Travesías: Un globo apetitoso
Hace tiempo, en los últimos meses de la perestroika, durante un vuelo de Moscú a Taskent, en Uzbekistán, llega la hora de la comida en un avión de Aeroflot. Las aeromozas tienen un aspecto peculiar, son mujeres rollizas, lo cual podría ser un concepto distinto al de las damas delgadas de otras líneas, solo que estas tienen un aspecto agresivo, casi de luchadoras al estilo de “Lola la tapatía” o “Circe la de San Bartolo Naucalpan”. Anchas, monumentales, enseñan que el dominio de las situaciones depende de ellas. Pasan con dificultad por los pasillos estrechos de la aeronave y con la mano sirven algo que semeja un pollo cocinado en el infierno, pues aquello sabe a diablos. Horrible por la senilidad de la aves, lo frío del platillo y la sazón carcelaria, ese pollo marca un límite en esas lamentables comidas de avión. La mayor parte de los pasajeros prueban esa porquería sin chistar, son los prisioneros de la costumbre y tratan de disfrutar lo que es un castigo que llega desde las mazmorras del stalinismo.
Otro caso, de signo contrario, ocurrió en el restaurante Petrossian, de Manhattan. Se pide una degustación de caviar, la especialidad de la casa. Esto incluye una copa de champaña, que solo se menciona así, a secas y sin incluir alguna marca en especial. Desde el principio llama la atención que el mesero es un tipo de origen ruso que está al borde de la ebriedad. Extraño momento para un restaurante de esa categoría. Llama la atención que trae en la hielera una botella de la lujosa Grande Dame. Descorcha y sirve con alguna torpeza. Tiempo después se pide otra copa, en este caso de la modesta Taittinger, pues los precios del lugar están por las nubes. El mismo ruso trae una champaña Dom Pérignon y sin decir nada escancia con la discreta elegancia que le permite su estado etílico. Se le trata de aclarar que la bebida solicitada es otra, el hombre poco entiende del inglés y sin hacer mayor caso sirve las copas. Todo parece sacado de una película de los hermanos Marx. Al final, la cuenta es gigantesca. Lo que semejaba un error se convierte en una realidad turbia. Se hace la reclamación y, eso es lo bueno de estar en Nueva York, las aclaraciones sirven de algo y la culpa recae en el borracho que por su cuenta y riesgo quiso pasarse de listo al sustituir la champaña que acompaña las degustaciones por otra que triplicaba el precio. Las miradas de odio de los encargados del Petrossian caen cual poderosa tormenta sobre el ruso que hasta pierde la embriaguez.
Por otro lado, a veces la fama corre en sentido inverso a la realidad gastronómica. Un diciembre se hace la reservación para cenar en La fleur de Lys, de San Francisco. El lugar franco-californiano está repleto y la fila para entrar es absurda. Las hostess tienen el sello de “perdonavidas”, se creen tocadas por la mano divina. Son altas, rubias, esbeltas y tatuadas; visten de negro y maltratan a quien se deja, están seguras del buen éxito del lugar. La paciencia termina y la impaciencia cobra forma de dragón en celo. Si antes hubo tolerancia con las damas de la puerta ahora corresponde devolverles el gesto agresivo. Esto es lo mejor, de pronto una de ellas cambia el tono, se convierte en ovejita al acecho del lobo feroz. Consigue la mesa y pide disculpas por los exabruptos anteriores. Daban ganas de traer un látigo y vestirse con un traje de cuero ante una situación semejante. Ya en la mesa lo que se come es apenas de mediana calidad, los maridajes entre los vinos y los platillos también muestran una selección mezquina. Luego de probar el menú lo único sobresaliente es el soufflé de vainilla rociado con calvados que se sirve en el postre. Ni las preparaciones de cordero y foie gras llegan a la excelencia.
En cambio, un restaurante que atrapa de inmediato es Normandie, instalado en las alturas del hotel Mandarín Oriental, de Bangkok. Un lugar que empezó desde cero después de que las estrellas Michelin se perdieran cuando el chef Guy Martin regresara a Europa. El que lo sustituye en la cocina es Carlos Gaudencio, quien ofrece una carta variada y con sugerencias magníficas. Una de ellas es la langosta de Bretaña con salsa de mango y almendras que se acompaña con jitomates confitados, o el pichón de Bresse relleno de foie gras y salsifí, esa hortaliza que tan poco se utiliza en México. Al final la charola con los quesos es un auténtico manjar, sobre todo si se toma en cuenta que en Asia estos lácteos son una rareza. El comensal puede elegir los que prefiera, cinco, siete o los que pueda disfrutar después de una cena fastuosa que permite observar el embarcadero del hotel con las barcazas iluminadas. Un auténtico destello es el espectáculo desde los ventanales del Normandie, que tiene ese sello espectacular acorde con lo degustado. En una mesa cercana un padre con sus hijos japoneses comen y beben con un barniz occidental. Uno de los vástagos, un adolescente, que de seguro ha tomado clases sobre la cata de vinos hace alarde de esas enseñanzas y trata de explicarles a su padre y hermanos los prodigios de un Château Latour.
Tokio puede presumir de excelentes cocinas nacionales e internacionales. Pierre Gagnaire, Alain Ducasse, entre los chefs más destacados del universo francés, han convertido la capital japonesa en un espacio de sabrosura sin igual. Otro de los espacios en que mejor se come es el Hamayada, que tiene tres estrellas Michelin; probar sus suculencias es un auténtico placer. Al llegar al lugar, se deja descansar a los viajeros. Se les ofrece un té. Pasados unos minutos, el salón donde comerán está listo. Luego, las excelencias niponas se sirven en cajas que tienen el aspecto de algo tradicional. En este sitio hasta el baño resulta especial, pues apenas uno entra en él la música suave se filtra por el oído. Realizar cualquiera de las funciones fisiológicas que exige el cuerpo es agradable en este cuarto sanitario. Las mujeres que sirven la degustación son en extremo amables y todo lo hacen con un gusto impecable.
Otro lugar que tiene sus aprecios en la gastronomía es el D.O.M., de São Paulo. En alguna ocasión, se nos invitó a probar el menú que se comería en la próxima temporada. El chef Alex Atala, para muchos el mejor cocinero de América Latina, discípulo de los maestros catalanes de El Bulli, se portó con una amabilidad inmejorable. Abrió sus mejores vinos e incluso ofreció una botella de Taittinger a sus invitados. Fue una cena que aún ahora, pasados varios años, se recuerda como algo excepcional. La geografía más placentera es la de los placeres del gusto pues, en el caso del sexo, esto podría fallar en algunos aspectos, pero ir tras los sitios donde funciona la gran cocina, eso sí es un auténtico manjar de los sentidos.
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998), El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011) y su publicación más receinte: Los rituales del deseo (Ediciones B, 2013).