Atractores extraños: Vacaciones a la vuelta de la esquina
Quizá nadie haya cuestionado tanto la idea de “salir de vacaciones” como la Internacional Situacionista. Practicantes fervorosos de la huelga general, enemigos declarados de los grilletes laborales, su oposición a las vacaciones no suponía una defensa del trabajo, sino una crítica de los días de asueto entendidos como espejismo, como contraparte raquítica —y no dialéctica— de meses entregados a la productividad y el consumismo. ¿Por qué las vacaciones tendrían que situarse siempre en otro lugar, apartadas del suelo que pisamos a diario, y constituirse como una excepción o reverso espectacular de nuestras jornadas signadas por la repetición y la grisura? Acostumbrados a desplazarnos lo más lejos posible de nuestras rutinas alienantes, rara vez reparamos en que el espacio de nuestra cotidianidad es, para quienes no viven en él, un “destino turístico”, y que las calles que recorremos a diario son las mismas que, tras viajar cientos de kilómetros, los vacacionistas fotografían desde todos los ángulos.
Esa sospecha frente a la institución sagrada de las vacaciones no tiene por qué derivar en un recorrido en bermudas por la propia ciudad, en el que reproducimos los hábitos del turista en aquellos parajes señalados en las guías, pero por los que pasamos olímpicamente de largo; apunta más bien a la posibilidad de subvertir la manera en que concebimos la vida cotidiana, a la tarea más revolucionaria de poner de cabeza nuestras inercias más empolvadas, nuestros desplazamientos regidos por el deber, los circuitos se diría inescapables que traza para nosotros el flujo del capital, y así reconciliarnos con una de las consignas que dominó el horizonte de la generación del 68: “¡Bajo el asfalto está la playa!”.
Tal vez porque la inminencia del verano me hacía imaginar oasis en los camellones con palmeras, tal vez porque la inclemencia del sol creaba fáciles espejismos contrarios a la productividad, decidí que era hora de pasar unas vacaciones a la vuelta de la esquina, explorando mi realidad más próxima. Una de las célebres frases del movimiento situacionista subrayaba la contrariedad de “pasar unas vacaciones en la miseria de las demás”. Si bien ahora se afrontan las vacaciones más bien como una temporada en la opulencia de los demás (y a meses sin intereses), me dejé llevar por una incontenible nostalgia situacionista y, con el entusiasmo de montar mi propio Acapulco en el espacio público —antes que en la azotea consabida—, salí a buscar la playa directamente bajo el asfalto: un sitio cualquiera en las inmediaciones, de preferencia con palmera tropical, que me permitiera tomar unas vacaciones de las vacaciones programadas; un enclave propicio para abrir un paréntesis en la idea ya consagrada y triunfante de las vacaciones.
Copio de mi libreta:
La esquina por la que damos vuelta es distinta de la misma esquina cuando nos detenemos largo rato en ella.
Estoy en una suerte de monumento inopinado a la esquina: una isla triangular, formada por el espacio muerto entre tres avenidas. De una esquina a otra no hay más que —ahora mismo los cuento— treinta y seis pasos. Su única razón de existir es permanecer como residuo, como una tierra firme olvidada por la urbanística, que el peatón hace suya en lo que cambia la luz del semáforo.
Podría compararse con el descanso en una escalera: allí normalmente uno se detiene a recuperar el aliento, no a instalar su tienda de campaña.
Doy largas zancadas de aquí para allá, con la mirada en el suelo, como si estuviera en una sala de espera. Pero en realidad no espero nada. Recorro simplemente, como si se tratara de un sitio histórico o un paraje turístico, esta isla insulsa y sin nombre.
Si fuera una isla desierta, al menos ofrecería buena sombra: hay una palmera manchada de hollín, árboles imponentes pero grises dispuestos en hilera, un seto ralo, recién podado (que delata la existencia de un jardinero), un par de alfombras de plantas protegidas por cercas de metal. El elemento más emblemático es una caseta de vigilancia abandonada. Un antiguo puesto de vigilancia policial en cuyo interior, paradójicamente, hoy podrían tener lugar toda clase de crímenes y vejaciones, y que perfectamente haría las veces de plataforma elevada para un salvavidas hipotético.
Hay, también, aunque nadie parezca frecuentarlas, tres bancas de acero pintadas de verde (que sugieren que alguna vez se quiso defender este triángulo como un “parque”), seis faroles que forman un triángulo interior, dos pinos jóvenes y una bicicleta de niño decrépita, encadenada a la cerca. Abunda la basura (bolsas de plástico y envases), además de hojas secas.
Como no sé muy bien qué hacer en mis vacaciones improvisadas, hago listas de lo que se ofrece a la mirada.
(Como no sé muy bien qué hacer, a falta de cámara fotográfica, anoto exactamente esto en mi libreta.)
Pienso que este territorio se asemeja a un parque tanto como tragar saliva se asemejaría a un banquete.
Comparable a un paréntesis, a una frase subordinada que terminará por eliminarse, esta región subsiste sólo por su tamaño. ¡Así que esto es el espacio público! Si la isla fuera un poco más amplia, albergaría sin duda un edificio triangular, como tantos que se levantan en cualquier ciudad con calles transversales. Miro hacia arriba el Flatiron tropical nunca construido: tendría quizá la apariencia de un barco encallado.
Una muchacha con audífonos hace jogging. Mientras espera la luz verde del semáforo, no detiene las piernas, sigue corriendo sin avanzar, agitando su cola de caballo.
Si esto fuera una isla, el agua correspondería al asfalto y el flujo de automóviles representaría a los depredadores marinos, ruidosos y temibles. Pero a la redonda no se percibe una sola gota de agua; ni siquiera el sedimento o la huella de un charco.
Archipiélagos (o constelaciones invertidas) de chicles masticados adheridos al pavimento. La superficie moteada, que recuerda a una enfermedad de la infancia. ¿La edad de los chicles podría adivinarse por su color? ¿Por su grado de incorporación al suelo? (La perplejidad con que los demás observan a un explorador botánico. A un trasnochado botánico del asfalto en el momento en que se inclina a observar con detenimiento sus especímenes, se diría inadvertidos e insípidos...)
Recuerdo, por ejemplo en el parque de Chapultepec, árboles atestados de chicles, de troncos y ramas infestados por una plaga multicolor. Nota mental: un árbol del chicle (es decir, del que se extrae el chicle) tapizado de chicles masticados. Redundancia.
Recorro otra vez la orilla de la isla, ahora en busca de una corcholata incrustada al asfalto. Descubrimiento mínimo: el chicle, incluso reducido a una película imponderable, no deja de abultar el terreno. La corcholata, en cambio, ha sido completamente fagocitada por el asfalto y no presenta al tacto ninguna protuberancia.
Me digo que no debo sonreír a los que pasan. Después de todo, ésta no es mi isla; tampoco les estoy dando la bienvenida como si esperara la llegada de un cómplice, de un insospechado Viernes.
Un hombre con pinta de ejecutivo come una mandarina. Escupe las semillas y luego, después de lanzarme una mirada de desafío más que de embarazo, arroja las cáscaras a la alfombra de plantas. Se limpia las manos en los pantalones.
Doy vuelta a la hoja y encuentro un viejo apunte en mi libreta: “Sólo cinco minutos de cada día son interesantes. Lo que me interesa es mostrar el resto”, Hans-Peter Feldmann. Encierro la frase en un círculo.
Pienso que el hombre, sin oficio ni beneficio, que no viene ni va durante horas, se vuelve sospechoso a causa de no dirigirse a ningún lado. Pienso que yo soy, desde hace tiempo, ese sospechoso (aun cuando no me haya decido a salir en bermudas a la calle).
Recuerdo viejos carteles sembrados en parques y camellones: “SE PROHÍBE LA VAGANCIA”. (¿O lo que recuerdo son fotografías en blanco y negro de letreros que nunca vi?)
¿El nivel de sospecha que despiertan los desocupados es el mismo cuando se trata de dos personas que conversan apaciblemente en una banca? ¿Cambiaría de signo si estuviera leyendo un libro o si extendiera una toalla y me embadurnara de bronceador?
Pura “panopticidad mental” —como la llamaba John Cage.
Algunos viandantes lanzan miraditas a mi libreta; quizá vigilan, con cierta aprensión, que en lugar de tomar fotografías tome apuntes en plena calle; quizá temen que esté escribiendo sobre ellos.
Sí, señora-que-alza-la-ceja: ahora mismo estoy escribiendo sobre usted.
La banqueta como espacio de recreo —tal y como la entienden los niños— y no como simple lugar de tránsito.
Me doy cuenta de que no he consignado el paso de la gente que camina con toda normalidad, de la que silba distraídamente o de la que habla como si nada por teléfono. Tampoco he consignado la trayectoria de los coches ni de las bicicletas ni del transporte público, aun cuando, si puede decirse que algo pasa aquí, es precisamente eso.
El escritor Fernando Vallejo pasea a su perro. Lo lleva con correa. Su presencia amenaza con convertir estas vacaciones en lo más próximo en algo parecido a un acontecimiento. Pero no. El ala de lo extraordinario apenas roza el instante. Es probable que estire a menudo las piernas por aquí. Nadie, salvo yo, parece reconocerlo. Pasa de largo con su perro, cada quien rumiando sus propios pensamientos.
Las personas que atraviesan esta isla no se dirigen la palabra; tampoco sonríen entre sí. Son fantasmas que se cruzan con fantasmas, espectros de rostro huidizo que no alcanzan a corporeizarse ni siquiera al chocar con el hombro del otro.
Más cuerpos absorbidos por sus pensamientos. Nuevas cabezas volcadas hacia su interior. Como si al pasar por aquí entraran a un Triángulo de las Bermudas de la Mente.
Así sea para que tengan alguna razón de existir, me siento sucesivamente en las tres bancas. Descubro que, quizá por la cercanía de las avenidas que las rodean, no transmiten la sensación de estar en una banca de parque.
Debo verificar en un mapa si esta isla de cemento tiene algún nombre. Tal vez no se trate de un simple triángulo residual, sino de la Plazoleta Mengano o Zutano.
No es imposible que, en un futuro próximo, por pura presión demográfica, aun los deltas de cemento como éste —y los puentes peatonales y los pasos a desnivel y quizás incluso las coladeras del drenaje— deban ser bautizados con el nombre de los próceres por venir, señalados para conmemorar a una nueva personalidad de la política o las artes.
“Plazoleta Fernando Vallejo (y su perro)”.
(Las implicaciones de un homenaje así. Descubrir, desde ultratumba, que la posteridad consistía en que un triángulo de cemento lleve tu nombre).
Ha transcurrido ya casi una hora desde que me senté en la banca que ofrece el mejor panorama de los alrededores. No cabe duda de que aquí me he vuelto menos sospechoso. Como si fuera aceptable sentarse en una banca, así, sin más, a no hacer nada y simplemente respirar, pero hubiera algo de reprobable en merodear por allí sin motivo aparente, como vacacionista en busca de alguna concha a cientos de kilómetros del mar.
Cae la tarde y no hay ningún indicio de que alguien pase la noche aquí. Pero, ¿cuál podría ser ese indicio? ¿Los ganchos para colgar hamacas? ¿Cartones para resguardarse del estrépito y la intemperie?
Tal vez alguien tenga la llave de la caseta de vigilancia. No hay un buzón, pero las cartas podrían estar dirigidas a La Isla Triangular Sin Atributos, a La Isla Vacía de Acontecimientos.
Incluso —¿por qué no?— así podría llamarse esta excursión y también este mismo texto, esta bitácora de vacacionista en la isla de lo que no deja huella, en la isla de lo que, perdido en la corriente de los días, se diría no ha tenido lugar:
La Isla Vacía
de Acontecimientos
_____________
LUIGI AMARA es poeta, ensayista y editor. Desde 2005 forma parte de la cooperativa Tumbona Ediciones. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998, el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su obra más reciente es Nu)n(ca (Sexto Piso, 2015).