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El despertador mortal

Diego Rodríguez Landeros | 30.07.2015
El despertador mortal

Los ya numerosos funerales a los que he acudido no han sido suficientes para infundirme el miedo a la muerte. Fue hasta hace poco, cuando leí Nada que temer (Anagrama, 2010), de Julian Barnes (Leicester, Inglaterra, 1946), que tomé conciencia, más que de la precariedad de la vida, del desasosiego natural que causa la inminencia del fin. No es que antes yo haya tenido un exceso de valentía o de templanza ante lo inevitable, sino que me resultaba difícil concebir con transparencia mi propia mortalidad. Tampoco se trataba de la falsa indolencia que se le adjudica a la juventud, como si los jóvenes viviéramos en una edad dorada en la que no existe el dolor ni la cercanía de la oscuridad. Lo que pasaba es que no había tenido contacto con una persona o circunstancia que me transmitiera esa preocupación. Sólo después de leer las agudas, divertidas y en ocasiones obsesivas reflexiones que Barnes hace sobre la muerte, pude experimentar lo que en su libro se nombra como le réveil mortel, expresión francesa que significa “el despertador mortal” y que comunica la sensación de “estar en una habitación de hotel desconocida donde el despertador está puesto en la hora fijada por el ocupante anterior, y a una hora infame te saca de repente del sueño para sumirte en la oscuridad, el pánico y una atroz conciencia de que vives en un mundo alquilado”.

Terrible, ¿no? Sin embargo, mi experiencia de lectura no lo fue; se asemejó a las pláticas que uno tiene con esos amigos que, dotados de un gran talento conversacional y de un ácido sentido del humor, son capaces de hablar sobre los temas más siniestros y, pese a eso, transmitirnos una serenidad íntima. Considero que las personas más interesantes son aquellas cuya personalidad es una mezcla de preocupaciones mórbidas y de inteligencia seductora. Barnes demostró en este libro ser así. Nada que temer me pareció, en parte por eso, una obra fascinante y única.

No es una novela, pero se lee tan ágilmente que lo parece. Podría ser considerado un libro de memorias, por el hecho de que su historia familiar ocupa gran parte del texto, pero el autor no demora en aclarar ese punto: “Por cierto, esto no es ‘mi autobiografía’”. Lo más certero es afirmar que es un ensayo; de ahí su carácter híbrido, narrativo y lleno de digresiones. Pero también es un libro de filosofía, entendida ésta como la pregunta esencial que cada ser humano se formula a propósito de su cotidianeidad y de la manera en que sobrellevará el peso de su existencia. Las disertaciones que uno encuentra aquí sobre la verdad, la memoria, la inexistencia de Dios y el significado de la vida son demasiado literarias –y hasta se podría pensar que demasiado amenas– para ser aceptadas en los rigurosos recintos académicos, sin embargo, no por eso dejan de ser profundas. Lo que Barnes hizo en sus páginas, con el estilo mordaz e irreverente que lo caracteriza, fue escribir filosofía desde la literatura, que es “la que mejor nos decía y nos dice cómo es el mundo”, y la que “también puede decirnos la mejor manera de vivir en él, aunque resulta más eficaz en esto cuando parece no estar diciéndolo”. En este sentido, es interesante el diálogo que Julian mantiene a lo largo del libro con su hermano mayor, un reconocido filósofo que, contrario a él, siempre está a favor de una perspectiva lógica –y, claro, menos emotiva– en todos los temas, incluso cuando ellos hablan fraternalmente sobre sus recuerdos de infancia.

Lo notable es que sencillez aquí no equivale a ligereza ni indulgencia. Barnes no acepta irreflexivamente ninguna certeza, su proceder es el de un escéptico minucioso que, en busca de tranquilidad, examina con detenimiento todos los argumentos que podrían mitigar el miedo a la muerte: repasa el cristianismo, el materialismo darwiniano, las teorías neurológicas de la inexistencia del yo, el estoicismo, la tanatología… Barnes encuentra una objeción para todos los consuelos posibles. A lo largo del libro, el lector observa cómo, gracias a un proceso racional y muy meditado, se van cayendo una a una las posibilidades de dejar de temer. Sin dejarse engañar por estratagemas que intentan ocultar un sentimiento natural, Barnes no se cansa de decir: “Para mí, la muerte es el único hecho atroz que define la vida”, “repito e insisto en que sufro de un miedo racional (sí, RACIONAL)”.

Llega un momento en que, de tanto descartar consuelos, el lector comienza a degustar una especie de humor negro que alivia el desasosiego fúnebre. Es cuando nos damos cuenta de que la afirmación del temor es parte de la exaltación de la vida. Barnes no es un ser amargado. Su miedo se debe a que disfruta vivir, aun con la carga de vacío y absurdo que eso implica: “Soy un melancólico indudable y a veces la vida me parece una manera sobrevalorada de pasar el tiempo, pero nunca he querido no seguir siendo yo y nunca he deseado el olvido”. Nada que temer participa de esa visión que Cyril Connolly encontraba en los libros de sus autores predilectos: “un sentido de la perfección y una fe en la dignidad humana, combinados con una trágica comprensión del estado humano y su proximidad al Abismo”.* Está alejado de esas obras que muestran una versión almibarada de la existencia, pero no deja de ser un homenaje a su hermosura y a la dignidad de los hombres que, pese a los tormentos e incertidumbres vitales, han sobrevivido a sus propias rutinas y, más allá, han cultivado el arte.

Y a propósito del arte, Barnes no duda en afirmar que se trata de un placer (por eso le dedica varias páginas a la estadía de Stendhal en Florencia, donde supuestamente éste entró en éxtasis y se desmayó por haber contemplado tanta hermosura en pinturas renacentistas), pero no de un placer inalcanzable ni mesiánico, sino de una labor cotidiana y anclada por completo a la vida y a las actividades más simples como visitar a los amigos o cocinar. Muy revelador al respecto resulta leer otro libro de Barnes titulado El perfeccionista en la cocina, donde el autor, al hablar sobre la práctica culinaria, parece tocar en realidad otro punto que le interesa: la similitud vital entre guisar y escribir, dos actividades sujetas a prueba y error, a goces y frustraciones, como lo son también el amor, la vida en familia y la amistad.

Pero no sólo eso, Nada que temer acepta otras lecturas: puede entenderse como un homenaje a los escritores que él admira (“Son mi auténtico linaje”), sobre todo a los franceses: Flaubert, Montaigne, Zola, los hermanos Goncourt, con Jules Renard a la cabeza. Asimismo, es una celebración de la creación literaria, hecha por un escritor que acababa de cumplir sesenta años cuando redactó el libro, edad desde la cual pudo ver realizada una obra propia compuesta por diez novelas y algunos libros de cuentos. Y al final se puede escuchar música, con la presencia de los compositores rusos Shostakóvich y Rachmaninov, quienes, como informa Barnes, también le temían a la muerte.

No conozco la obra de esos dos rusos. En realidad, no sé nada de música. Curiosamente, mi ignorancia me motiva. Con el libro de Barnes siento que desperté a la conciencia de la muerte, y que es ella la que me mueve a vivir. Hay muchas cosas que temer, lo sé. Una de ellas es morir y no haber escuchado por lo menos a Rachmaninov. Barnes dice que si en este momento recibiera la noticia de que tiene una enfermedad mortal, viviría de un modo diferente el tiempo que le queda. Dice que sus últimos días los disfrutaría “con música, no con libros”. Tal vez yo haga lo mismo a partir de ahora. Vivir con música. Despertar con música.

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* Menciono a Connolly por dos razones. La primera es la gran afinidad que encuentro entre él y Barnes, ambos ingleses y creadores de dos libros que agradecerían un estudio comparativo profundo. La tumba sin sosiego y Nada que temer son obras que se tocan en más de dos puntos: la dificultad de clasificación debido a su radical alejamiento de los géneros literarios establecidos y, sobre todo, una sincera obsesión por desentrañar los conflictos existenciales de los autores.

La segunda razón es el “sentido de la perfección” que apunta Connolly y que, según él, depende de la capacidad que tenga un escritor para disponer las palabras de “una forma que sea aparentemente sin artificio, pero a la vez perfectamente proporcionada”. Pues bien, yo encuentro en el libro de Barnes esa capacidad. Conforme uno va leyendo, tiene la sensación de que el flujo discursivo es espontáneo y de que nada hay más sincero ni natural que el tejido de sus ideas y párrafos. Así, el lector es llevado sin darse cuenta de un tema a otro, y luego a otro como por inercia. Sin embargo, basta con poner un poco de atención para percatarse de que ese efecto es absolutamente complejo y de que se necesita una maestría literaria más que notable para lograrlo.

Considero que Nada que temer está perfectamente escrito, y por eso me llamó la atención la desfavorable y un poco descuidada reseña que Christopher Domínguez Michael publicó en la revista Letras Libres en junio del 2011 a propósito de este libro. Por lo general siempre le creo a Domínguez, y confieso que si yo hubiera leído la reseña antes que el libro, lo más probable es que, influido por el crítico, no me habría animado a comprarlo. Digo esto porque no me parece justo que alguien se pierda de una buena lectura por un comentario despistado. No siempre las reseñas y las críticas dicen la verdad (incluida la mía, obviamente). Barnes cita esta frase de Ford Madox Ford al respecto: “No es nada difícil decir que un elefante, por bueno que sea, no es un buen jabalí verrugoso; porque casi todas las críticas se reducen a esto”.

 

Foto: Flickr.com/by Alex

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