Travesías: Tournier, un hombre alerta
Michel Tournier (1924-2016) escribió en su libro Celebraciones (Acantilado, Barcelona, 2002) que: “El ritual tan francés de las vacaciones a la orilla del mar constituye un viaje iniciático que nos ha marcado a todos. Puede afirmarse que el océano —su misterio, su infinitud, su gran vida solitaria bajo el cielo cambiante— es la metafísica al alcance de un niño de siete años”. De algún modo el mar establece las coordenadas del viaje; si se tiene cerca o lejos las marcarán las geografías, pero este trayecto nos invita a disfrutar de un periodo en que la vida suspende sus ritmos habituales para concentrarse en un cambio sustancial. Tournier hablaba de los galos para referirse a esa condición vacacional, pero esto es considerable en América Latina y en casi todos los continentes. Es un hecho que cuando una persona ignora la presencia del mar, por su pobreza o por su falta de motivos para viajar, los que escuchan el relato se quedan asombrados.
En otro apartado de dicho libro, el autor refiere una experiencia viajera:
Ocurrió en Montignac-l’Océan, una estación famosa por su playa y por su casino. Como no sabía qué hacer por la noche, decidí que iría a tentar la suerte con la ruleta, cosa que constituía para mí una auténtica novedad. […] Un hombre se inclinaba ante mí. Pude distinguir su pelo blanco, un rostro ascético, y un smoking raído que me pareció el colmo de la elegancia, puesto que visiblemente era usado cada noche. […] Mis modestas pérdidas me permitían cuando menos pagar las consumiciones. Era todo lo que me pedía a cambio de las lecciones que me dio.
Al llegar al final, se puso lírico y perentorio:
—Sepa usted, caballero, que nosotros, los hombres de suerte, formamos una raza aparte, que obedece a unas leyes que ustedes, los hombres de razón, ignoran. No pretendo iniciarle en unos secretos a los que se muestra usted totalmente refractario. Pero escuche esta anécdota que tal vez le haga calibrar las dimensiones del abismo que nos separa.
El hombre cuenta un hecho ocurrido durante su juventud, cuando perdió todo su dinero durante una noche en el casino. Su padre le dio una pistola para que se suicidara. El joven se ausentó un día completo, vendió el arma y con ese dinero jugó y ganó mucho más de lo que había perdido el día anterior. Eso es lo que aprendió Tournier en el casino.
En otro momento de Celebraciones, el escritor habla del asueto:
Vacaciones. El adjetivo correspondiente: vacante, que significa vacío, ausente, hueco. Así, por ejemplo, hablamos de una vacante de poder. Las vacaciones son también los días que los colegiales pueden dedicar a los deportes, juegos, viajes y otras formas de agradable recreo. […] Pero las vacaciones no aseguran la felicidad. Las actividades de distracción no resultan interesantes si no se han preparado durante el tiempo ordinario. […] Se puede soñar, hay que soñar. Quizá las vacaciones sólo son una etapa en la evolución de nuestras costumbres, y esta etapa, necesaria y benéfica, algún día quedará superada. Pensemos en el corazón. Siempre hay que pensar en el corazón.
Llegar de improviso a un país que desconocemos y ni siquiera nos interesa puede ser fatal. Claro está que, cuando se es viajero, hasta en el lugar más insignificante de la Tierra habrá un momento en que las emociones corran al parejo del vacacionista. Paul Bowles, en El cielo protector (Conaculta, México, 1990), aclara que: “No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Esto, por desgracia, ha concluido con la celeridad con que se vive en nuestros días, con la que resulta imposible estacionarse en un espacio. Peor aún son los turistas que toman fotos con sus celulares sin importarles realmente lo que está frente a ellos. Visitan los museos, los monumentos o los parques con tal de apretar el botón de su teléfono portátil para llevarse “la prueba” de que estuvieron ante tal o cual cosa. Esto con el objeto de colocarlo en alguna de las redes sociales y disfrutar del goce de la inutilidad. Ellos son la peor parte de los viajeros actuales, los que se despojan de todo con el fin de ir tras lo que pueden capturar en una imagen, los que van a sitios de comida chatarra y se llenan el estómago con las porquerías que les venden, y los que visitan exhibiciones de arte para estar en espacios donde nada tienen que hacer. Son una de las plagas de vacacionistas de nuestros días, quienes están en las grandes capitales del mundo o en las provincias más destacables de un determinado país. Debe temérseles por su espíritu bárbaro y su pasión por convertirlo todo en imágenes sosas e insignificantes. ¡Un desastre!
En otro momento en que Tournier celebra su adoración viajera, narra algo de lo que pasó en Mumbai (en aquel tiempo Bombay):
El domingo 3 de diciembre de 1989, aterrizo en Bombay algo perturbado por una diferencia horaria de tres horas y media con respecto a Francia. Me recibe Mángala Sirdeshpande, profesor de literaturas románicas, que me acompaña hasta un extraño edificio al extremo de la plaza en la que se yergue la Puerta de la India (Gateway of India). Imposible encontrar un alojamiento más espléndido y más miserable a la vez. Se trata del Royal Bombay Yacht Club, uno de los vestigios más entrañables de la Inglaterra victoriana. Todos los muebles están cojos, pero son antiguos y de gran calidad. Por todas partes se ven relojes parados, espléndidos jarrones desportillados, mecedoras con el asiento roto. Las habitaciones son inmensas y todas dan al Gateway. Se ven barcos abordando y levando anclas, destacamentos de soldados rindiendo honores. En el aire flotan fragmentos de fanfarrias interpretadas por bandas militares.
Un viaje a la India podía transformar al paseante, sobre todo por la evidente pobreza y por el descuido de muchas de sus instituciones, hoteles e incluso restaurantes. Claro está que en la actualidad mucho de esto ha cambiado, aunque el descuido de los indios es algo ancestral. La sorpresa del escritor a su llegada a dicho país confirma lo que han vivido otros viajeros. Mircea Eliade, que estuvo por ahí en los años treinta, vio con horror las masacres entre los ingleses y los nativos del lugar, y entre los musulmanes y los pertenecientes a otras tendencias religiosas.
Las diferencias entre Francia y la India son abismales, y por ello el autor de Viernes o los limbos del Pacífico se sintió sorprendido ante lo que vio. Hechos como éste forman parte de la experiencia viajera y de ninguna manera son cosa despreciable; más bien debe considerárseles como algo trascendente en el ánimo del paseante.
Una última consideración en torno a Michel Tournier y los viajes está en esto que escribió en El vagabundo inmóvil (Alfaguara, Madrid, 1988): “Despertarse en una habitación de hotel de una ciudad extranjera a la que hemos llegado la víspera. Número de fracciones de segundo y, quién sabe, número de segundos que hacen falta para situarse, salir del desarraigo en el que despertamos”. Aquí hay una parte sustancial de lo que es el recorrido y la estancia en un lugar distinto a nuestro hogar. Ubicarse, situarse, es parte de los días en los que el cuerpo necesita acostumbrarse a lo nuevo. Tournier, viajero de toda la vida, tuvo en cuenta esas condiciones para salir adelante en sus travesías. Ésa era su experiencia existencial. ~
_____________
ANDRÉS DE LUNA es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011) y Los rituales del deseo (2013). Su publicación más reciente es Cincuenta años de Shinzaburo Takeda en México (2015).