

Su libro La escuela de los dictadores no llegó a convencerme, pero leí con verdadera fruición su obra teatral La aventura de un pobre cristiano, cuya génesis Silone nos relató con mucho cariño durante aquella cena. Es la historia del pontífice Celestino V, uno de los pocos papas que han abdicado en la ya larga historia de la Iglesia católica, un ermitaño que fue elegido de modo sorpresivo para esta dignidad después de un largo interregno, justamente porque encarnaba la reserva moral de aquella institución en una época de relajamiento ético y de pasiones mundanas desenfrenadas. Era un cristiano sin iglesia y sin experiencia política, un utopista que buscaba un cristianismo despojado de sus glorias terrenas y sus mitos falaces, y concentrado en su núcleo moral y espiritual: el ideal que Silone tenía en mente. La utopía representaba la mala consciencia de la Iglesia, y por ello fue combatida sin tregua. Lo que postulaba Silone era un orden social perfecto, sin Estado, sin Iglesia, sin coerciones de ningún tipo: algo que jamás ha existido, pero que es valioso como meta normativa. Él mismo reconoció que su concepción “atávica” de la política provenía de las tradiciones que se habían mantenido en las zonas rurales de montaña, entre los campesinos pobres de los Apeninos meridionales de la Italia premoderna, donde aún era posible la pureza moral y la simplicidad ética. El ideal utópico es indispensable como idea regulativa, pero sería una tragedia si alguna vez logra ser implementado en la praxis, pues conllevaría la pérdida de las libertades públicas y la evaporación del paradigma teórico.

La conversación fue llevada a cabo en una combinación de alemán, francés e italiano, una especie de código personal que utilizaban Silone y Rosenbaum. Se notaba que eran íntimos amigos desde hacía mucho tiempo y que habían compartido aventuras y peligros. La despedida estuvo llena de pesadumbre, intensificada por la melancolía de Wladimir Rosenbaum, quien también había sufrido en carne propia la incomprensión de sus coetáneos y una serie de injusticias. La campaña de desprestigio que se ha desatado a comienzos del siglo xxi contra Silone —a causa de una presunta actividad de espionaje —no le habría sorprendido: su principal lucha, como nos dijo, estaba dirigida contra una mentalidad que desdeña el individualismo y el espíritu crítico y que desprecia el impulso moral. Las grandes instituciones, como los partidos y las iglesias, tienden a generar más respeto y credibilidad que los individuos aislados, y esto ocurre, paradójicamente, en una época liberal que cree haber superado las monstruosidades del colectivismo y los crímenes de la partidocracia. Silone la consideraba una lucha perdida de antemano, pero que toda persona decente debe encarar alguna vez.  ~

 

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H. C. F. MANSILLA es maestro en Ciencia Política y doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Es autor de numerosos libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas.

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