Taberna: De Iguala a Chilpancingo: mito y percepción
Sentados alrededor de la mesa, comemos el pozole preparado por Noemí y su hija, Mirna, en la colonia Ruffo Figueroa de Chilpancingo. El elemento que distingue a este pozole es el maíz, y por eso se le llama elopozole. En la lucha de mitos y crónicas de la Nueva España, Fray Bernardino de Sahagún (autor de la Historia general de las cosas de la Nueva España) dijo que ritualmente este plato incluía carne humana, pero poco después Bernal Díaz del Castillo (conocido como el autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, aunque esto a su vez está en duda) afirmó nunca haber visto tal cosa.
La polémica sobre el “ingrediente secreto” se la podemos dejar al programa Iron Chef. Este elopozole es buenísimo gracias a la dulzura aportada por el maíz tierno, al epazote y la calabaza; se parece mucho a un mole de olla pero con guajillo. Combina y contrasta a la perfección con el chicharrón salado y el limón, así como con el mezcal que compramos en Tixtla de Guerrero.
La plática en torno al pozole es sobre Iguala, Tixtla y Ayotzinapa, que acabamos de visitar. Los hijos de Neftalí, hijo de nuestra anfitriona, dicen que “los ayotzinapos queman”, y su padre sonríe para luego especificar que las veces que le han tocado retenes donde se pide cooperación para los estudiantes, él reconoce a los que son de la zona y a los que claramente no lo son. “Hay unos que ya pasan de 30 años, güeros y altos, como este” (señala a mi amigo de Baja California). “Esos no son campesinos de Ayotzinapa. Son maestros revoltosos de otro lado”.
El mezcal hace que mi amigo se ofenda un poco, pero nada grave. Nos lo vendió Raymundo (hijo de don Facundo, por quien basta preguntar en Tixtla), pero en realidad viene del otro lado de la carretera, de Apango. Camino a la comida, nos recibió en su casa y nos vendió cuatro litros de mezcal, dándonos primero a probar junto con una lima más bien ácida. El mezcal en sí es suave de sabor, sin el toque de humo; es la parte floral y mineral la que caracteriza al terruño. Digamos que estaba engañoso, pues se dejaba tomar sin quemar la garganta.
Entre Tixtla y Chilpancingo pasamos por Ayotzinapa. El discurso mediático de la capital me había hecho pensar en este trayecto como una instalación de retenes, narcos, militares, algo así como el cliché de México según Hollywood que tan mal nos cae. Pero no. Por más que recordé la idea de Cormac McCarthy de una tierra bañada y remojada en sangre durante siglos, sobre la que escribe en Blood Meridian, el camino estuvo tranquilo y Ayotzinapa resultó ser una comunidad dispersa entre la vegetación densa y espinosa que caracteriza a la vecindad de Tierra Colorada.
Eran las tres de la tarde de un viernes y la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos estaba prácticamente vacía; un retrato del abandono, salvo por algunos adultos mayores sentados a la sombra. Me impresionó el despliegue iconográfico. En cada muro hay un símbolo, un mural, un escudo. Prevalece, pacífica e infantil, la tortuga. Las máximas y placas que complementan los murales explican la descripción de Ayotzinapa como “semillero de guerrilleros”, pero solo en retrospectiva porque el patio y el espacio soleado en sí son inocentes y desarman al visitante completamente, de modo que cuando uno camina entre los pupitres de los jóvenes desaparecidos no hay discurso que llene tal silencio. Lo que queda es soledad, tristeza, paz.
El contraste entre la imagen mediática y la que presencié me dejó atónito. Las imágenes son tan diferentes como lo son el monte casi deshabitado, la vulgaridad de la casa de Abarca y la violencia del palacio quemado en Iguala —en la parte lateral, donde se atienden cuestiones administrativas, hay una cartulina que anuncia: “Trámite de Constancias: Pobreza, Identidad, Residencia”. Y es que rara vez se escucha la voz de los que realmente saben de pobreza. Generalmente los discursos sobre el tema vienen de autores y dirigentes pudientes, como el tan citado Carlos Marx.
Durante la comida hablamos de esta disparidad y del oportunismo político que la nutre. Pero nos llevamos otra sorpresa, otra versión: “Yo llevo dando clases toda la vida en [nombre del poblado]”, nos dice Noemí. “Ya tengo edad de jubilación y me quieren poner un examen solo porque no me quieren liquidar”. Con esto ejemplifica que la lucha de los estudiantes está estrechamente ligada a la de los maestros, así como a un pasivo laboral que alguien no quiere asumir.
Los nietos de Noemí no nos querían dejar ir: trajeron mecate para jugar a amarrarnos y se me subieron a la espalda. Entre cosquillas y agradecimientos, salimos de la casa hacia el coche. Atardecía. Cuando nos estábamos subiendo, salió Mirna a meter a los niños a la casa y hacernos una última oferta, para la familia en la Ciudad de México: media cubeta de elopozole.
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Fernando Clavijo M. es consultor independiente y autor del libro cinegético Marismas de Sinaloa.