Las falacias del igualitarismo y un recuerdo histórico
Durante la segunda mitad del siglo XX y a comienzos del XXI se ha expandió en América Latina una vigorosa corriente sociopolítica que propugnaba una reforma radical para “superar” las deficiencias del llamado neoliberalismo (aproximadamente 1980-2000) en el campo económico, en la esfera institucional y en el terreno de las prácticas culturales. Allí donde la desilusión con el sistema neoliberal fue mayor, surgieron movimientos de indudable raigambre popular que, entre otros aspectos, propugnan un orden político orientado hacia el igualitarismo social, es decir a favor de la reducción de las variadas diferencias entre los estratos aun existentes. Las mejores oportunidades educacionales, la expansión de los ideales democráticos y hasta la prédica de las diversas comunidades religiosas contribuyen a percibir las jerarquías sociales, sobre todo las asentadas en las tradiciones prevalecientes en gran parte de América Latina, como algo éticamente injustificable y políticamente anticuado. Se atribuye a los regímenes neoliberales, entre otras cosas, la consolidación de las antiguas oligarquías o la conformación de nuevas élites sumamente privilegiadas. La persistencia de desigualdades económicas y educacionales, prerrogativas políticas y exclusiones culturales ha sido considerada como inaceptable, anacrónica y humillante por una porción muy amplia de la opinión pública.
La propaganda gubernamental en Bolivia, Nicaragua y Venezuela, por un lado, y la doctrina oficial en Cuba, por otro, sostienen la necesidad imperiosa de suprimir los privilegios legales y fácticos y debilitar o eliminar los grupos elitarios tradicionales. En ambos casos se puede hablar de ideologías basadas en el postulado, muy difundido y bien apreciado, de un orden justo, en el cual debería prevalecer la igualdad fundamental de todos los ciudadanos. Es en este contexto donde se vislumbran claramente los factores centrales de las utopías clásicas, factores que en algunas regiones de América Latina han sido preservados no por la actividad intelectual o universitaria, sino por la religiosidad popular combinada con el legado de las culturas prehispánicas.
A pesar de las diferencias entre los proyectos de un igualitarismo radical —como floreció en el siglo XVI con las utopías clásicas renacentistas— y las prácticas cotidianas de los regímenes de reforma radical en el siglo XXI, hay dos elementos primordiales que han permanecido vigentes y enlazan ambos fenómenos a través del tiempo: la nostalgia en las clases populares por un retorno a una pretendida Edad de Oro de la historia, que no conocía diferencias sociales y donde prevalecía una solidaridad generalizada, y el retorno de jerarquías sociales severas y privilegiadas en medio de los regímenes de reforma radical. Estos últimos justifican la necesidad de jerarquías sociales y élites políticas mediante el argumento de que estos regímenes necesitan una dirigencia sabia que los oriente frente a las maquinaciones de las oligarquías tradicionales.
El igualitarismo todavía constituye uno de los pilares básicos de la ideología y la propaganda de los modelos socialistas y populistas. La inclinación a suprimir las antiguas clases acomodadas se combina con doctrinas de carácter utopista que, fuertemente influidas por un aura religiosa, presuponen un comienzo inmaculado de la historia humana, no contaminado aún por la formación de clases sociales y diferencias económicas, un comienzo que al mismo tiempo determina la meta normativa a la cual debe llegar la historia de los hombres cuando se haya alcanzado una auténtica redención sociohistórica. Esta visión de las experiencias revolucionarias tiene que ver con la recreación de un sustrato religioso: la combinación de Paraíso y Apocalipsis, la mezcla de utopía arcaizante y tecnología moderna, la mixtura de creencias sencillas con los refinamientos teóricos del marxismo. El igualitarismo debe constituir, según estas teorías, el fundamento esencial del anhelado futuro. En el curso de una evolución muy compleja y enmarañada, este motivo del igualitarismo, muy arraigado en las clases populares y sobre todo en las construcciones teóricas de los intelectuales “progresistas”, se entremezcla con elementos revolucionarios de carácter teológico, con luchas políticas convencionales —y por consiguiente sórdidas—, con anhelos de progreso material y asimismo con el surgimiento de nuevas élites dirigentes. Las concepciones del orden justo abarcan el principio de la igualdad fundamental de los hombres y el postulado de la hermandad universal de los seres humanos, a menudo combinadas con doctrinas utopistas y con la esperanza de una pronta redención social y cultural.
Aspectos conmovedores de anhelos populares largamente postergados aparecen lado a lado con fenómenos monstruosos e irrisorios de la praxis política cotidiana, en uno de los pocos ejemplos de realización práctica del pensamiento religioso-utopista. En 1534 los anabaptistas, bajo la conducción de Jan van Leiden, se apoderaron del gobierno de Münster para eliminar el régimen político imperante en esa ciudad y región del norte de Alemania, con base en las desigualdades sociales y en los privilegios políticos, para establecer en su lugar el ansiado paradigma de amor mutuo, igualdad perfecta y sencillez cristiana. Eran entonceslos primeros años de la Reforma protestante en Alemania, cuando las esperanzas utópico-mesiánicas del cambio radical estaban aún a la orden día y algunas sectas luteranas creyeron que había llegado el tiempo del milenio, de la total redención política y cultural, lo que derivó en diversas formas de protocomunismo religioso, fanatismo irrestricto y romanticismo revolucionario. Münster, un pequeño Estado soberano en el seno del Sacro Imperio Romano Germánico, estaba gobernado por un príncipe-obispo y usufructuado por una nobleza de terratenientes, cuyos valores aristocráticos de orientación y normas de vida cotidiana se diferenciaban claramente de aquellas imperantes entre labriegos, artesanos y pequeños productores urbanos. Aquellos valores llegaron a ser considerados como pecaminosos y hasta sacrílegos por los luteranos radicalizados. La revolución política tenía que fundamentarse en una renovación moral que propugnaba la igualdad radical y la fraternidad efectiva entre los conciudadanos de Münster.
Al comenzar el gobierno anabaptista se abolió la propiedad privada, se prohibieron actividades pecaminosas como comprar y vender, trabajar por un salario, cobrar intereses o comer y beber en base al sudor de los pobres. Todas las pertenencias de los habitantes de Münster se transformaron en bienes comunales. Simultáneamente se quemaron todos los libros —salvo la Biblia—, se prohibió toda comunicación con el exterior y la vida familiar se convirtió en un asunto público, vigilado incesantemente por la autoridad. En nombre del amor al prójimo y de la modestia apostólica los anabaptistas resucitaron el más severo gobierno de la espada. La pena de muerte fue restablecida para toda clase de delitos, desde las respuestas incorrectas infanrtiles hasta los malos pensamientos de los adultos.
En febrero de 1534 el caudillo de esta secta, Jan van Leiden, célebre por su celo puritano-plebeyo, se hizo nombrar juez supremo de Münster, con poderes irrestrictos sobre vidas y haciendas. Al poco tiempo se proclamó rey, se rodeó de una espléndida corte y se obsequió a sí mismo un harem con dieciséis doncellas destacadas por su hermosura. La pena de muerte se aplicaba a toda mujer que se negaba a entretener al rey revolucionario. El boato y la magnificencia de la corte conformaban un contraste apenas concebible frente a la miseria, el hambre y la desesperación imperantes entre los ciudadanos ordinarios de aquel Estado, entonces sitiado por los ejércitos de los antiguos gobernantes. No es de asombrarse, entonces, que la gente sencilla de Münster —para quien estaba pensado el régimen presuntamente anti-oligárquico— decidiera la suerte del experimento anabaptista en junio de 1535, abriendo las puertas de la ciudad al ejército de la nobleza y aceptando tácitamente la restauración del anterior sistema aristocrático de gobierno. El régimen de los anabaptistas ha dado lugar a una multitud de estudios, novelas, películas y hasta una ópera muy famosa en el siglo XIX (El profeta, de Giacomo Meyerbeer), pues representa uno de los pocos ejemplos prácticos de un comunismo cristiano de tinte arcaico, pero de tendencia radical intransigente. El igualitarismo doctrinario y la construcción de una nueva élite altamente privilegiada se dieron la mano en aquel experimento: no sería la última vez.
El régimen de Münster durante el Renacimiento alemán tiene también una relevancia actual: nos ayuda a comprender movimientos políticos de carácter fundamentalista revestidos de aspectos religiosos. En el siglo XVI y también en la actualidad el fundamentalismo toma cuerpo a causa de motivos enlazados entre sí: la defensa del propio medio frente a los avances de la modernización, por más modestos que estos sean; la sensación de injusticia ante la irrupción de novedades socio-económicas; el miedo y la impotencia que se manifiestan como antítesis a la moderna civilización occidental basada en el racionalismo. El fundamentalismo puede tomar la forma de un inofensivo movimiento patriarcalista, pero también el modelo de una sociedad antirracionalista con tinte totalitario que, sin embargo, quiere preservar variados logros técnicos de la modernidad occidental. Quienes ahora sustentan la tendencia fundamentalista son individuos con una mentalidad refractaria al cambio cultural, jóvenes de las capas subalternas de la sociedad que no logran insertarse en la modernidad e intelectuales que no encuentran un lugar adecuado en ésta. En estos últimos puntos hay notables paralelismos entre la situación de Münster en 1534 y las bases de donde se nutre el populismo latinoamericano a principios del siglo XXI.
La hipótesis que subyace a este breve texto es la siguiente. Uno de los motivos profundos para el descontento masivo a partir del siglo xvi en Europa Occidental y desde el siglo XX en América Latina puede estar en el surgimiento de la modernidad sociocultural,
proceso complejo que socava las antiguas seguridades y las sencillas certidumbres de la vida colectiva o, mejor dicho, lo que las llamadas clases populares han creído que son aquellas seguridades y certidumbres. Uno de los caminos para restituir las certezas anteriores ha sido la doctrina del igualitarismo, vinculada a menudo con elementos mesiánico-religiosos, esperanzas milenaristas y concepciones utopistas en torno a un futuro promisorio que reproduce aspectos centrales de una presunta Edad de Oro de la fraternidad e igualdad fundamentales. Tantos los regímenes populistas (Bolivia, Nicaragua y Venezuela) como los experimentos socialistas (por ejemplo Cuba) generan una ideología y una propaganda oficiales que enfatizan precisamente estos componentes. Ellas no se basan en las teorías contemporáneas del derecho a la diferencia, la protección de minorías y el reconocimiento del “otro”. Por todo ello se puede aseverar que las doctrinas populistas y socialistas poseen un tinte algo anacrónico y hasta premoderno. En todos los experimentos de estas características la praxis cotidiana ha resultado muy diferente y, sobre todo, más prosaica de lo imaginado por los partidarios y simpatizantes de estas corrientes. EP
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H.C.F. Mansilla es doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín, miembro correspondiente de la Real Academia Española, miembro de número de la Academia de Ciencias de Bolivia y de la Academia Boliviana de la Lengua.