Taberna: Historias cruzadas
Terminada la veda electoral, y gracias a la colaboración de la Secretaría de Desarrollo Social, recorrí el paisaje de lotes baldíos, borregos, construcciones sin terminar y, al fondo, la vegetación conífera que caracteriza la zona, para conocer más sobre los comedores comunitarios del Estado de México. Parte integral de la Cruzada Nacional contra el Hambre, esta estrategia alimenta a diario a cerca de 200 mil personas.
El desayuno había sido enmoladas de pollo (deshidratado y mezclado con un frasco de mole), galletas de animalitos y leche (en polvo). Para la comida, tenían al fuego un albondigón hecho de carne de soya y harina, frijoles (hasta donde pude ver, sin gorgojo), pasta y caldo de verduras. Habían quitado las frutas en almíbar luego de que un estudio de la Universidad Politécnica de Chiapas encontrara niveles elevados de azúcar en la población. Parecía suficiente, variado y razonablemente sano, como anuncia la campaña.1
El programa opera así, a grandes rasgos: el gobierno federal pone la despensa y básicos como parrillas, mesas y un refrigerador; el ayuntamiento proporciona o autoriza el uso de un local (que puede ser de piso de concreto, con o sin servicios, o una casa particular); el gobierno del estado “regala” mobiliario y más equipamiento (licuadoras, horno de microondas y, en el caso del Edomex, pantallas planas); las cuentas como gas, luz eléctrica (cuando no están colgados con un diablito) y alimentos perecederos se pagan con las contribuciones de los beneficiarios (de cero a cinco pesos, definido por un comité de locales); la cocina, limpieza y servicio están a cargo de voluntarias que se esmeran de 5 a. m. a 5 p. m. en hacer una comida al gusto local.
Portando mandiles de SinHambre, las voluntarias se expresaron con agradecimiento por los insumos del programa y con cierto orgullo por su labor. Me imagino que debe ser difícil combinar la satisfacción de alimentar a sus familiares con la humillación de deber el sustento diario a la figura remota de, en este caso, Eruviel Ávila. Estas señoras tienen derecho a alimentarse en los comedores y traer familiares, con lo cual un padrón de, en promedio, 100 beneficiarios con 20 voluntarias se convierte en una instancia prácticamente familiar. En la mayoría de los casos, los niños, adultos mayores y mujeres lactantes tienen alguna relación con estas valientes señoras. Una de ellas, tomando por los hombros a un niño de la edad de mi propio hijo —unos seis años— me dijo: “gracias a esta comida mi nieto salió abusado y estudioso”. Uno de los promotores que conocí me contó cómo llegó al comedor a su cargo cuando era una estructura abandonada, aparentemente un centro de salud fallido, sin luz eléctrica, que limpió y acondicionó, junto con las señoras del frío caserío en donde está ubicado, para habilitarlo como comedor comunitario. Estas mismas señoras, vistiendo faldas roídas y chales de escaso estambre, me ofrecieron un vaso de agua de arroz, y, luego de agradecer a la figura del comedor, que les permite convivir con los otros miembros de su comunidad, me pidieron mi teléfono, aun después de que les explicara que yo no venía en representación del gobierno ni fungía poder alguno. Y es que parecería que la llegada de cualquier delegación las valida, les afirma que sí existen y les da una vaga esperanza.
Esta dinámica familiar se da más en zonas rurales. En municipios como Ecatepec, Tultepec, Cuautitlán Izcalli —es decir, por donde pasa La Bestia— se alimenta también a migrantes no empadronados.
Conforme fui ascendiendo en el organigrama obtuve una visión más general del programa de comedores, pero no por ello logré transitar de lo anecdótico a la estadística. El secretario, un hombre conocedor del campo, y realista respecto a los límites de la labor de la Secretaría de Desarrollo Social Estado de México (Sedesem) —“somos como los porteros, atrapamos a la gente que se nos va por las redes, pero la solución de fondo le corresponde al desarrollo económico”, me dijo—, me repitió la cifra de 2 mil comedores (el número que todos afirman menos la propia página de Sedesol), pero no pudo darme un padrón, información sobre el costo del programa, ni nombres de proveedores. Me habló, sin embargo, del poder de la política asistencial mostrándome dos datos: una evaluación del Coneval que muestra una disminución en la carencia alimentaria en el estado del 31.6%, en el 2010, a 20.2%, en el 2015, lo cual equivale a casi 2 millones de personas, y al mismo tiempo una reducción en el ingreso laboral del 6%. Me pareció contradictorio. Paciente, me explicó que los comedores son sólo una de las líneas de acción dentro del Convenio de Inclusión Social, y que se entregan tarjetas alimentarias (de entre 2 mil 700 y 3 mil 500 pesos); que las tiendas Diconsa funcionan como mecanismo de contención de precios; que se entregan paquetes de aves, carne y hortalizas, además de gallineros; que han incrementado el padrón de Prospera; que el dif otorga desayunos en escuelas; que las lecherías Liconsa venden leche a la mitad del precio de mercado; que los programas Gente Grande, Seguridad Alimentaria y Desayunos distribuyen alimentos; que se reparten miles de tarjetas a Mujeres que Logran en Grande… en fin, que se entregan más canastas en el Edomex que en Navidad.
El gobernador ha dicho a la prensa que la gente “no es lo más importante, es lo único importante”, lo cual parecía estar a tono con el mensaje que recibí del titular de la Sedesem: se asiste a la gente atrapada en el círculo vicioso de la pobreza, pero se hace poco para romper el ciclo. Empezaba el viento cuando llegamos a otro comedor. El coordinador estatal, protegido del frío con el característico chaleco, habló a las señoras para agradecer su labor y les dijo que “aunque a veces apenas tenemos para un litro de leche porque estamos amolados, en estos comedores llega gente más amolada que nosotros, y ustedes le pueden dar ese litro a quien no tiene ni para eso”. Las verdaderas heroínas, sentadas en sillas de plástico, escuchaban en silencio.
Volvimos al campo para visitar un programa conjunto con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao), Agricultura Familiar, que promueve la producción local de perecederos por medio de la capacitación de las mismas voluntarias. Son pequeños huertos (55 hasta ahora), con dos o tres surcos, guarecidos del frío con plástico, en los que se planta lo que se da, como haba, chayote y papa. Las señoras me presumieron hojitas de calabaza y rábano en su minúsculo invernadero comunitario, y las plantas tan juntas referían, alegremente, más a la jardinería que a la agroindustria.2 En contraste con la trampa asistencialista, pensé, este sistema puede dar lugar a una relación orgánica entre comunidad,3 producción y recursos, pero luego recordé la comida deshidratada y las tarjetas de dinero. EstePaís
NOTAS
1. Luis Curiel, de Biosaan, que promueve productos de larga vida y nutrición balanceada, me dijo que el estándar de la industria es de 100 ingredientes repartidos en recetas para 30 días, cubriendo los cinco grupos alimentarios básicos. No pude obtener información nutricional sobre los productos actualmente utilizados.
2. Para saber más sobre esta filosofía agrícola y su mayor productividad por área, ver casos de China y la gente Amish en Bringing it to the table: On farming and food, de Wendell Berry.
3. Los comedores fungen como centro comunitario, y acogen a otros programas: el EDAyO instruye a las cocineras para usar menos aceite; UNICEF capacita a niñas en empoderamiento, equidad de género y prevención de violencia; FedEx dona libros para lecturas vespertinas; el INEA da clases a adultos.
Crédito de la imagen: Alejandro López Vázquez. Cortesía de la Sedesem
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FERNANDO CLAVIJO M. es consultor independiente y autor del libro cinegético Marismas de Sinaloa.